La conversión de Pablo como imagen profética

Norbert Lieth

El enviado especial. Sobre la posición especial del apóstol Pablo. Parte 3.

La historia de la conversión de Pablo en Hechos 9 ofrece un resumen de lo que luego representaría su vida como apóstol. 

Su encuentro con Jesús
Pablo fue el primero en preguntar: “¿Quién eres tú, Señor?” (Hechos 9:5).

C. S. Lewis dijo: “No puedes volver atrás y cambiar el principio, pero puedes empezar donde estás y cambiar el final”–esto es exactamente lo que el apóstol experimentó en su vida.

“No puedes volver atrás y cambiar el principio, pero puedes empezar donde estás y cambiar el final.”

Pablo había hecho mucho mal, y eso no podía ser ignorado, por lo que una y otra vez daba testimonio de ello. Pese a eso, podía ir por un nuevo comienzo y cambiar su final. Algo que hizo plenamente.

Todo cristiano experimenta esta verdad: por un momento sentimos la necesidad de saber quién es Jesús realmente, y Él no nos deja sin respuesta. Todavía recuerdo cómo los primeros pasos que, junto a mi esposa, dimos hacia Jesús, comenzaron con preguntas similares: ¿quién creó todo esto?, ¿qué nos espera después de la vida?, ¿existe un juicio?, ¿dónde está el Cielo? La respuesta fue: “Yo soy Jesús”. De repente, Jesús había tocado nuestro corazón. Cada persona lo experimenta de manera personal, pero Él no duda en salir al encuentro de todos.

La conversión es una vocación
La segunda pregunta de Pablo fue formulada inmediatamente después de la primera: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. 

La conversión es siempre una vocación. No debemos separar una cosa de la otra. A partir de su conversión, Pablo dedicó toda su vida a hacer la voluntad del Señor. Quien haya experimentado por completo el amor divino, no pretende otra cosa que entregarse por entero a ese amor. La pregunta no es “qué quiero que Dios haga en mi vida”, sino: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Pensemos en Jesús cuando oraba en el Getsemaní: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Se dice que la biografía más corta del mundo se encuentra en una lápida en Inglaterra: “¡Sí, Señor!”. (“Yes, Lord!”). Esta es precisamente la respuesta adecuada a la conversión: “¡Sí, Señor! Mi vida te pertenece, todo lo que soy y tengo es tuyo. Digo sí a Tu voluntad y me comprometo a negarme a mí mismo”.

Blaise Pascal dijo: 

No hay más que tres clases de personas: unas que sirven a Dios, habiéndole encontrado; otras que trabajan en buscarle, sin haberlo encontrado; otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y felices; los últimos, locos y desgraciados; los del medio, desgraciados y sensatos.

Leí la historia de un joven que estaba ansioso por servir a los pobres. El pastor le preguntó cuándo iba a hacer realidad ese sueño, a lo que el joven respondió: “En cuanto se presente la oportunidad”. “La oportunidad nunca llega, ¡ya está aquí!”, volvió a decirle el pastor.

Reinhold Ruthe escribió: 

Cuenta una leyenda rusa que el Salvador del mundo, mientras ascendía a los cielos, estaba rodeado de ángeles que señalaban ansiosos al grupo de discípulos de Jesús que se encontraba en la Tierra. 

–Señor, ¿qué harás si fallan, si trabajan en vano? Si ese fuera el caso, ¿qué otro plan tiene tu Padre?

–¡Dios no tiene otro plan!”–respondió Jesús. 

Más tarde, cuando el Señor llamó a Ananías para que ayudara a Pablo, este respondió: “Heme aquí, Señor” (Hechos 9:10). La tarea de Ananías no era sencilla, pues debía encontrarse con el perseguidor de los cristianos. Aunque el profeta hizo mención de esto, finalmente optó por la obediencia. Llegado el momento se vio acompañado de la fuerza y la sabiduría necesaria para llevar a cabo su misión.

¿Estamos realmente preparados para representar los intereses del Señor?, ¿estaremos listos para dejar todo lo demás e ir tras la meta, como lo hizo el apóstol?

Bayless Conley dijo: 

¿Quién acudirá a esta gente, sino tú y yo? Decir que no me siento llamado a acudir a ellos, equivale a que un socorrista entrenado diga que no se siente llamado a salvar a una persona que se está ahogando delante de sus ojos.

Al principio de su vida espiritual, Pablo preguntó: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Al final de su vida dijo convencido: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Ti. 4:7). 

Levantarse, ir, escuchar y hacer
El primer mandato de Jesús a Pablo fue: “Levántate […] entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hechos 9:6). El Señor le pidió cuatro acciones correlativas: levantarse, ir, escuchar y hacer. 

Antes de que Pablo recibiera la gran comisión de convertirse en apóstol, de recorrer las naciones y escribir trece epístolas, antes de que su evangelio fuera tan relevante para la iglesia gentil, se le ordenó lo obvio: oír–no lo que le decía el propio Jesús, sino las palabras de un hombre llamado Ananías.

