Un Dios ignorado y olvidado

Esteban Beitze

Hay notables paralelismos entre el incidente de Pablo en el Areópago y el mundo actual, y lo que esta historia significa para nosotros.

Hace casi dos milenios tuvo lugar una historia que guarda un sorprendente paralelismo con nuestra época. Leemos en Hechos 17:16-34:

“Mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían. Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban con él; y unos decían: ¿Qué querrá decir este palabrero? Y otros: Parece que es predicador de nuevos dioses; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección. Y tomándole, le trajeron al Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto. (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo). Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos; porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas. Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos. Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres. Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos. Pero cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, y otros decían: Ya te oiremos acerca de esto otra vez. Y así Pablo salió de en medio de ellos. Mas algunos creyeron, juntándose con él; entre los cuales estaba Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris, y otros con ellos”. 

El apóstol Pablo había llegado a Atenas, y mientras esperaba a sus colaboradores, paseó por la ciudad. Era una de las ciudades más importantes de la época, sobre todo en términos de cultura, deporte y religiosidad. Sin embargo, suele ser cierto que precisamente aquellos que se consideran destacados por sus conocimientos y habilidades son muy supersticiosos. En el caso de Atenas, se daba el caso de que la población era completamente adicta a la idolatría. Allí Pablo discutió con cuatro grupos de personas: los judíos, los epicúreos, los estoicos y los piadosos. 

Los judíos tenían su religión y su ley, de las que estaban orgullosos porque se creían especiales y mejores que los demás. Pensaban que observando los rituales obtendrían el favor de Dios.

También hubo dos corrientes filosóficas que se originaron en Atenas. Los epicúreos deben su nombre a los seguidores de las enseñanzas del filósofo ateniense Epicuro. Era una filosofía que se centraba en hacer del placer el objetivo central de la vida, en contraposición a la sabiduría. Los epicúreos eran materialistas que, aunque no negaban la existencia de Dios, creían que Él no intervenía en los asuntos humanos; además, creían que cuando una persona moría, su cuerpo y su alma se disolvían. En otras palabras, vivían esencialmente para disfrutar del aquí y el ahora.

Por el contrario, la filosofía estoica situaba el conocimiento como objetivo principal de la vida. En aquella época, Atenas era famosa por su alta cultura, sabiduría, filosofía y bellas artes. Casi se podría decir que la gente de allí adoraba el conocimiento y la sabiduría humana. Cualquiera que viniera con grandes conocimientos y erudición era recibido con los brazos abiertos. Los atenienses eran especialistas en discusiones filosóficas y los estoicos eran panteístas que se esforzaban por llevar una vida honorable; eran laboriosos y se consideraban personas excelentes y dignas, por lo que podían sentirse superiores a los demás.

Callejones sin salida
Los distintos grupos de personas con los que se encontraba Pablo siguen existiendo hoy en día, quizá con algunas variaciones, pero con los mismos principios. A estos grupos podemos asignar gran parte de las formas de pensar que prevalecen en el mundo actual.

Los que siempre están en busca de algo nuevo. Nuestro texto dice que el pueblo de Atenas se distinguía por la búsqueda de lo novedoso. Hoy ocurre algo parecido, ya que la gente busca en todo lo posible algo que le dé seguridad, paz, esperanza o bienestar. Como siempre hay algo nuevo, siempre están probando lo nuevo. Pero esto es precisamente lo que demuestra que falta algo que sea realmente seguro y eficaz. Hoy vivimos en la era del relativismo. Cada uno tiene su propia verdad y exige que esta sea respetada por los demás. Esto nos dice algo muy serio: si hay muchas verdades que suelen contradecirse en uno o varios puntos, entonces no hay una verdad absoluta. Por eso muchos llaman con razón a nuestra época la época de la posverdad. Pero qué tragedia es para la humanidad cuando ya no hay ninguna verdad absoluta, cuando ya no se puede creer en nada, cuando todo es relativo, según la percepción o el gusto personal. Esto provoca una enorme inseguridad entre la gente. No hay nada a lo que uno pueda aferrarse o en lo que pueda estar seguro de que no le va a fallar. 

