Aprender a creer de las madres
Lo que podemos aprender de la intransigencia espiritual de alguien como Eva, la firmeza espiritual de Ana, el carácter intransigente de Sara, la diversidad de Débora, la devoción de María y el amor de Dios.
La escritora Kate Douglas Wiggin dijo una vez: “La mayoría de las cosas maravillosas vienen de dos en dos, de tres en tres, de docenas en docenas, de cientos en cientos. Hay muchas rosas, estrellas, puestas de sol, arco iris, hermanos y hermanas, tías y primos. Pero en todo el mundo solo hay una madre”.
Nada funciona sin las madres, ellas dan forma a nuestras vidas y a nuestro lenguaje coloquial. Hablamos de “Madre Naturaleza”, “Madre Tierra”, “Madre Tornillo” (Tuerca sería para los de habla hispana y en alemán se dice así a la tuerca, porque lo mantiene todo unido), “Madre Teresa”, “Corporación Madre”, “Lengua Materna”...
La Biblia nos presenta a algunas madres extraordinarias, incluidas algunas que no tuvieron hijos biológicos. De su ejemplo podemos aprender y animarnos.
Eva
La primera madre mencionada en la Biblia es Eva. Tras la caída y la promesa de un Salvador (Gn. 3:15), Adán le da a su mujer el nombre de Eva, designándola así como madre (Gn. 3:20), porque Eva significa “dadora de vida”. Se convirtió en la progenitora de todos los pueblos (Hch. 17:26) y en la portadora de la promesa del Redentor. Con este nombre también queda claro que Adán y Eva creyeron en la promesa de Dios y la reclamaron para sí.
Como resultado de su fe, el perdón se hizo efectivo y vemos una prefiguración sombreada de Jesús: “Y el SEÑOR Dios hizo vestiduras de piel para Adán y su mujer, y los vistió” (Gn. 3:21 - LBDLA).
Hay que señalar que la palabra “piel” está en singular en las traducciones bíblicas más precisas. Un animal para todos, un sacrificio para todos, es decir, un Jesús para todos, una salvación para todos. “…no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál. 3:28).
En consecuencia, el orden es: comienza con la promesa, le sigue la fe y esta conduce al perdón.
Eva vivió con la promesa de Génesis 3:15. —“Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: Por voluntad de Jehová he adquirido varón” (Gn. 4:1). Concibió y dio a luz al primer hijo humano de la historia del mundo. Es muy probable que creyera que su primogénito aplastaría la cabeza de la serpiente. Por eso dice: “Por voluntad de Jehová he adquirido varón”; ella pensó que él era el cumplimiento de la promesa.
Pronto se desvaneció su esperanza. En lugar de que su primogénito aplastara la cabeza de la serpiente y se convirtiera en el Salvador, la serpiente tentó Caín para que asesinara a su hermano Abel. Fue un duro revés; pero Eva no renunció a su fe viva. Volvió a quedar embarazada y dio a luz a otro hijo. Le puso el nombre de Set, que significa “sustituto” o “en lugar de” (Gn. 4:25).
No fue Adán quien eligió el nombre de su hijo, sino Eva. Ella le puso Set. De nuevo, asoció a su hijo con Dios y la salvación. Más tarde, Set tuvo un hijo llamado Enós, y dice: “Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová” (Gn. 4:26). Esta fue la primera iglesia que surgió en este mundo, mucho antes que Israel, e incluso antes de la iglesia de judíos y gentiles.
¿Qué aprendemos de Eva? Es la imagen de una madre, creyó en la Palabra de Dios, se sometió a la redención, esperó sin cesar, era una luchadora y que siempre tenía presente a Dios y su redención. Todo lo hacía en esta perspectiva. Fue decepcionada, tuvo que retroceder en sus expectativas, pasó penurias, su esperanza se hizo añicos. Un hijo se convirtió en lo contrario de lo que ella había esperado con fe. Y, sin embargo, no se rindió, su fe no cesó, y finalmente se convirtió en la vencedora.
¿No son nuestras madres las luchadoras? Cuántas veces se han sentido decepcionadas, las hemos engañado, quizás incluso hemos luchado contra ellas; pero son nuestras madres las que no se rinden, las que siguen creyendo, amando, teniendo presente al Señor y levantándose. Han sacado adelante a la familia en tiempos difíciles. Han renunciado, llorado, vencido, no se han rendido y siguen amando a través de las decepciones, porque han continuado creyendo. Ellas han demostrado ser increíblemente fuertes. Como dijo Johann Peter Zu: “El mundo debe infinitas cosas a las madres”.
