¡Cristo lo es todo! (Filipenses 3:8)

Samuel Rindisbacher

Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo.” Filipenses 3:8.

En Filipenses 3:8, Pablo confiesa que Jesucristo lo es todo para él: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo”. Tengamos en cuenta que estas son las palabras de un hombre preso en una cárcel romana, que no sabe qué le deparará el día de mañana.

En el versículo anterior leemos: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo” (Fil. 3:7). Pablo se refiere aquí al tiempo anterior a su conversión. Había sido un rabino influyente y un fanático defensor de la ley judía. Pero ahora, mirando hacia atrás, considera su pasado como suciedad y basura en comparación a lo que tiene en Jesucristo.

Antes de su conversión sentía un odio extremo contra Cristo y perseguía con dureza a los cristianos. Su celo por la ley judía había superado al de todos sus correligionarios. ¿Cómo fue posible un cambio de paradigma tan radical en la vida de Pablo?

La respuesta es muy sencilla: tuvo un encuentro con Jesucristo. Aquel que nunca experimentó un encuentro personal con Jesús, no es capaz de entender lo que Pablo escribió en Filipenses 3:8. Lucas describe con las siguientes palabras el encuentro de Pablo con el Señor:

“Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén. Mas yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch. 9:1-5).

La pregunta de Pablo es interesante: “¿Quién eres, Señor?” La expresión Señor nos muestra cómo era consciente de la presencia de Dios. Estaba teniendo un encuentro personal con el Uno, el Santo. De repente, se cayó la venda de sus ojos. Entendió que aquel que le hablaba en el camino a Damasco no era otro que el Dios del Antiguo Testamento, el “YO SOY EL QUE SOY” (Éx. 3:14); era Yahveh en la persona del Señor Jesucristo, el cual se describió a sí mismo en el Evangelio de Juan, adjudicándose siete títulos divinos: “Yo soy el pan de vida” (Jn. 6:35, 41, 48, 51), “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 8:12), “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn. 10:7.9), “Yo soy el buen pastor” (Jn. 10:11, 14), “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn. 11:25), “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Jn. 14:6) y “Yo soy la vid verdadera” (Jn. 15:1, 5).

La respuesta debió impactar en gran manera a Pablo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch. 9:5). Fue con esta contestación que toda la vida de Saulo de Tarso, incluyendo sus valores, principios y metas, se derrumbó. Dios había extendido su mano hacia Pablo, alcanzándolo.

Cuando Dios llega a la vida de una persona, espera un sí de su parte. No somos títeres. Dios no obliga a nadie, sino que espera que consintamos por libre voluntad. Pablo finalmente lo hizo, se dejó alcanzar por Dios, convirtiéndose en un discípulo asido por Jesús y con una nueva meta de vida. Jesús llegó a ser el centro de su existencia. El Señor lo rescató de su propia justicia basada en las obras. Lo liberó de sus propios esfuerzos y le regaló el perdón, la redención, la esperanza y la vida eterna. Por esta razón, Pablo no quería más que “ganar a Cristo, y ser hallado en él” (Fil. 3:8, 9). Cuanto más permita que Cristo me asga, más grande será mi deseo de asirle a él. Como dice Pablo en Filipenses 3:12: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús”.

Unos versículos antes, el apóstol explica cómo esto es posible: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Fil. 2:5-8).

Pablo sabía que “asir a Jesús” significaba ser hechos conformes al sentir y carácter del Señor. Esto no siempre es fácil. Es una lucha, un camino de ejercicio, de renuncia, de aflicción y pruebas; sí, es el camino de la cruz. Pero solo si peleamos la buena batalla de la fe, obtendremos el premio. Se trata de un gran esfuerzo en la carrera de la fe, como expresó Pablo cuando dijo: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Co. 9:24-27).

Pablo quería asir a Jesús después de que el Señor lo había asido a él. Si quiero aferrarme a Cristo, debo aprender a poner mis pensamientos, mis sentimientos y mis impulsos a los pies de la cruz de Jesús. Muchas veces pensamos que ser un cristiano significa caminar por la vida sin grandes luchas. Esto no es cierto. Solo alcanzaré el galardón si lucho por él. Y hacerlo, implica esfuerzo, trabajo, sufrimiento y, por momentos, fracaso. Y si fracaso, siempre podré levantarme y volver a caminar con el Señor Jesús.

Como Pablo, deberíamos esforzarnos por asir al Señor.

Querido lector, pelea la buena batalla de la fe y no te dejes desanimar. Permanece en el camino y vive una vida de santificación, de entrega y de servicio a Jesucristo. El Señor Jesús te dará de su gracia para lograrlo.

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