Y así el hombre busca su felicidad, seguridad y confianza en diversas cosas. Corre de un lado a otro, siempre con la esperanza de encontrar el sentido de la vida. Pero lo que encuentra solo dura un tiempo, por lo que luego vuelve a frustrarse tras otra decepción. Algunos incluso acuden a las iglesias simplemente por curiosidad o porque buscan una nueva opción. Para ellos, Jesús no es más que un gran maestro, el iniciador de una nueva religión, una entre muchas otras, un camino más. Algunos incluso se sienten cómodos con el cariño que reciben en la comunidad, pero solo hasta que aparece algo más interesante, más divertido o algo que parece adaptarse mejor a sus necesidades.

Aquellos que viven para el placer y el materialismo. Hay personas que, al estilo de los epicúreos, disponen su vida para seguir los placeres; ellos viven bajo el lema “Vive la vida, solo hay una”. Por lo tanto, muchos hacen lo que satisface sus deseos. 

Las fiestas, las amistades, los pasatiempos, el entretenimiento, los viajes, el sexo, tal vez el alcohol y las drogas, y muchas otras cosas más, son algunos de los medios que utilizan para alcanzar su supuesta felicidad. Pero, ¡qué rápido pasa! Así que pronto tienes que volver a lo mismo o encontrar algo que te dé más placer para obtener el mismo resultado. Esto está muy ligado al materialismo. Los que tienen mucho, parecen ser aceptados en la sociedad; los que no tienen nada, no. De ahí la búsqueda constante de más bienes materiales. Nos hemos convertido en una sociedad de consumo porque muchos esperan encontrar la felicidad en ella. 

Pero ¡qué rápido se puede perder lo que se ha conseguido! Y ni siquiera el vehículo más nuevo y rápido, la casa nueva o el viaje a Tailandia a pasar las vacaciones, llenan el vacío. Además, siempre habrá alguien que tenga más y mejores cosas. Esto, a su vez, conduce a la frustración y al afán por más. Entras en un círculo vicioso en el que no puedes encontrar la paz. 

Los que quieren ser buenas personas. También están los moralistas, los que creen que son buenos y útiles para la sociedad. A diferencia de los que viven solo para el placer, ven que su propósito en la vida es hacer el bien a los demás. Son los primeros en apoyar económicamente la construcción de un hogar infantil o una escuela en África. Hacen donaciones para luchar contra el hambre en el mundo. Apoyan a los refugiados y quizá también a una organización medioambiental. A menudo se sienten superiores a otros que no actúan de la misma manera. Mucho de lo que hacen es genial, por supuesto. Pero ¿encuentran realmente la felicidad y la seguridad duraderas?

Aquellos que buscan la sabiduría y el conocimiento. Los atenienses eran muy cultos y, como ellos, muchos buscan hoy la sabiduría, los títulos y la autorrealización. El mundo se caracteriza cada vez más por el culto al conocimiento. No estoy en contra de los estudios; he estudiado y sigo aprendiendo. Pero hoy, para muchos, el conocimiento lo es todo, y muchos están orgullosos de lo que saben y han conseguido. Incluso la Biblia dice que el conocimiento te enorgullece (1 Corintios 8:1). Es como su religión y tratan de encontrarle un sentido. Les satisface presumir de sus conocimientos y saber más que los demás, ganar discusiones y ser reconocidos por sus logros. Pero, por mucho conocimiento, sabiduría y reconocimiento que obtengan, siguen sin encontrar una realización duradera en la vida. Y precisamente esto es así porque confían en sus capacidades y no se dan cuenta de que necesitan a Dios. 

Aquellos que son religiosos. También hay quienes ven en la religión el camino hacia Dios, hacia el Cielo o hacia un destino superior. Buscan cumplir con rituales y mandamientos; creen que merecen una posición mejor por su piedad y sus buenas acciones; piensan que Dios debe estar complacido con ellos si asisten a una iglesia, cantan en el coro, hacen donaciones y hacen obras sociales. 

