Las insondables riquezas en Cristo
Cuando nos aventuramos más allá de los Evangelios y leemos detenidamente las cartas del Nuevo Testamento, descubrimos más y más las inconmensurables riquezas que nos han aportado la muerte de Jesús en la cruz y su resurrección. Un descubrimiento que alberga consuelo y motivación para el creyente.
Los Evangelios nos explican que Jesús fue crucificado, muerto, sepultado y resucitado por nosotros. Las cartas luego nos muestran que a la vez fuimos crucificados, muertos, sepultados, vivificados y resucitados con Cristo. Romanos 6:5 nos dice acerca de esto:
“Porque si fuimos plantados juntamente con él (lbla: si hemos sido unidos a Él) en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; en la semejanza de su muerte, lo seremos también en su resurrección”.
Hoy en día, el Evangelio es reducido a menudo a la salvación del infierno, pero hay mucho más en él para el creyente. El apóstol Pablo se entusiasma cuando dice en Efesios 3:8: “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo”.
Los Evangelios nos relatan acerca de la vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesús. Las cartas apostólicas luego nos profundizan en el conocimiento de Cristo, y hablan del poder y de los efectos de su resurrección en la vida del creyente (Comp. Fil. 3:10).
Hecho uno con Cristo
Somos uno con Jesús, fuimos unidos a Él —o como dice la traducción Reina Valera 1960— fuimos plantados juntamente con él en su muerte. La Nueva Biblia Viva traduce: “fuimos injertados en Cristo cuando él murió”. En el caso de los árboles frutales se busca añadir características nobles a un tronco silvestre, pero en nuestro caso es al revés: las “características positivas” del tronco, de Cristo, son transferidos a nosotros, injertos silvestres —somos ennoblecidos en Cristo.
Fuimos unidos a Él; Dios nos ve de ahora en adelante a través de la cruz, siempre y en todo unidos a Cristo en una nueva vida.
Anne Camilla Ronnevig comentó: “Jesús se identificó con mi identidad imperfecta y murió en ella para que yo pueda identificarme con la identidad perfecta de Cristo y vivir en ella”.
¿Qué significa esta identificación en concreto?
Crucificado con Cristo
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20).
Siempre te han dicho que no eres nada, no sabes hacer nada y nunca serás nada. Y entonces llega alguien y te hace comprender que lo eres todo para Él y que tienes una importancia infinita… ¡en Cristo!
Quizás tengas que venir del catolicismo para poder entender este versículo. Si siempre te han dicho que tienes que salvarte por tus obras, y de repente comprendes que no son tus obras sino la obra de Cristo, que te es acreditada, la que te salva… ¡entonces se te abre un mundo nuevo! Si vives constantemente con la incertidumbre de si tu trabajo finalmente será suficiente ante Dios, si te atormentan las preguntas: “¿He sido lo bastante bueno?”, “¿Cómo me presentaré ante Dios?” —y si entonces escuchas al Señor decir en su Palabra: “Me di a mí mismo por ti, y tú eres perfecto en mí y conmigo“… entonces simplemente caes de rodillas ante Él.
Estar crucificado juntamente con Cristo no es algo a lo que un cristiano tenga que aspirar; es algo que ocurrió hace mucho tiempo.
Cuando nosotros decimos a alguien: “Estás muerto para mí”, es algo muy negativo —quiere decir: “Ya no tengo ningún interés en ti”. Pero Dios lo dice en sentido positivo. “Has muerto con Cristo” significa: “Tu vida pecadora y destrozada ya no cuenta ante mí; tengo todo mi interés puesto en ti; ahora eres mi hijo”.
Pablo dice de sí mismo en el versículo anterior: “…yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios”. Él como judío murió a la ley cuando murió Jesús, y lo que vive ahora es Cristo viviendo en él.
Martín Lutero dijo: “Bienaventurado el hombre que sabe utilizar esta verdad en tiempos de angustia. Puede proclamarla. Puede decir: ‘Sra. Ley, acúsame cuanto quieras. Sé que he cometido muchos pecados y sigo pecando a diario. Pero eso no me molesta. Tienes que gritar más fuerte, Sra. Ley. Soy sordo, ya lo sabes. Habla todo lo que quieras, estoy muerto para ti. Si quieres hablarme de mis pecados, ve y habla con mi carne. Puedes hablar con mi carne, pero no con mi conciencia. Mi conciencia es una dama y una reina y no tiene nada que ver con acusadores como tú, porque mi conciencia vive para Cristo bajo otra ley, una nueva y mejor ley, la ley de la gracia’“.
Conviene subrayar que esta verdad no es una licencia para pecar, sino un incentivo para una vida de fe y entrega. En efecto, Romanos 6:6–7 nos dice: “Sabemos que nuestro antiguo yo fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido liberado del pecado” (comp. también Colosenses 2:20).