Ana
Un refrán dice: “Tu madre es la única persona en tu vida que te amó cuando aún no te conocía”.
En los capítulos del 1 a 3 de 1 Samuel está la historia de Ana. No pudo tener hijos y sufrió mucho. Por ello, otra mujer se burló de ella, la irritaba, ofendió y humilló. Su marido, Elcana, se tomó el asunto a la ligera y no comprendió su gran penuria. Él la amaba, era también un hombre piadoso y le hacía regalos, pero no podía hacer frente a la situación y seguía siendo superficial. Su reacción ante su angustia fue: “...Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos?” (1 S. 1:8).
Elcana era un mal consejero y Ana estaba sola en su angustia.
¿Cómo lo hacemos nosotros, los hombres? ¿Comprendemos a nuestras mujeres? ¿Nos compadecemos de sus necesidades interiores? ¿Somos empáticos? ¿No somos a menudo demasiado superficiales y no hacemos un verdadero esfuerzo por ayudarlas? Las amamos, pero somos demasiado torpes, no sabemos afrontar la situación y solo pensamos en nosotros mismos. En la Biblia no se dice a las mujeres que amen a su familia, porque eso es lo que hacen normalmente. A los hombres se les dice: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5:25).
Ana estaba sola, pero a su vez no; acudió a Dios con su necesidad. “Ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente” (1S. 1:10). El sacerdote Elí tampoco la entendió, porque ella oraba en su corazón y no se escuchaba ninguna palabra; al principio interpretó mal la situación.
Pero Dios la entendió bien y escuchó su oración. Quedó embarazada y dio a luz un hijo, y ella (no su marido) le puso por nombre Samuel: “Pedido del Señor”. Ana tenía un objetivo en mente con su hijo, no se oía mucho de Elcana. Ella era la relevante. Oró para que su hijo perteneciera al Señor todos los días de su vida, se presentara ante Él y permaneciera allí para siempre (1S. 1:11,22). Y así, más tarde, lo llevó a la casa del Señor (v. 24) y le dijo al sacerdote Elí: “Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová. Y adoró allí a Jehová” (v. 28).
Ella oró por su hijo, lo educó y le proporcionó el entorno adecuado. Se tomó todas las molestias de ello. Es tan importante que nuestros hijos entren en la casa del Señor lo antes posible. Pensemos en las diversas oportunidades a través de las clases para niños, el grupo de jóvenes, los campamentos, los servicios de la iglesia…
Ana sufría por no quedar embarazada, pero suplicaba y luchaba por tener un hijo. Pero cuando lo recibió, estaba ansiosa por dejarlo ir para el Señor —¿No son así justamente las madres? ¿No les corresponde a ellas la mayor parte cuando los hijos encuentran el camino hacia el Señor, y no son ellas las que más sufren cuando esto aún no ha sucedido?
Hay una hermosa palabra en el Nuevo Testamento: “Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Ti. 3:15). La palabra griega para niño aquí también puede significar un infante, incluso un embrión. ¿Por qué? Son las madres las que ponen repetidamente las manos sobre el vientre, oran y cantan, siendo así que pasan la mayor parte de su tiempo con los niños.
Sara
No es raro que cuando el hombre se queda sin argumentos, insista en que la mujer debe someterse, sin saber lo que eso significa en realidad. La Biblia no nos enseña que las mujeres no tengan nada qué decir y no deban abrir la boca. Donde a veces los hombres se retiran silenciosa y cobardemente, ellas dan un paso al frente. Las mujeres o las madres suelen ser incondicionales: “…trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también” (2 Ti. 1:5).
Curiosamente, en referencia a la Jerusalén celestial, Pablo dice: “Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre” (Gál. 4:26). El tipo terrenal de la Jerusalén celestial en este contexto es Sara. Ella vio que la relación entre Ismael, el hijo de la criada, y su hijo Isaac iba mal. Tampoco terminaría bien espiritualmente si permanecían juntos. Ella tenía una relación con Dios y debía intervenir como madre. Así que fue a Abraham y le exigió: “…Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo. Este dicho pareció grave en gran manera a Abraham a causa de su hijo. Entonces dijo Dios a Abraham: No te parezca grave a causa del muchacho y de tu sierva; en todo lo que te dijere Sara, oye su voz, porque en Isaac te será llamada descendencia” (Gn. 21:10-12).