Como vemos, al igual que en la antigua Atenas, hoy en día hay todo tipo de conceptos de la vida, pero todos tienen en común que les falta algo. Esto afecta a las personas; las vuelve insatisfechas, agresivas, egoístas, frustradas, etc. Incluso es uno de los factores del aumento de los problemas mentales y los suicidios. Nada es absolutamente seguro.

¿Hacia cuál de estos conceptos de vida nos inclinamos? Los caminos que hemos elegido, ¿traen la paz que anhelamos, la verdadera satisfacción, la seguridad presente y futura? Lo que acabamos de ver son todos callejones sin salida, que no hacen más que aumentar la frustración, el desánimo y la búsqueda cada vez más desesperada de la verdadera solución. Tal vez estemos convencidos de lo correcto de nuestro estilo de vida, pero sea cual sea nuestra actitud hasta ahora, ¿tenemos la humildad de examinar lo que Dios nos dice y nos ofrece para poder tomar la decisión correcta?

La única manera
El Dios desconocido o ignorado. Cuando Pablo se dirigió a los atenienses, les señaló que a pesar de todo lo que eran, tenían y hacían, habían olvidado lo esencial y más importante. El apóstol había llegado a una sociedad muy religiosa en la que se adoraba a más de cien deidades, incluidas muchas asociadas a uno de los estilos de vida preferidos por la gente. En muchos casos, la gente daba rienda suelta a sus bajos instintos, como en el culto al dios del vino o a la diosa de la fertilidad, entre otros.

Algunos eran ciertamente sinceros en su culto a las deidades, representadas de diversas maneras en forma material. Pero ninguno de estos ídolos podía escuchar sus oraciones, moverse o acercarse a ellos. Como el pueblo temía haber olvidado a alguna deidad que pudiera volverse más tarde contra ellos, también habían construido un altar al “Dios desconocido” (Hechos 17:23). Hablando con ellos, Pablo les dice que han estado en la ignorancia hasta ahora (v. 30). Aunque se encontraban entre las personas con más conocimientos de su época (y las enseñanzas de sus pensadores se valoran y estudian hasta la actualidad), no sabían qué era lo más importante para sus vidas y la eternidad —ignoraban al verdadero Dios.

Pensando en nuestra sociedad, estoy convencido de que, si Pablo estuviera hoy aquí, tendría que repetir lo mismo. Para la mayoría, el Dios de la Biblia es un perfecto desconocido. El paralelismo con el altar con la inscripción “Al Dios desconocido” lo encontramos hoy en día cuando observamos las gigantescas y maravillosas catedrales. Millones de personas las visitan cada año, toman fotografías con sus celulares, estudian los detalles arquitectónicos, las asocian con los reyes que gobernaron allí y recuerdan bodas rutilantes, pero ignoran el propósito para el que fueron construidas. 

Muchas personas ni siquiera saben quién es Cristo. Si hiciéramos una encuesta en un colegio hoy en día, y preguntáramos a los alumnos quién creen que es Jesús, muchos no sabrían qué responder, o incluso lo asociarían con un jugador de fútbol.

Hace algunos años conversaba con un miembro de la organización cristiana Gedeones Internacionales, que distribuye Nuevos Testamentos en escuelas, cárceles, hospitales, hoteles, etc. Le pregunté cómo veía el interés por Dios en Alemania. Me respondió: “Lo ilustraré con una experiencia personal. En cierta ocasión distribuimos Nuevos Testamentos frente a una escuela. Allí le ofrecí uno a un adolescente de unos 12 años. Me preguntó qué era, a lo que respondí que eso era parte de la Biblia y que hablaba de Dios. A lo que el joven respondió: ‘¿Para qué necesito a Dios?’”.

Dios no solo es desconocido, sino que muchos lo ignoran deliberadamente. 