Hoy puedo mirar reconfortado y tranquilo al futuro: ¡Jesucristo lo ha conseguido todo!
Ernst Gottlieb Woltersdorf, predicador y poeta del siglo XVIII, escribió: “Cuando me miro a mí mismo, temo y tiemblo; cuando miro a Jesús, se eleva y se goza mi espíritu redimido, justificado y salvado por la sangre del Cordero”.
Muerto con Cristo y vivo con Él
“Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6:8). William MacDonald comenta: «Nuestra muerte ‘con Cristo’ es una cara de la moneda. La otra cara es ‘que también viviremos con él’. Morimos al pecado y vivimos a la justicia. Se rompe el dominio del pecado sobre nosotros, y compartimos la vida de resurrección de Cristo aquí y ahora. Y (¡alabado sea su nombre!) la compartiremos con él por toda la eternidad».
Como ya dijimos, fuimos hechos uno con Cristo. Dios nos ve a través de la cruz, siempre y en todo unidos a Cristo en una nueva vida. La muerte no se enseñorea más de Él y, por tanto, tampoco de los que creen en Jesús: “…sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Ro. 6:9). Aún tenemos que morir; sin embargo, a través de la muerte entraremos inmediatamente al reino de su amado Hijo. Tenemos una relación distinta con la muerte.
En su libro Facing Death and the Life After [Enfrentando la muerte y la vida posterior] , Billy Graham relata un incidente en la vida del profesor D. G. Barnhouse. Su mujer murió de cáncer, dejándolo con tres hijos pequeños. El día del funeral, Barnhouse y su familia se dirigían al servicio religioso cuando un gran camión pasó junto a ellos, proyectando una notable sombra sobre su automóvil.
Dirigiéndose a su hija mayor, que miraba tristemente por la ventanilla, Barnhouse le preguntó: “Dime, cariño, ¿prefieres ser atropellada por ese camión o por su sombra?”
Mirando con curiosidad a su padre, respondió: “Por la sombra, supongo. No puede hacerte daño”.
Entonces el padre les dijo, dirigiéndose a todos sus hijos: “A vuestra madre no la ha atropellado la muerte, sino la sombra de la muerte. A esa no hay que temerla”.
La muerte de Jesús es nuestra muerte, pero también su vida es nuestra vida
Ahora queremos llevar a la práctica esta vida de resurrección con Jesús. Ella no debe permanecer siendo solo teoría, sino nuestra fe debe verse en la práctica.
Hay un libro de Hans Peter Royer con un título muy interesante: «¡Debes morir antes de vivir para que vivas antes de morir!»; y Wim Malgo [el fundador de nuestro ministerio] había escrito un tratado titulado: «Si naces una vez, mueres dos veces; si naces dos veces, mueres una sola vez».
Sepultados con Cristo
“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección” (Ro. 6:3–5; comp. Colosenses 2:12).
A partir del momento en que estamos en Cristo, somos bautizados en su muerte y, en consecuencia, sepultados con Él. No es el bautismo en agua el que hace esto, sino el bautismo espiritual, pues nunca serán las obras las que nos salven, sino solo la gracia perfecta del Señor. Las obras no conducen a la gracia, sino que son consecuencia de ella.
Las obras no conducen a la gracia, sino que son consecuencia de ella.
El bautismo “en Cristo” significa que el creyente ha muerto y resucitado con Cristo a los ojos de Dios. 1 Corintios 12:13 ilustra esta realidad: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”.
El bautismo en agua es un testimonio de lo que ya hizo el Espíritu de Dios en nosotros el día que creímos en Cristo y morimos y resucitamos con Él.
Vivificados con Cristo, resucitados y trasladados
“Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Col 2:13).
En Efesios 2:5,6, se nos dice que “…aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”.
Cuando Mahoma, el fundador del islam, acababa de morir, vino su amigo Omar y se puso delante de su tienda, blandió su cimitarra y gritó: “Cortaré la cabeza de cualquiera que diga que Mahoma está muerto. ¡Mahoma resucitará!”. Pero Mahoma había muerto, y no salió de su tienda. La muerte, la vieja enemiga de la vida, tuvo la última palabra también en su vida.
Con Jesús es al revés. Prestemos atención a las contraposiciones de vida y muerte en Efesios 2:5–6 y Colosenses 2:13. El pecado siempre produce muerte: “aun estando nosotros muertos en pecados…”; “Y a vosotros estando muertos en pecado…”.
¿Qué es realmente el pecado? La periodista y autora Katrin Faludi lo definió así: “El pecado es el intento de satisfacer el anhelo de vida eterna con medios equivocados”.
