La arrogancia de los ricos - Parte 1

Fredy Peter

Una interpretación de la Epístola de Santiago, parte 13: Santiago 5:1-6. Acerca de la perspectiva bíblica sobre la riqueza y la forma correcta de manejar el dinero.

En esta parte y la siguiente analizaremos un pasaje muy serio de la carta de Santiago. Es una de las advertencias más concisas y agudas en la Biblia contra el mal uso de las riquezas. Santiago expone aquí los pecados de la gente rica e impía, denunciando los abusos cometidos por los poderosos. Y también señala el resultado inevitable: el juicio de Dios. Es un mensaje que fue de mucha relevancia en aquel entonces y lo sigue siendo hoy.

Todos conocemos el dicho “El dinero mueve el mundo”. Creo que en ninguna generación anterior esto ha sido tan extremo como en la nuestra. En un juego de palabras se podría decir que hoy, “la regla de oro es que el oro es la regla”.

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con las tentaciones que nos presentan cada día los medios de comunicación y las redes sociales en relación con tener un elevado estándar de vida —por ello es tan actual el mensaje de Santiago. Dirigiéndose a todos los lectores de todos los tiempos, deja claras dos cosas en estos versículos: por un lado, la fugacidad y, en última instancia, inutilidad de los tesoros terrenales; y, por el otro, el carácter despreciable de quienes acumulan tesoros para sí y los dilapidan descaradamente. Con esto quiere advertirnos que no pongamos nuestras esperanzas y deseos en lo material.

Santiago utiliza palabras duras y categóricas; dice a los ricos de la época que: 1) han amasado sus riquezas con egoísmo, 2) las han aumentado con engaño, 3) las han despilfarrado con excesos y 4) las han usado sin escrúpulos. Por eso elegí el título La arrogancia de los ricos.

Me gustaría comenzar aclarando el tema de la riqueza desde el punto de vista de la Biblia. Llegaremos a la interpretación propiamente dicha del texto en la parte siguiente.

Hageo 2:8 nos da total claridad en cuanto al verdadero propietario de todas las riquezas: “Mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos”.

Todo lo que poseemos —sí, todas las riquezas de este mundo— le pertenecen a Dios. Esto significa, en sentido inverso, que somos solamente administradores; y es exactamente lo que enseña Jesús en la parábola de los talentos en Mateo 25:14 y subsiguientes. Si bien los talentos se pueden interpretar también en sentido figurado, aquí se trata de dinero. El amo les entrega a unos más y a otros menos para que administren bien lo que recibieron, sea mucho o sea poco. Si estamos descontentos con nuestra situación financiera, en realidad estamos acusando al Señor, porque expresamos con esto que Él no sabe lo que necesitamos. El problema de muchos cristianos con el dinero, lo resume Sören Kierkegaard con esta constatación: “Todo el problema viene de la comparación”.

Si nos comparamos con unos multimillonarios, puede resultar deprimente. Sin embargo, en comparación con la mayoría de las personas en este mundo vivimos probablemente bastante bien, teniendo más de lo básico para vivir.

Si todo el dinero le pertenece a Dios, entonces las riquezas no pueden ser fundamentalmente malas. Esta es también la razón por la que no encontramos ni un solo pasaje en la Biblia que diga que es pecado ser rico. Algunos de los grandes hombres de Dios en el Antiguo Testamento fueron muy ricos:

De Abraham leemos en Génesis 13:2: “Y Abram era riquísimo en ganado, en plata y en oro”. Job era el hombre más rico de Medio Oriente (Job 1:3). Y después de haber superado la prueba, fue bendecido por Dios con el doble de la fortuna que había tenido antes. David donó para la construcción del Templo oro y plata del valor de varios miles de millones, calculado en dólares (1 Crónicas 29:4). Su hijo Salomón fue el hombre más rico en la Tierra. Solo por los ingresos en oro, aumentaba su fortuna cada año por unos mil millones de dólares (1 Reyes 10:14, 23).