La presentación del Dios desconocido e ignorado. Pablo fue invitado a presentar y defender esta nueva fe en el Areópago. Este era un sitio de juicio donde se reunían los jueces, los sabios y todos los que tenían autoridad para discutir los asuntos de la ciudad e impartir justicia. A Pablo, sin embargo, no lo llevaron allí como acusado de un delito, sino para escucharlo, por curiosidad.

El apóstol destacó primero la religiosidad de los atenienses. Les dijo: “…percibo que sois muy religiosos en todo sentido” (Hch. 17:22). La palabra griega en la cual se basa el texto original cuando habla de ser muy religiosos es deisidaimo, que significa tanto superstición como reverencia a una deidad (deido: miedo; daimon: demonio o dios pagano). Se nota que esta expresión en el original incluye el concepto de demonio. En otro lugar, el apóstol señala que en la adoración de las imágenes está incluida la adoración de los demonios (1 Corintios 10:20). Dios prohibió claramente la adoración de cualquier ser u objeto (Éxodo 20:4,5). Así que cualquiera que viole este claro mandamiento, incluso si lleva el nombre de un santo, se abre a influencias satánicas. 

Entonces Pablo les mostró que hay un Dios verdadero que creó los cielos y la Tierra, pero también al hombre. Gracias al Señor, no somos producto del azar o de una gran explosión, sino un acto creativo especial de un Dios amoroso. Su interés expreso pertenecía a la creación del hombre. Este Dios no necesita templos para su morada ni gente que le traiga comida, pues es el Creador de todo. 

En otro lugar, Pablo dice que el hombre debería llegar a la conclusión de que Dios existe con solo observar la creación (Romanos 1:18-21). Si somos honestos y observamos la belleza, el orden y la interacción de todo lo que existe, o la maravilla de nuestros cuerpos, podemos ver que debe existir un ser muy inteligente que lo creó todo y está detrás de las leyes físicas que mantienen este orden. Aquí no hay coincidencias, sino planificación hasta el más mínimo detalle. 

Algunos afirman que Dios no existe porque no lo han visto. Pero, si observamos un reloj con todos sus maravillosos mecanismos, nadie duda de la existencia de un relojero. Cuando vemos un edificio majestuoso, suponemos con razón que hay un arquitecto que lo diseñó, aunque nunca lo hayamos visto. Del mismo modo, la naturaleza nos proporciona la prueba de que debe haber un Creador. 

Pensemos por un momento en el hecho del espacio ilimitado, que nos indica que también la causa de su existencia debe ser infinita. El hecho de que exista una energía inagotable atestigua la omnipotencia del Creador. La complejidad infinita es la evidencia de un conocimiento ilimitado y completo. La existencia de un tiempo incalculable nos señala una causa eterna. Y así nos damos cuenta de que todo se debe a un Creador que es infinito, omnipotente, omnisciente y eterno. Por último, pero no menos importante: la primera causa de la vida debe ser la vida, nada viene de la nada y la esencia misma de Dios es la vida.

Lo que más llama la atención de la creación es el especial interés por una criatura en particular: el ser humano. Físicamente seremos similares a los simios, pero hay algo en nuestro ser que nos hace infinitamente superiores. Las únicas criaturas de la Tierra que pueden pensar y preguntarse de dónde vienen, a dónde van y para qué sirven, somos los humanos. La mayoría de las personas reconocen que debe haber un Ser Supremo al que adoran de alguna manera —por eso tenemos tantas religiones. La Biblia lo confirma diciendo: “…y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin” (Ec. 3:11). El propósito por el que el Señor creó al hombre es, como dice nuestro texto, “…para que busquen a Dios” (Hch. 17:27).

En cuanto a la existencia de Dios, muchos simplemente asumen que debe existir, pero aún no lo han encontrado, por lo que siguen buscando y probando diferentes caminos. La mayoría de la gente se encuentra en este grupo: pueden ser teístas, agnósticos o religiosos. 