¿Estamos realmente preparados para levantarnos, ir, escuchar y hacer?, ¿hacemos primero lo obvio, lo que está a nuestro alcance, lo que el Señor nos trae a través de las personas? Tal vez se trate de una visita, de una ayuda práctica en una de las reuniones de tu iglesia, de acercarte a una persona para animarla, u ofrendar dinero a alguien que lo necesite.

A menudo apuntamos alto, pero pasamos por alto las obras necesarias que el Señor nos pide.

He aquí que ora
Cuando el Señor llamó a Ananías, mencionó algo de Pablo: “Porque he aquí que ora” (Hch. 9:12). Jesús vio que Pablo oraba, y desde entonces el apóstol siguió siendo un orador. ¡Eso es lo que el Señor quiere! Al igual que el aceite es imprescindible para la caja de cambios de un vehículo, con el fin de no quedar atascados, la oración es algo así para nuestra vida.

Es conmovedor apreciar la vida de oración de Pablo. A. W. Tozer escribió: “No nos engañemos: nuestra pureza, nuestra fuerza, nuestra piedad y nuestra santidad serán tan fuertes como lo sea nuestra oración”.

La relación entre el bautismo y la conversión
Leemos más adelante: “Fue entonces Ananías y entró en la casa, y poniendo sobre él las manos, dijo: Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Y al momento le cayeron de los ojos como escamas, y recibió al instante la vista; y levantándose, fue bautizado”. (Hch. 9:17-18).

Reinhold Ruthe formula y responde la siguiente pregunta: “¿Cuándo volvemos a la vida? Cuando la primavera ahuyenta al invierno, cuando el amor se apodera de nosotros, cuando Jesús transforma el alma y el espíritu, cuando su Espíritu nos entusiasma”.

El Espíritu Santo entró en la vida de Pablo y tomó el control a partir de entonces. Podemos apreciar una interesante frecuencia en el proceso espiritual del apóstol. Hasta entonces, el proceso comenzaba con el arrepentimiento, seguía con el bautismo, y finalmente llegaba la recepción del don del Espíritu Santo (Hechos 2:38; 8:12-16). Sin embargo, todo fue diferente con Pablo. Él recibió el don del Espíritu Santo y luego fue bautizado. Lo mismo ocurrió más tarde con Cornelio (Hechos 10:44-47). Esta es la forma en la que ha permanecido hasta hoy. Con Cornelio llegó el momento en que las naciones gentiles comenzaron a añadirse a la congregación de los judíos. A partir de allí algo cambió en la historia de la salvación. En el caso de los efesios, quienes eran discípulos de Juan el Bautista, el Espíritu Santo vino otra vez por la imposición de manos del apóstol (Hechos 19:1-7). Esta fue una de las señales apostólicas (Hebreos 2:4). 

Un pasaje paralelo es Hechos 22:16, donde Pablo hace una retrospección hacia su conversión. Allí recuerda cómo Ananías le había dicho: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre”.

Esto muestra cuán estrecha era en esa época la relación entre el bautismo y la conversión. Esto no es necesariamente un fundamento bíblico. La conversión debe demostrarse con o sin bautismo. Poner al bautismo como una condición para la conversión, no concuerda con el testimonio bíblico. Por el contrario, el bautismo confiesa nuestra conversión y afianza en gran medida nuestra seguridad de la salvación.

Dar testimonio de Jesús
Después de su bautismo se dice de Pablo: “Y enseguida predicaba a Cristo en las sinagogas, que este era el Hijo de Dios” (Hch. 9:20)–desde el primer día, su predicación fue cristocéntrica. 

Aquel que reconoce a Jesús y experimenta su salvación, quiere proclamar Su nombre. Todos los otros nombres pasan a un segundo plano. Jesús supera con creces cualquier religión: Su Nombre es sobre todos los nombres. La salvación no se encuentra en ninguna religión, sino en Su persona.

Pablo, con valentía, proclamó el nombre de Cristo en la boca del lobo: las sinagogas. Su ministerio y respuesta a la conversión fue tan maravillosa, que uno se siente animado por el Espíritu Santo a dar testimonio de Jesús.

Qué reconfortante es ver cómo los jóvenes participan en las cruzadas y programas evangelísticos, cómo muchos miembros de las iglesias se involucran en la evangelización y cómo muchos hijos de Dios ofrendan para que más personas sean alcanzadas por el Evangelio. Nuestra intención es llevar a la mayor cantidad posible de personas al Cielo.

Fortalecimiento en la Palabra
Luego leemos cómo Pablo se fortaleció “aún más” en la Palabra y demostró que Jesús era el Cristo (Hechos 9:22).