Cerca del muelle de Baltisk (Kaliningrado) había un cartel de advertencia en la playa: “¡Bañarse en este punto pone en peligro la vida!”. ¿Por qué? En mar abierto hay muchas corrientes. Estas son especialmente peligrosas a lo largo de la costa en el este del mar Báltico. Los marineros y pescadores experimentados están familiarizados con estas corrientes, que suelen producirse después de una tormenta del noroeste, y por esos días no salen a navegar, para no ser arrastrados por ellas.
La corriente mortífera de buscar una vida sin Dios lleva al hombre a diversas situaciones muy peligrosas. Dios también ha colocado señales de advertencia: su Palabra, sus mandamientos, y también la conciencia del hombre.
El apóstol Pablo nos cuenta que cuando aún estábamos muertos en pecados, Dios ya nos amaba. No esperó hasta que nos hiciéramos dignos de ser amados. Nos dio “vida juntamente con él”. Nos cortó del viejo árbol del pecado, nos unió a Cristo y nos dio vida nueva en Él. De este modo, hemos sido resucitados con Jesús y hemos recibido vida nueva de parte de él.
Colosenses 1:22 afirma que “…os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él”.
Pablo enseña en otra parte que hemos sido plenamente justificados por Jesús. Esto es más que perdón, más que amnistía. Un criminal que es perdonado sigue siendo culpable. Una persona justificada, en cambio, está libre de toda culpa; está ahí como alguien que nunca ha hecho nada malo. Hemos sido adoptados en la familia de Dios, con todos los derechos que ello conlleva.
En el momento en que somos aceptados, nuestra antigua identidad ya no importa, aunque la vieja naturaleza se manifieste una y otra vez. Dios nos ha hecho sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús. Esta es nuestra posición, y vivimos para Él —¿Quién no anhela que también su condición se ajuste a esta hermosa realidad?—
Mediante su cruz y resurrección, el Señor Jesús nos trajo muchísimo más que la salvación. El autor Benedikt Peters lo explica así:
Vivificados con Cristo – compartimos su vida (Colosenses 3:4)
Resucitados con Cristo – compartimos su poder (Efesios 1:19; Filipenses 4:13)
Sentados con Cristo en los lugares celestiales – compartimos su dignidad (Juan 17:22).
Conciudadanos
“Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2:19).
¿Qué hemos dejado de ser?
Hemos dejados de ser extranjeros sin derecho, perros incircuncisos, huéspedes tolerados que comparten brevemente los bienes de Israel pero que siguen siendo extranjeros sin ciudadanía.
¿Qué ha cambiado ahora? “…ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:13).
Dios nos ha hecho nuevas criaturas, nos ha bautizado en un solo cuerpo; juntamente con los judíos creyentes formamos una nueva unidad, un solo y nuevo hombre (2 Corintios 5:1; 1 Corintios 12:13; Efesios 2:15). William MacDonald escribe:
“Ahora son conciudadanos de los santos de la era del Nuevo Testamento. Los creyentes judíos ya no tienen ventaja sobre los creyentes gentiles. Todos los cristianos son ciudadanos de primera clase en el Cielo (Filipenses 3:20, 21). También son ‘miembros de la casa de Dios’. No solo han sido trasladados al reino celestial de Dios, sino que también han sido adoptados en la familia divina”.
La palabra “adoptados” me parece un tanto desafortunada en este contexto. No solo somos adoptados, sino regenerados y renacidos como hijos de Dios. Dios es nuestro Padre. No solo somos ciudadanos del Cielo, sino miembros de la familia del Señor. Por eso deberíamos sentirnos más atraídos por el Cielo que por la Tierra (Filipenses 3:14,20).
A un querido amigo de Berlín le gusta decir: “Me siento en casa en todas partes, pero solo allá arriba estoy verdaderamente en casa”.
Co–edificados
“…en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Ef. 2:22).
La Iglesia de Jesús —y cada uno de sus miembros juntamente con ella— es edificada aquí en la Tierra como morada espiritual de Dios, como templo del Espíritu Santo (1 Corintios 3:16). Este crecimiento continúa hasta la consumación y el rapto de toda la Iglesia.
Pero esto conlleva una gran responsabilidad individual: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:19–20).
Coherederos, miembros, copartícipes
Leemos en Efesio 3:5,6: “…misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu, que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio”.
Aquí resumimos lo que ya hemos mencionado. En Cristo ya no hay diferencia entre un gentil y un judío (Gálatas 3:28). Pero Pablo subraya que esto recién se reveló en el Nuevo Testamento, después de Pentecostés; antes era un misterio.
Y esta revelación es algo grandioso; es la sabiduría que hasta ese momento había permanecido escondido en Dios y que fuera de Él nadie conoció. Si el diablo lo hubiera sabido, si los dirigentes de Israel lo hubieran sabido, no habrían crucificado a Jesús (1 Corintios 2:7–8).