Los ateos, en cambio, niegan la existencia de Dios porque no lo han encontrado. Su razonamiento no es muy lógico. Intentemos ilustrarlo: escondo un lingote de oro en una gran ciudad y lo anuncio en los medios de comunicación. Muchos lo buscan. Algunos vuelven cansados y dicen que aún no han encontrado el oro. Pero también hay quienes se rinden y dicen: “Como no he encontrado el lingote de oro, no puede existir”. Esa es básicamente la respuesta de los pocos ateos verdaderos que hay. Como no han encontrado a Dios, piensan que tampoco puede existir. 

La búsqueda del Dios perdido. La Biblia nos dice que el hombre está perdido, que se apartó de Dios por su propio camino (Isaías 53:6). Pero Dios quiere que todos los hombres lo busquen: “...para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle...” (Hch. 17:27). Y aunque la gente, en general, no quiere acercarse a Dios según Pablo, el Señor “no está lejos de cada uno de nosotros” (v. 27). Él es tan grande que lo abarca todo, pero al mismo tiempo quiere tener comunión con cada uno de nosotros. Y no hay nada con lo que el hombre pueda sustituirlo. De ahí la inutilidad de las imágenes que se veneran. Un Dios tan grande no puede ser un trozo de piedra, yeso o lienzo.

Durante mucho tiempo, Dios fue paciente con la ignorancia del hombre. Pero ahora ordena que se arrepientan “todos los hombres en todo lugar” (v. 30). El arrepentimiento —o la conversión, como la llamamos— significa un giro de 180º en la vida. Significa que, así como antes íbamos hacia una dirección, ahora vamos hacia la dirección opuesta. Los que aún no han experimentado este cambio radical, todavía no son salvos. Uno puede ser muy sabio o religioso, pero si no recibió a Jesús y no ocurrió este cambio de dirección en su vida, todavía no conoce realmente a Dios.

Podemos preguntarnos por qué o de qué debemos arrepentirnos. Para esto debemos saber que todos tenemos, o teníamos, un problema: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y tuvo una perfecta comunión con él, pero el hombre se creyó más listo que el Señor, quiso arreglárselas sin Él, seguir su propio camino, y eso le llevó a pecar, lo que significa errar la meta de Dios. Pero como Dios es santo, no puede tener comunión con un ser que ha pecado. La Biblia dice: “Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:22-23). Y como Dios es justo, también deberá juzgar al pecador por medio de Jesucristo su Hijo (Hechos 17:31). Por esta razón, Dios exige que el hombre se arrepienta de sus pecados y venga a Cristo; no hay otra forma de salvarse. 

Lamentablemente, el hombre es muy orgulloso y piensa que puede vivir sin Dios. Hay muchos que se creen sabios, pero no quieren darse cuenta de esta seria verdad. Si somos sinceros, a ninguno de nosotros nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer, y mucho menos que afirmen que estamos equivocados. 

El hombre más sabio que existió en la Tierra, el rey Salomón, dijo: “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová; Los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza” (Prov. 1:7). La persona verdaderamente sabia reconoce esta verdad y actúa en de acuerdo a la misma. Cuando reconocemos que Dios existe, que sus palabras son verdaderas y que debemos arrepentirnos y acudir a Él para salvarnos, demostramos verdadera sabiduría. 

El camino a Dios. Pablo continuó su predicación mostrando el único camino a la salvación. Se había dado cuenta de la religiosidad de los atenienses, pero también de su completa ignorancia del Altísimo. Esto sigue siendo así hoy en día: muchos dicen que creen en Dios; algunos incluso afirman creer en Jesús y haberse arrepentido de sus pecados, pero su confesión suele ser simplemente una religión. No tienen una relación real y profunda con el Señor. Creen en Él como creen en el amor, en la energía o en su cuenta bancaria.

