¿Quién pertenece al Señor?

Moisés, un varón de Dios

¡Que él fue un varón de Dios, es cierto! Pero, primeramente, Moisés fue un niño israelita adoptado por una hija del faraón. De esta manera llegó a ser un hombre “enseñado en toda la sabiduría de los egipcios”. Su carácter era iracundo, de tal modo que se convirtió en un homicida. Eso pasó cuando quiso vengarse de un egipcio que injustamente había golpeado a uno de sus hermanos hebreos. Ese acto de violencia ocasionó su huida, y este hombre ilustre llegó a ser un pastor de ovejas. Mas, en el desempeño de ese modesto trabajo, durante decenas de años, su carácter fue transformado, de manera que más tarde leemos que él fue un hombre muy humilde; sí, el varón más manso sobre la tierra (Nm. 12:3). En la soledad, aprendió a escuchar la voz de Dios. También se podría expresar así: en su aislamiento del mundo, ¡Moisés experimentó la gracia restauradora de Dios! Aún más, él fue llamado a ser un instrumento de Dios.

Moisés se nos presenta desplegando sus cualidades de sacerdote e intercesor. Dios le dio una autoridad excepcional para enderezar al pueblo apóstata. ¿Por qué falta hoy día esa autoridad? La causa, sin lugar a duda, está relacionada con la falta de oración en la Iglesia de Jesús, y esta, a su vez, es causada por el hecho de que muchos cristianos tienen su “becerro de oro”. Por eso el Señor también busca hoy a personas como Moisés, que, después de haberse dejado convencer y corregir personalmente, no solo se lanzan a la brecha a favor de un mundo perdido, sino también a favor del pueblo de Dios, por los miembros del cuerpo de Jesús, por aquéllos que han tropezado en el camino hacia la patria celestial. Quiera el Señor que esta siguiente exposición de Wim Malgo lleve a cada uno de los lectores a un auto examen crítico; y quiera el Señor encontrar a personas que quieran ser sacerdotes auténticos, ¡con plena autoridad!

Quién pertenece al Señor

“Y viendo Moisés que el pueblo estaba desenfrenado, porque Aarón lo había permitido, para vergüenza entre sus enemigos, se puso Moisés a la puerta del campamento, y dijo: ¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví” (Éx. 32:25-26).

La Biblia de las Américas traduce ambos versículos en una forma más directa: “Y viendo Moisés al pueblo desenfrenado, porque Aarón les había permitido el desenfreno para ser burla de sus enemigos, se paró Moisés a la puerta del campamento, y dijo: El que esté por el Señor, venga a mí. Y se juntaron a él todas los hijos de Leví.” Martín Lutero traduce el llamado de Moisés así: “¡a mí, el que pertenece al Señor!”

Esas palabras dijo Moisés después de haber permanecido cuarenta días y cuarenta noches en la presencia de Dios, al encontrar a su regreso al pueblo de Israel en un estado espiritual extremadamente deteriorado.

Anteriormente habían sucedido grandes cosas con Israel: la salvación de la esclavitud de Egipto por la mano poderosa del Dios Altísimo, y esto por medio de la sangre de un cordero. La redención de la esclavitud se había hecho realidad e Israel se encontraba en el camino hacia la tierra prometida.

Esta es hoy la experiencia espiritual de todos aquellos que, a través de la fe en Jesucristo, son salvos por la sangre del Cordero, el Hijo de Dios. Eso es lo fascinante: que todo lo que sucedió y sucede en Israel acontece para ser nuestro ejemplo. Así lo dice 1 Corintios 10:6. Por eso, todos los que son renacidos, asimismo pueden testificar: “Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros” (Sal. 126:3). Porque no­sotros también somos redimidos del poder de las tinieblas, que en el Antiguo Testamento es representado por Egipto. Y así también experimentamos Colosenses 1:12-14: “Con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados”.