La frase “Miembros del mismo cuerpo” es una sola palabra en griego, que antes ni siquiera existía en la literatura. Es la expresión más fuerte de comunión. Es un término que Pablo creó específicamente con este fin. Y con todas estas bendiciones que nombramos, Dios aún quiso darnos más…
Escondidos con Cristo en Dios
“Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:1–4).
Nuestras vidas ya no pertenece a esta Tierra, con todo lo que el mundo tiene para ofrecer y donde todo tiene sus límites e incertidumbres. La persona sin Cristo solo tiene lo que le ofrece este planeta.
En cambio, la vida del cristiano renacido está en Cristo y con Él en Dios. Está apartada de este cosmos y situada en las esferas más elevadas. Hemos muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo (Colosenses 2:20). La vida en Dios no tiene límites, pues procede de Dios, lo cual significa vida infinita. Esto nos da seguridad y confianza en medio de todas las incertidumbres terrenales.
Por eso nosotros —a diferencia de Israel, cuyas promesas son terrenales— estamos llamados a buscar las cosas de arriba. Ya no tenemos que dejarnos condicionar por las limitaciones terrenales ni atrapar por los acontecimientos mundanos. Podemos dirigir nuestra mirada hacia Aquel que está en el trono, por encima de todo.
Si hemos resucitado con Cristo, si nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, entonces no solo veremos su gloria, sino que seremos manifestados con Él en gloria. Esto debería ayudarnos hoy a vivir a Cristo.
Heredar, sufrir y ser glorificados con Cristo
En Romanos 8:17 leemos esta verdad maravillosa: “…somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”.
Ser coheredero con Cristo es una promesa de proporciones insondables. Compartir todo lo que pertenece a Cristo, ¿quién lo puede aprehender?
Sin embargo, ser coherederos con Cristo y todo lo hermoso que hemos visto hasta ahora incluye también sufrir con Cristo. Nos gusta ser glorificados con él, pero estamos menos dispuestos a sufrir con él. Sin embargo, el apóstol Pablo lo presenta como una condición: “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Ti. 2:12).
Sobrellevar el sufrimiento con paciencia honra a Dios y no queda sin fruto ni recompensa.
Kevin DeYoung escribe acerca del sufrimiento:
“Si Dios tenía un propósito con el dolor más grande e inimaginable de la historia humana, el dolor de la cruz, entonces también tiene un propósito con nuestro dolor”.
No podemos ganarnos la salvación, pero sí podemos contribuir a la recompensa.
¿Cuáles son estos sufrimientos?
• En primer lugar, la persecución por causa de la fe, como ocurría en tiempos de los apóstoles. Hoy en día, una gran parte de los cristianos son perseguidos.
• También hay persecución, desprecio, odio, etc. por causa de Cristo en el trabajo, en el barrio, en la familia. Los que gozan la amistad de Dios sienten la enemistad del mundo.
Pero hay otros dolores:
• Alguien está sufriendo porque sus hijos se han distanciado de Dios y no hacen ningún esfuerzo por acercarse a él. Pero en lugar de enojarse con Dios y consigo mismo, soportan el sufrimiento y siguen orando y confiando.
• El sufrimiento de un matrimonio infeliz.
• Una enfermedad que, como Job, tomas de la mano de Dios, sabiendo que estás seguro en el Señor, aun cuando pasas por las sombras de la muerte.
• Sufrimiento económico.
• La pérdida de un ser querido.
• El sufrimiento de la soledad.
Pero, no olvidemos: ¡si padecemos juntamente con Él, también seremos glorificados juntamente con Él!
Los que soportan el sufrimiento recibirán una mayor medida de fruto. En 2 Timoteo 2:12-13 leemos: “Si sufrimos, también reinaremos con él; Si le negáremos, él también nos negará. Si fuéremos infieles, él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo”.
El contexto de este capítulo nos habla acerca del sufrimiento: “sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo” (2 Ti. 2:3).
“Ser glorificados con Él” y “reinar con Él” son una misma cosa.
El perseverar y sufrir con paciencia no quedará sin recompensa. Pero al que rehúsa el sufrimiento por causa de Jesús, negándole, a ese también se le negará la recompensa. Hay muchas formas en que podamos negarle al Señor. Puedes hacerlo al negarle la colaboración, tu entrega, la santificación, ser negligente en la oración, en tu asistencia a las reuniones, en la comunión con otros… pero nuestra infidelidad no puede anular la fidelidad de Dios. Un hijo de Dios sigue siendo hijo de Él y el Señor sigue asiéndolo con cuerdas de amor y con disciplina si es necesario.
Por eso el Nuevo Testamento nos exhorta repetidamente a entregarnos a Él sin reservas —nuestra fe ha de verse en la práctica.