La Biblia dice que solo podemos salvarnos si tenemos un sustituto para nuestra condición pecaminosa. Y así, Pablo habló al pueblo de Atenas de Jesús, quien murió y resucitó (Hechos 17:31). Pues la única manera de ser absueltos de la culpa y de obtener el perdón de nuestros pecados es pagarlo. Sin embargo, ningún ser humano puede pagar nuestra deuda, porque todos somos culpables. Por eso Jesucristo tuvo que venir a este mundo para cargar con nuestro pecado —El justo e inocente murió en la cruz para sufrir el castigo que merecemos. Pero Jesús también resucitó de entre los muertos. Al hacerlo, demostró su poder sobre la muerte física y eterna. Por Él, y solo por Él, el hombre recibe la vida plena aquí y el acceso a la vida eterna con Dios en el Cielo.

En Romanos 5:1, el apóstol Pablo señala una verdad fundamental: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Uno es declarado justo por Dios solo a través de la fe en Jesucristo. La cuestión es cómo se manifiesta esta fe. 

Mi esposa y yo conocimos a una joven mujer muy religiosa. Testificó que creía en Dios y en Jesús y que se había arrepentido de sus pecados. Pero algo nos inquietaba, así que la invitamos a casa para hablar de la fe. Cuando le pregunté en qué se basaba su fe, la ilustré con la silla en la que estaba sentada. Era la primera vez que estaba con nosotros y no conocía la silla, pero había confiado en que aguantaría su peso. Le pregunté qué pasaría si yo no tuviera plena confianza en la silla. Me apoyaría fuertemente en la mesa para asegurarme de que la silla no se rompiera debajo de mí. La mesa es un símbolo para las instituciones religiosas, ya sean católicas, mormonas, testigos de Jehová, o incluso, evangélicas. Es decir, creer en Jesús además de confiar en la institución religiosa; así que no sería la fe en Jesús solamente. 

Pero también podría apoyarme en alguien en una silla a mi lado. Se trata de un ejemplo de fe compartida con una persona como un sacerdote, el Papa, un pastor o incluso personas fallecidas, como los llamados santos o la virgen María. Sigue siendo una fe compartida. No es fe únicamente en Jesucristo.

Presento otro ejemplo: tengo un problema cardíaco muy particular y mortal, y solo hay un cirujano en todo el mundo que puede operarme con éxito. Llega el día de la operación, me ponen en la camilla de operaciones, aparece un asistente y me dice: “El cirujano tiene otra cita, pero no te preocupes, te operará su madre”. Así que pregunto: “¿Es cirujana?” —“No, pero es una mujer muy agradable que ama mucho a su hijo”. Por supuesto que no dejaría que me operara. Lo mismo ocurre con la salvación cuando quieres apoyarte en otra persona. No importa lo bueno que sea o haya sido la persona, solo Uno es el que salva.

Volviendo a la imagen de la silla, puede haber un tercer caso. Puedo sentarme con las rodillas dobladas y apenas tocar la silla. Eso significaría confiar más en mí mismo y en mis propias fuerzas que en Jesús. Este es un ejemplo típico de muchas personas que se creen buenas y hacen muchas buenas acciones. Pero la Biblia es clara: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5). O bien: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch. 4:12).

La salvación solo es posible a través de Jesús. 

Frente a la realidad de una infinidad de supuestos caminos ofrecidos por este mundo e inventados por el hombre, pero que terminan todos en un callejón sin salida, y frente a una sociedad en la que la verdad es relativa para todos, Jesús afirma explícitamente: “Yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Jn.14:6). En su Evangelio, el apóstol Juan muestra lo incapaz que es el hombre, a pesar de todos sus conocimientos y esfuerzos, para encontrar la verdadera paz y la seguridad duradera. Pero el evangelista señala que es a través de la fe en Jesús que se encuentra la verdadera vida, pues el Señor Jesús dice: “…yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10).

Hechos 17:28 nos confronta con el hecho de que Dios está vivo, y Él es el único que puede dar vida, no solo vida biológica, sino también espiritual y eterna. Nadie puede encontrar el verdadero sentido de la vida si no tiene una relación personal con Dios.

