Cómo el amor al mundo provoca conflictos con los demás y con uno mismo
Una interpretación de la Epístola de Santiago, Parte 8: Santiago 4:1-6. Sobre la verdadera fe, que se expresa en el rechazo del amor al mundo.
En la carta de Santiago, nuestra fe es puesta a prueba o “testeada”, por así decirlo. Aquí, cada uno de nosotros es llamado a hacer lo que dice Pablo en 2 Corintios 13:5: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos”. Según Santiago, la fe verdadera y auténtica se demuestra, en primer lugar, en las pruebas (Santiago 1:2-18); en segundo lugar, en nuestra relación con la Palabra de Dios (Santiago 1:19-27); en tercer lugar, en un amor imparcial, sin acepción de personas (Santiago 2:1-13); en cuarto, por nuestras obras (Santiago 2:14-26); en quinto, en nuestra forma de hablar (Santiago 3:1-12); en sexto, en la sabiduría, que se refleja en nuestro comportamiento (Santiago 3:13-18); y en séptimo, como trataremos de explicar en este artículo: en la fe verdadera, que se demuestra en el rechazo del amor al mundo; en una palabra: en nuestro trato con este mundo (Santiago 4:1-6).
Santiago explica que las luchas y disputas se originan en nuestro corazón y se manifiestan en el amor al mundo. Explica hacia dónde conduce esta mundanalidad: a tensiones, a la insatisfacción, falta de oración, motivos equivocados para orar, infidelidad espiritual a Dios y, en última instancia, a la enemistad con Él. Podemos resumir el texto bíblico en tres puntos: 1. Conflicto con los demás; 2. Conflicto con nosotros mismos; y, 3. Conflicto con Dios. La causa de estos conflictos es nuestro corazón y se manifiesta exteriormente en nuestro amor al mundo.
“¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:4). Nunca debemos olvidar, sin embargo, lo que deja claro Romanos 8:1: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”. Un cristiano verdaderamente nacido de nuevo es salvo para la Eternidad. Por lo tanto, claramente no es enemigo de Dios. La verdadera amistad con el mundo corresponde, en su esencia, a la naturaleza del no creyente. Examinemos entonces nuestro corazón, para ver dónde nos encontramos espiritualmente.
¿Qué es la amistad del mundo o el amor al mundo, la mundanidad, de la cual habla Santiago? ¿Tiene que ver con nuestras actividades de ocio? ¿Con las películas que vemos, las actividades a las que asistimos (deporte/baile), con los hábitos alimentarios que adoptamos? ¿Tiene algo que ver con la gente de la que nos rodeamos? ¿Tiene quizás que ver con nuestra forma de hablar o con lo que decimos? ¿O con nuestra forma de vestir? ¿Depende de cómo ganamos nuestro dinero? ¿Tiene que ver con lo que poseemos o proyectamos comprar?. El manejo de todas estas áreas puede revelar algo de nuestra mentalidad carnal cuando se examina a la luz de la Palabra de Dios. Todos experimentamos tentaciones en un área u otra, y luchamos contra ellas; pero la amistad y el amor al mundo implican una actitud fundamentalmente egocéntrica ante la vida, como se nos describe tan sucintamente en 1 Juan 2:15-16: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo”.
William MacDonald lo dice así en su Comentario al Nuevo Testamento: “El mundo aquí no es una referencia al orbe en el que vivimos, ni a la creación natural que nos rodea. Designa más bien al sistema que el hombre ha erigido en un esfuerzo por hacerse feliz sin Cristo. Puede incluir el mundo de la cultura, el mundo de la ópera, del arte, de la educación —en suma, cualquier círculo en el que el Señor Jesús no es amado ni bien acogido. Alguien lo ha definido como ‘la sociedad humana hasta allí donde está organizada en base de principios falsos, y caracterizada por deseos bajos, valores falsos y egoísmo’”. El mundo es, pues, el sistema que el hombre se ha construido para satisfacer la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida. En este sistema no hay lugar para Dios ni para su Hijo. En resumen, no tiene nada en común con la verdadera Iglesia.
Es muy importante que entendamos los conceptos “egocéntrico” y “cristocéntrico”. En el egocentrismo, todas las cosas giran en torno a uno mismo, al ego (“yo” en griego). No es Dios quien gobierna, quien está sentado en el trono del corazón, sino yo mismo, mi ego. Un corazón así se caracteriza por la autocompasión, el autodesprecio, el amor propio, la extrema autoestima y autoconfianza, la autorrealización, la autodeterminación, el autoelogio y la autoglorificación… todo ello conduce a la búsqueda de una satisfacción egoísta de sí mismo y a menudo termina en la autodestrucción. Este es el orgullo, el pecado original del diablo. Todos los demás pecados proceden de esta fuente. Y el respeto por uno mismo, la autocrítica, la moderación y el sacrificio por los demás se quedan en el camino.
“En última instancia, se nos deja elegir entre el deseo de agradar a Dios o el de agradarnos a nosotros mismos; un mundo en el que el amor propio es el objetivo último, termina en un campo de batalla”, dice William Barclay en su interpretación de Santiago. El apóstol lo confirma en el capítulo 3:16: “Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa”. Y esto eso conduce a los…
Conflictos con otros
“¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?” (Stg. 4:1).