Dios le dio la razón.
Esto suena como si Sara llevara los pantalones puestos, pero no fue así, como se dice en 1 Pedro: “…como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor;…” (1 Pe. 3:6). La obediencia y la sumisión no significan que las mujeres no puedan opinar. Nosotros, como hombres, también debemos tener el valor de escuchar, sopesar los argumentos y otorgarles la razón donde ellas la tengan.
Débora
“Las aldeas quedaron abandonadas en Israel, habían decaído, hasta que yo Débora me levanté, me levanté como madre en Israel” (Jue. 5:7).
Débora fue una madre para todo Israel, y una bastante resuelta. “Resuelta” significa valiente, decidida, enérgica. Estaba casada, poseía tierras, era jueza y profetisa (Jue. 4-5). Probablemente no tuvo hijos. Solo se menciona a su marido, y quizá por eso se hacía llamar “madre en Israel”.
Dios llamó a Barac a la guerra contra los enemigos de Israel. Este se dirigió a Débora y le dijo: “…Si tú fueres conmigo, yo iré; pero si no fueres conmigo, no iré” (Jue. 4:8). Su respuesta fue: “Iré contigo; mas no será tuya la gloria de la jornada que emprendes, porque en mano de mujer venderá Jehová a Sísara” (Jue. 4:9). Y así sucedió: la mano de una mujer llamada Jael mató al comandante del ejército cananeo Sísara.
Las mujeres dirigen una empresa familiar. Son diversas como Débora. Nada es demasiado para ellas: lavar la ropa, hacer las compras, llevar a los niños al colegio, el hogar, hacer mandados o recados, cocinar, llamadas telefónicas, consolar, contar historias, orar, estar dispuestas siempre y para todos. Como dijo Henry Ward Beecher: “El corazón de la madre es el aula del niño”.
María
“Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María,…” (Mt. 2:11).
Habría mucho que decir sobre María, pero me gustaría destacar tres cosas. En primer lugar, María reposaba en la voluntad de Dios: “Entonces María dijo: He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra. Y el ángel se fue de su presencia” (Lc. 1:38). Esta respuesta nos trajo al Salvador, al que Eva ya esperaba. María tenía miedo, no sabía lo que le pasaba, se sentía demasiado diminuta para esta promesa infinita. Es decir, llegó a sus límites. Pero pudo tomar una decisión de fe, y lo hizo con consecuencias incalculables y gloriosas —aunque se las llame “el sexo débil”, son las mujeres las que nos traen al Señor Jesús una y otra vez en nuestras familias. El renacimiento espiritual de un niño se debe a menudo a la devoción de una madre.
En segundo lugar, María soportó muchos sufrimientos por su Hijo, como le había anunciado el profeta Simeón en vista de la crucifixión del Señor: “…(y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lc. 2:35). Pasaría por momentos de dolor, miedo y horror. Vería a su hijo colgado y torturado en la cruz. ¿No son las madres las que más sufren en momentos así? Por los hijos perdidos en la guerra, los hijos que abandonan el camino del Señor o cuando lloran en silencio la enfermedad y la muerte. Pero también son ellas las que presencian la resurrección, el gran final feliz. Después de la resurrección de Jesús, dice: “Todos éstos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hch. 1:14).
En tercer lugar, María señaló a Jesús: “Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que os dijere” (Jn. 2:5). A menudo las madres, más que algunos padres, se centran en la voluntad del Señor. Están para educar a los hijos en la obediencia al Señor. Y cuando es así, se producen milagros, como en las bodas de Caná.
“Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, Y no desprecies la dirección de tu madre; Porque adorno de gracia serán a tu cabeza, Y collares a tu cuello” (Pr. 1:8-9).
Dios
La Biblia llama a Dios “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Cor.1:3). Sin embargo, cuando se trata de consolar, el Señor habla de sí mismo con la imagen de una madre: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo” (Is. 66:13). Pablo habla de modo similar: “Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos” (1 Tes. 2:7).
Y así aprendemos de la intransigencia espiritual de alguien como Eva, la determinación espiritual de Ana, la intransigencia de Sara, la diversidad de Débora, la devoción de María y del amor de un Dios consolador.