El hombre tiene varias opciones, pero todas se pueden resumir en dos, que son opuestas: debe de elegir entre una vida de ignorancia sobre Dios o una vida de plena identificación con el Padre a través de la obra de Cristo en la cruz. Solo hay dos caminos, y cada uno de nosotros está en uno de ellos. Consideremos el final de cada uno de estos dos caminos. Jesús dice: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt. 7:13, 14). 

Hay dos caminos, y como suele ocurrir, donde hay un camino, también hay un destino, un lugar al que llegar. Jesús advirtió muy claramente del peligro de seguir el camino sin Él, porque su destino es la condenación eterna, el infierno. Como dijo Pablo en Atenas: “Por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó” (Hch. 17:31), es decir, el Señor Jesucristo. Pero también existe el camino al Cielo, a la vida eterna, si uno cree en Jesús y lo acepta. La decisión es personal: ¿Qué camino eliges?, ¿qué decisión tomas?, ¿en qué, o mejor, en quién se basa tu fe?, ¿es solo en Jesús?

La elección del camino
En aquel entonces en Atenas hubo dos reacciones al mensaje del apóstol.

El Dios rechazado. Para la mayoría de los inteligentes atenienses, el mensaje de Pablo era poco menos que ridículo. Por un lado, estaban convencidos de que los dioses no podían morir y, por otro, el concepto de resurrección les parecía ridículo. Los filósofos de la época veían en Pablo a un mero “parlanchín”, literalmente: un “recolector de semillas”; es decir, literalmente alguien que aprovechó lo que otros tiraron o dejaron caer. 

El apóstol Pablo, en su momento una figura destacada del judaísmo que había gozado de la más alta formación religiosa, conoció y confesaba el sencillo mensaje de un hombre que había dado su vida por él. Para los que se creían muy sabios, este mensaje era demasiado simple.

La salvación gratuita que se nos ofrece sin tener que demostrar ninguna obra o mérito especial, y que podemos aceptar simplemente por la fe, es considerada todavía hoy por muchos como demasiado simple para ser verdad. Otros, sin embargo, no quieren cambiar su vida y prefieren seguir ignorando al Señor. Este es el camino del Dios rechazado.

El Dios aceptado. A pesar del grupo considerable que se creía más inteligente y prefería seguir con sus filosofías e idolatrías, también estaban los temerosos de Dios. No sabemos exactamente a quién se refiere el escritor de los Hechos, pero podemos suponer que eran aquellos que buscaban la verdad sobre Dios y sus vidas con honestidad y humildad. Porque dice: “Mas algunos creyeron …” (Hch. 17:34). Creyeron que el Señor Jesús había venido a este mundo para morir por ellos, para liberarlos de su culpa, para perdonar sus pecados y para darles la vida eterna.

Hoy, todos se enfrentan a esta elección. Podemos seguir nuestros caminos con nuestras propias filosofías de vida, pero debemos recordar que Dios existe, que el Cielo y el infierno son una realidad, y que la decisión que tomemos ahora afectará nuestras vidas y determinará dónde pasaremos la eternidad. La Biblia nos advierte con gran seriedad: “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. (…) El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:17-20, 36).

En un mundo con un sinnúmero de ofertas engañosas, sin seguridad, sin paz real y lleno de callejones sin salida, el Señor Jesús quiere llevarnos a la verdad, a una vida en plenitud y a la salvación eterna. Una y otra vez nos invita: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn. 7:37,38).

Acudamos a Jesús y Él saciará nuestra sed —acudamos a Cristo y Él nos salvará. El don de la salvación será nuestro cuando creamos en Él. Pero la fe es mucho más que un ejercicio intelectual. La fe en Jesús como Salvador implica arrepentirnos de nuestros pecados y aceptar que Jesús murió en la cruz también por ellos, y es nuestro Salvador personal. Los que toman esta decisión de fe, comienzan mucho más que una religión: ¡comienzan una relación personal con Dios mismo! De una manera muy especial, cada persona puede convertirse en un hijo amado de Dios (Juan 1:12). A los que quieren entrar en esta relación, la Biblia les promete que “todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Ro. 10:13). 

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