Ahora vemos al Israel redimido bajo la dirección de Moisés, siervo de Dios, yendo al pie del monte Sinaí. Ahí sucede lo tremendo y singular, pues Dios mismo habla a Moisés con gran voz desde ese monte, y todo el pueblo lo escucha y se atemoriza: “Y Moisés sacó del campamento al pueblo para recibir a Dios; y se detuvieron al pie del monte. Todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía en gran manera. El sonido de la bocina iba aumentando en extremo; Moisés hablaba, y Dios le respondía con voz tronante” (Éx. 19:17-19). Es  maravilloso lo que Dios hace con Israel a través de Moisés, mediador del Antiguo Pacto, de manera que Moisés exclama, cuarenta años más tarde, en el final de su vida: “Porque pregunta ahora si en los tiempos pasados que han sido antes de ti, desde el día que creó Dios al hombre sobre la tierra, si desde un extremo del cielo al otro se ha hecho cosa semejante a esta gran cosa, o se haya oído otra como ella. ¿Ha oído pueblo alguno la voz de Dios, hablando de en medio del fuego, como tú la has oído, sin perecer?” (Dt. 4:32-33). Repito: todo eso ha sucedido como ejemplo para nosotros, pues Dios habla a través de la Biblia, Su Palabra, que, inspirada por el Espíritu Santo, es hecha viva en nuestros corazones. La Biblia nos habla incluso muy personalmente a nosotros. Sin embargo, Israel decayó rápidamente en su confianza en el Señor, a pesar de que Él había hecho cosas tan grandes con ellos: “Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron” (Heb. 4:2).

Habiendo hablado Dios desde el Sinaí, y habiendo dado los diez mandamientos, Moisés se va del pueblo de Israel redimido y santificado a través de la Palabra y desaparece en lo oscuro, en donde Dios estaba: “Y entró Moisés en medio de la nube, y subió al monte; y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches” (Éx. 24:18). El pueblo esperaba abajo por su regreso. ¡Cuán exacto es el paralelismo profético con el Mediador del nuevo pacto, nuestro Señor Jesucristo! En relación con Él, y para nosotros, fue escrito anticipadamente a este respecto en Hebreos 12:18, 22-25: “Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad.(...) Sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y la sangre rociada que habla mejor que la de Abel. Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos”. ¡Estas últimas ­palabras son una seria advertencia a nosotros, a ti y a mí!

Así como Moisés ¡cuán maravillosa y exacta es la profecía!  desapareció en una nube a la vista del pueblo, así también desapareció nuestro Mediador, nuestro Señor Jesucristo, ante los ojos de sus discípulos en una nube: “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (Hch. 1:9). Desde entonces Él está con Su Padre.

Moisés estuvo ocupado cuarenta días y cuarenta noches en la presencia inmediata de Dios recibiendo instrucciones al respecto de la casa Paternal con sus muchas moradas que habría de estar sobre la Tierra. Porque Dios, a través del tabernáculo, quería morar en medio de Su pueblo. Por eso le dio a Moisés todos los detalles sobre cómo debería ser edificado y qué utensilios deberían estar en él. Cada israelita debería poder comparecer allí ante Su rostro, apoyado sobre un sacrificio entregado por sus pecados. ¿Y el Señor Jesús? Antes de que Él se dejara a sus discípulos, les dijo lo que haría después de Su ascensión: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:1-3).

Nosotros vivimos justamente en el mismo período que Israel en aquel entonces, al pie del monte Horeb, cuando esperaban el regreso de Moisés. ¡Nosotros esperamos a Jesús! No sabemos exactamente lo que ocurría en los corazones de aquellos miles de hijos de Israel, mientras Moisés estaba con Dios. Sabemos que esperaban su regreso. También sabemos que en el corazón del esperanzado Israel surgió la misma situación que puede surgir en nosotros, los que esperamos: “Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron” (Mt. 25:5). Este dormitar, a pesar de estar tan cerca la pronta venida del Esposo, es un despertar para la idolatría. Por eso nos exhorta Juan en su primera carta en el capítulo 5:21: “Hijitos, guardaos de los ídolos.” (Compare 1 Co. 10:14). Como una versión alemana lo traduce: “¡Queridos hijos, guardaos de las figuras engañosas!”. Pero, justamente esto fue lo que no hizo Israel, pues se nos relata  y aquí una vez más tenemos una concordancia con el Nuevo Testamento: “Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido” (Éx. 32:1). La Biblia de las Américas traduce así: “Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba en bajar del monte, la gente se congregó alrededor de Aarón, y le dijo: Levántate, haznos un dios que vaya delante de nosotros; en cuanto a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido.” Así que, la misma situación: “Moisés tardaba” – “Tardándose el esposo.” La demanda de Israel nos muestra cuán proféticamente está ajustado a nuestro tiempo esta apostasía voluntaria de Israel mientras esperaba el regreso de Moisés y, también, su deseo de tener una respuesta de Dios quien antes tan claramente había les hablado: “Levántate, haznos dioses.” Es decir , yéndose del Dios invisible y de Su Palabra, hacia las visibles “imágenes engañosas”. Eso es exactamente lo mismo que pasa en nuestros días. El que no conoce nuestro tiempo es ciego. El cristianismo con pocas excepciones se volvió de su Señor invisible a las “figuras engañosas”. En EE.UU., por ejemplo, ya casi  no se leen libros; el video y la televisión los han suplantado. Cuando la imagen hace a un lado la Palabra, el hombre es incapaz de creer. El título de un libro lo describe certeramente Cuan­do la imagen mata la palabra. Y lo que eso provoca es descrito, entre otras cosas, en ese libro así:

Cuando la imagen mata la palabra, el pensar creativo del hombre es destruido lentamente, pero con seguridad, mortalmente . Casi no se pregunta más por incentivos espirituales y “trabajo mental” en palabras. Ahora solo es aceptado lo que se presenta visiblemente, o sea, lo que es ofrecido en imágenes. Nunca una tecnología de­sarrollada para propagar un ideario ha dominado en tales proporciones a las masas como la pantalla. El profesor norteamericano de medios de comunicación, Neil Postman, levanta su voz amonestadora, porque la sociedad del mundo occidental está presta a “convertirse de una cultura dominada por la palabra a una cultura dominada por la imagen”. ¿Cuánto mayor es el peligro cuando los cristianos dejan la Palabra, y corren tras lo todo penetrante, todo el súper potente culto a las imágenes de su época? Tanto las diferencias así como los efectos de la palabra versus la imagen se hacen evidentes en la lucha de aquellos, que no se quieren dejar vencer, que se trata de la lucha “contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad”. El único camino de la vida se sostiene inquebrantable ante el embate de las olas de las corrientes del tiempo y de las modas: “¡Así que la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios!”

Lo que indujo a Israel a esa terrible apostasía, hacia esa “figura engañosa”, mejor dicho,  figuras engañosas, fue, en primer lugar, su ignorancia respecto al tiempo del regreso de Moisés: “porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido” (Éx. 32:1b). El llamado a Aarón: “Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros” no es otra cosa que: “Queremos ver a Dios”. Aquí, entre bastidores, podemos ver lo que hoy sucede en el mundo invisible: allí el Señor está intensamente activo por nosotros, preparándonos una morada, e intercede ante el Padre por nosotros, haciendo petición por nosotros (Heb. 7:25). ¿Y nosotros? Nuestra conducta es reflejada en el comportamiento de Israel.

Mientras los hijos de Israel murmuran sobre la ausencia de Moisés, este permanece en la soledad con Dios, en el diálogo sobre la salvación del pueblo. Mientras tanto, ellos pierden sus esperanzas en el invisible y lejano Dios, como si Él no se acordora de ellos, como si Él no fuera capaz de llevar a cabo su salvación ya iniciada. Dios estaba declarando a Moisés el plan de salvación para ellos. Mientras ellos recurren a la autoayuda para fabricarse una prenda visible de la presencia de Dios, Dios ya ha manifestado a Moisés el lugar y los símbolos de Su presencia entre ellos. Sí, le confió a su mediador la Palabra visible como símbolo de Su gracia, llamamiento y presencia para ellos. Dios sabe acerca del deseo del corazón del hombre de estar en Su cercanía, pero Él lo satisface de una forma diferente de como el hombre se lo imagina.