También en el Nuevo Testamento leemos de personas adineradas: José de Arimatea (Mateo 27:57), Lidia, la vendedora de púrpura (Hechos 16:14) o Filemón. En ningún momento la Biblia condena la riqueza. Hay incluso pasajes que la definen como bendición de Dios, como por ejemplo en Proverbios 10:22: “La bendición de Jehová es la que enriquece”. Y no olvidemos también la otra cara de la medalla: “…la mano de los diligentes enriquece” (Pr. 10:4).

Debemos evitar los dos extremos. En primer lugar, la exageración antibíblica de tener que ofrendar todo lo material al Señor. A veces se escucha la aseveración: “Jesús alabó expresamente a la pobre viuda que dio sus dos últimas monedas…”. Sí, Él lo hizo; sin embargo, el contexto muestra que se trataba de una dura acusación contra los fariseos, que se comían las casas de las viudas (Marcos 12:40). Y como prueba de que lo estaban haciendo, Jesús dio este ejemplo y concluyó con las palabras: “…pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (v. 44).

¿Y el joven rico en Marcos 10? Jesús le dijo que lo vendiera todo, ¿verdad? Vemos, sin embargo, que no se trata de una premisa general, sino de una exhortación personal. Este hombre debía desprenderse de todas sus posesiones terrenales porque había puesto su corazón en ellas. Lo material era su ídolo: quería servir a Dios y a las riquezas. En definitiva, no quería desprenderse de ellas. A causa de estas tristes circunstancias, Jesús pronunció las conocidas palabras: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Mr. 10:23).

El pastor y autor Fritz Grünzweig expresó así una seria advertencia: “No es necesario que alguien sea rico y tenga muchos bienes para hacer de lo material su ídolo y confiar en él para su seguridad”.

Esto nos lleva al otro extremo, que lamentablemente también se predica y se vive, a saber, la postura antibíblica de utilizarlo todo solo para uno mismo, según el lema: “¡Eres hijo del Rey, así que vive como tal!”, “Toma lo que puedas y disfrútalo. ¡Te lo mereces!”.

Esa era la esencia de la acusación contra el rico en Lucas 16, pues leemos de él: “…se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez”. Lo utilizaba todo solo para él y no hizo nada para aliviar el sufrimiento del pobre Lázaro delante de su puerta (versículos 19 y ss.).

¿En qué invertimos nuestros recursos financieros? Tendríamos que usar nuestros bienes, que nos fueron dados por Dios, para honrarlo a Él. Quisiera mencionar tres áreas al respecto:

En primer lugar, la familia cercana: “porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo” (1 Ti. 5:8). Debemos cuidar a la familia con nuestros bienes materiales y planificarlo como sabios administradores. Si podemos, apartemos una reserva para este fin. También los hijos tienen esta responsabilidad: “Pero si alguna viuda tiene hijos, o nietos, aprendan éstos primero a ser piadosos para con su propia familia, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios” (1 Ti. 5:4).

En segundo lugar, los que sufren: Se trata de las viudas y de los huérfanos que no tienen a nadie que los cuide; también de los débiles, enfermos y pobres. “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Jn. 3:17).

En tercer lugar, la extensión del Evangelio: “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (1 Co. 9:14), pensando en los predicadores, misioneros e instituciones cristianas. Pablo habla en 1 Corintios 16:2 de cómo debe ser la práctica neotestamentaria en cuanto a esto, y es interesante que no menciona el diezmo. Dice: “Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado”. Y en 2 Corintios 9:6 nos alienta: “El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará”.

En resumidas cuentas, entendemos que el dinero en sí no es pecaminoso, sino solamente lo que llegamos a hacer con él. También Pablo subraya este hecho: “Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto. Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores. (…) A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos” (1 Ti. 6:8-10, 17-18).

Ahí precisamente radica la dura acusación de Santiago: los ricos de entonces eran arrogantes, depositaban sus esperanzas en las riquezas volátiles, malversaban la bendición de Dios para una vida de excesos, no eran generosos y, en definitiva, no estaban dispuestos a compartir con los pobres. No se trata de un evangelio social según el cual hay que compartir la riqueza y quitársela a los ricos. Se trata de las formas torcidas en que se adquiere la misma y de los motivos egoístas con que se utiliza.

En la próxima parte, examinaremos este pasaje con más detalle y descubriremos sus advertencias prácticas y también proféticas para nuestras vidas.

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