Las guerras son estados de hostilidad prolongados, y los pleitos, muchas veces, son estallidos de conflictos personales. Santiago escribe sobre acontecimientos reales del cristianismo judío de aquella época en el cual, evidentemente, había profundas discordias: “…las guerras y los pleitos entre vosotros”. Probablemente se trataba de luchas y disputas similares a las que se produjeron entre los fariseos y Jesús en los Evangelios. Sin embargo, no se nos revela ninguna causa concreta, solo el origen. El propio Santiago lo nombra: “¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?”.
Por miembros no entendemos los miembros de la iglesia, ni los 248 huesos del cuerpo humano, sino, en última instancia, el corazón humano corrupto, nuestra naturaleza caída: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez” (Mr. 7:21-22; cf. Romanos 7:18, 23).
El término hedonismo procede de la palabra griega hedonon, que Santiago traduce como “pasiones” (4:1). El hedonismo “es una actitud egoísta ante la vida, orientada únicamente hacia los placeres momentáneos” (Wikipedia). Y sus consecuencias son los:
Conflictos con uno mismo
Del egocentrismo surgen frustración y decepción con terribles consecuencias si lo que uno desea no se materializa inmediatamente. Esto es exactamente lo que ocurrió en la vida del rey David. 2 Samuel 11 describe su adulterio con Betsabé: vio, tomó y mató.
“Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis…” (Stg. 4:2).
¡Qué énfasis triplemente negativo! No tienen, no pueden alcanzar y no tienen lo que desean. Forma un interesante triple contraste con Mateo 7:7: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá”.
La estructura de los dos primeros versículos de Santiago 4 podría resumirse así: las guerras y los pleitos proceden de deseos equivocados; y los deseos frustrados conducen a guerras y pleitos. El yo quiere más reconocimiento, mayor estatus, más dinero y posesiones, cueste lo que cueste; y esto significa luchas y conflictos. El pensador judío-helenista Filón de Alejandría († 40 d.C.) dijo: “Todas las guerras tienen una causa: la codicia, ya sea de dinero, fama o placer”.
¡Cuánta verdad en estas palabras!
Por último, el versículo 3 nos muestra los problemas más comunes de la oración:
En primer lugar, la falta de oración: “…no tenéis lo que deseáis, porque no pedís”. ¿Estamos orando?
En segundo lugar, oramos por las cosas equivocadas: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal”. No se trata de nuestra elocuencia, sino del objetivo que tenemos al orar. Algunas personas oran por la paz, la salud, el bienestar y la felicidad. Aunque todo esto está bien, sus corazones están dirigidos hacia lo que Dios da, no hacia Dios mismo. No les preocupa el honor del Señor, la gloria de su Nombre, su Reino y, desde luego, tampoco Su voluntad. ¿Terminamos nuestras oraciones en nuestra cámara secreta con las palabras: “Señor, hágase tu voluntad” (Mateo 6:10)? ¿Oramos tal como nos instruye Santiago: “Pero pida con fe, no dudando nada” (Stg. 1:6)?
Tercero, oramos con una motivación falsa: “…para gastar en vuestros deleites”. Para muchos, Dios es una máquina de los deseos, un ayudante para realizar nuestros proyectos egoístas. Y esto revela, una vez más, el gran error y el carácter antibíblico del así llamado “evangelio de la prosperidad”: “Ora por lo que quieras: éxito en tu trabajo, un mejor vehículo, una casa más grande, ropa más bonita, más prosperidad… pues ¡un padre que ama a sus hijos por encima de todo no les negará lo que piden!, ¿no te parece?” Oh, sí, ¡un padre amoroso hace exactamente eso! Niega a su amado hijo muchas cosas que no son buenas para su desarrollo.
La frase “…para gastar en vuestros deleites” nos describe el puro egoísmo y hedonismo. Es el ansia de satisfacer los propios deseos. ¿Y si no obtenemos lo que deseamos y pedimos en la oración? ¿Entonces qué? Entonces simplemente deberíamos someternos a la voluntad de Dios. Más bien, oremos para liberarnos de todos los deseos y peticiones egoístas y confiemos en que Él nos dará lo que realmente necesitamos. Tomémonos a pecho la afirmación de David: “Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón” (Sal. 37:4).
Este es el orden correcto, el único verdadero. Da gracias por todo lo que tienes y recibes (Romanos 8:28). Deja que el Señor te dé todo lo que realmente necesitas, esto aporta satisfacción y serenidad, que ya no dependen de las personas ni de las circunstancias, sino del Dios vivo.
Analizaremos el tercer punto del texto, a saber, Santiago 4:4-6 (el conflicto con Dios), en el próximo número. Hasta entonces, preguntémonos: ¿En quién me deleito? ¿En mí mismo o solo en el Señor? Pues aquí es donde se demuestra la verdadera fe. Los efectos son diametralmente opuestos: guerras y pleitos (Santiago 4:1), conflictos con los demás, conflictos con uno mismo —o como dice Santiago un versículo antes: paz con los demás y con uno mismo. “Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Stg. 3:18).