Habiendo Pablo estudiado las Escrituras del Antiguo Testamento, entendió que estas señalaban a Jesús. Por desgracia, otros rabinos en la historia se aseguraron de que los textos que señalaban al Mesías no fueran leídos en las sinagogas. 

El Espíritu Santo también apela a nuestro intelecto. Podemos aportar argumentos, pruebas y conclusiones lógicas que demuestren que Jesús es el Salvador. El Espíritu utiliza todo esto a su favor: “Fortalecido aún más”. Para ello es necesario que maduremos, crezcamos y nos fortalezcamos espiritualmente en la Palabra, algo que Pablo exhorta también más adelante: “[…] para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza” (Ef. 1:17-19).

Un teólogo expresó lo siguiente acerca de la Biblia: “Encontraremos en ella tanto como busquemos: hallaremos lo excelso y lo divino si buscamos lo excelso y lo divino, lo hueco e histórico si buscamos lo hueco e histórico, y nada en absoluto si no buscamos nada en absoluto”.

Por otra parte, Isaac Newton dijo: “¡Todo para mí! Debemos leer el Evangelio no como el escribano que lee un testamento, sino como lo lee el heredero legítimo. El heredero se dice a sí mismo en cada frase, lleno de alegría y júbilo: ‘Esto es para mí, todo esto es para mí’”.

A esto añadiría que incluso son nuestras aquellas cosas que no nos incluyen directamente, como las promesas a Israel. Estas nos pertenecen en la medida en que aprendemos de ellas, nos fortalecen en la fe y nos revelan el plan divino. Necesitamos espíritu de revelación para conocer más a Cristo (Ef. 1:17). Busquémoslo de corazón, pues solo así nos fortaleceremos y conoceremos la riqueza de nuestra herencia.

Persecución
Hechos 9:23 dice: “Pasados muchos días, los judíos resolvieron en consejo matarle”. El Señor ya le había anunciado a Pablo este sufrimiento el día en que fue llamado: “Porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (v. 16). Tanto la gracia extraordinaria como el sufrimiento extraordinario formaron parte de la vida de Pablo, pero no se alternaban, sino que iban de forma paralela. Los muchos momentos de éxito siempre fueron acompañados de mucho sufrimiento. ¿Cómo fue entonces el victorioso ministerio de Pablo? (1 Corintios 15:57). Desde Hechos 9 hasta 2 Timoteo 4 la historia del apóstol fue de continuo sufrimiento. El hecho de que Dios le diera ánimo a través de una palabra profética, de ángeles o de hermanos, fue precisamente a causa de su sufrimiento: “[…] el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones” (Hch. 20:23).

La promesa a Pablo no fue: “Yo te daré un poder y autoridad extraordinaria, todos se postrarán a tus pies, te alabarán y se maravillarán de ti. Te daré abundancia de bienes materiales para que nunca tengas que trabajar, y allanaré todo camino delante ti. En todas partes desatarás grandes avivamientos”. No, sino que recibió lo siguiente: “Date prisa y sal prontamente de Jerusalén, porque no recibirán tu testimonio acerca de mí” (Hch. 22:18). El sufrimiento, la carencia, la enfermedad, la persecución y la tribulación lo acompañaron durante toda su vida. Hasta que finalmente fue ejecutado. 

Con respecto a su relación con la Iglesia, se dice de Pablo que estaba: “[…] confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch. 14:22).

Las señales milagrosas cesaron cuando el Evangelio se extendió fuera de Israel, alcanzando a los gentiles. La actividad milagrosa pasó a segundo plano, tomando más relevancia la oración y las instrucciones prácticas para la santidad. Por lo tanto, no debemos remitirnos únicamente a los Evangelios y a los Hechos, los cuales relatan muchos milagros. Con el fin de la época de los apóstoles, estos milagros cesaron en gran medida. Hebreos 2:4 limita la actividad milagrosa al tiempo apostólico; hoy contamos con la oración. Sin duda, Dios sigue haciendo milagros, pero no son comparables a los del pasado. Al no tener en cuenta esta realidad, muchos cristianos sufren, pues esperan que todo ocurra como en la época de los apóstoles.

Mayor franqueza
Hechos 9:28-29 dice: “Y estaba con ellos en Jerusalén; y entraba y salía, y hablaba denodadamente en el nombre del Señor, y disputaba con los griegos; pero estos procuraban matarle”.

En nuestra vida, como proclamadores del evangelio de Jesús, seremos probados una y otra vez. Por un lado, el Espíritu Santo hará que hablemos con franqueza y sabiduría, nos dará oportunidades para hacerlo y ampliará nuestros límites. Sin embargo, es probable que también haya mayor resistencia. Debemos ser conscientes de ello y no sorprendernos cuando esto ocurra, sobre todo si reconocemos la importancia del Evangelio y nos esforzamos por aplicarlo y transmitirlo, pues, como a Pablo, se nos ha sido confiado el mensaje de salvación.

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