En eso los israelitas no piensan en un nuevo Dios, sino buscan la palpable cercanía del mismo que los salvó de la esclavitud, un símbolo palpable de Su presencia, bajo el cual se pueda estar seguro de Él. En el principio no se rebelan contra Su forma de hablar a ellos a través de la revelación y la palabra, ni contra Moisés, Su vocero. Pero Su revelación y Su vocero, Moisés, se han enmudecido. “...Porque a este Moisés, ...no sabemos qué le haya acontecido.” No quieren destituir a su mediador, sino quieren tener un sustituto para el desaparecido. No desechan los mandamientos de Dios abiertamente, pero no se dan cuenta de que desobedecen el mandamiento que prohíbe la degradación de la santa majestad de Dios a la forma de una criatura: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza”. Tampoco se percatan, de que ya antes, en vez de aferrarse a Dios, se aferraron a su instrumento, el hombre, haciendo de él un ídolo: “...Este Moisés, ...que nos sacó de la tierra de Egipto.” No están conscientes de que desechan a Dios al querer tener algo tangible en lugar de Su Palabra. Porque lo que es visible, se hace palpable.

La precisa e incorruptible información en Génesis 3:6 nos manifiesta claramente que la caída en el pecado se desarrolló exactamente en esa misma manera: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella”. ¡Eva apartó su mirada del Dios invisible y la dirigió a lo visible!

El más grande conocedor de los hombres, de todos los tiempos, Jesucristo, sabía muy bien de la directa relación del mirar de los ojos con la totalidad del ser humano caído en pecado y dominado por él. De allí Su especial advertencia: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5:27-28).

Con la misma consecuencia, ya en el Antiguo Testamento eran clasificados como adúlteros aquellos que con sus ojos se iniciaban en ser apóstatas del Dios invisible, cuando Israel apartó su vista del Invisible, de Aquel que le había dado Su Palabra y puso su mirada en los ídolos. De esa manera, el Dios vivo trae pesares sobre los hombres de Su pueblo a través del profeta Ezequiel, y dice: “Y los que de vosotros escaparen se acordarán de mí... porque yo me quebranté a causa de su corazón fornicario que se apartó de mí, y a causa de sus ojos que fornicaron tras sus ídolos...” (Ez. 6:9). Así, hoy la computadora (internet) o el televisor son levantados como altar a los ídolos en casi cada casa en medio de la familia (o también a escondidas). Cuán cerca está la Iglesia de Jesucristo de dejar forjar cada vez más su mirada por este centellear, resplandor de los altares hogareños por el casi irresistible poder del servicio de entretenimiento sobre “la mirada hacia afuera”. Y con esto en gran parte se torna incapaz para “la mirada hacia adentro”, así, finalmente, se hace lugar una ceguera completa para la tercera y más importante dimensión, “la mirada hacia arriba”. Cuán lejos ya se han deslizado los creyentes en la general y propagada apostasía, de la cual no se ha dado cuenta la mayor parte de las personas, y miran a lo visible, en vez de mirar, o mejor dicho, aferrarse al Invisible.

Aquí oigo en espíritu la palabra del Señor de Lucas 18:8, en vista del postrer tiempo: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”. Así se plantea la pregunta: ¿quién pertenecerá al Señor, cuando Él vuelva, si la apostasía ya abarca a una parte muy grande del pueblo de Dios; cuando la vida ya no es orientada por la Palabra de Dios, sino mucho más por el espíritu del adulterio moderno? Él, nuestro Señor Jesucristo, claramente nos prometió: “Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra” (Ap. 3:10).

Mas, ¿quién aún guarda la Palabra del Señor hoy? ¿Quién, por ejemplo, aún se sujeta a la Palabra, que dice: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Dt. 22:5)? ¿Quién aún lo toma en serio? Y tú, que quieres leer tu suerte en el horóscopo; tú que en una sesión espiritista has consultado a los muertos, tú que has ido a un adivino: tú no “has guardado la Palabra”. Porque así habla el Señor a través de Deuteronomio 18:10-12: “No sea hallado en ti quien haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos. Porque es abominación para con Jehová cualquiera que hace estas cosas, y por estas abominaciones Jehová tu Dios echa estas naciones de delante de ti.” ¿O aún tengo que recordarles que el Señor, además del adulterio, también prohíbe el divorcio, como lo leemos en el último libro del Antiguo Testamento? Allí está escrito: “Prestad atención, pues, a vuestro espíritu; no seas desleal con la mujer de tu juventud. Porque yo detesto el divorcio—dice el Señor, Dios de Israel—y al que cubre de iniquidad su vestidura—dice el Señor de los ejércitos. Prestad atención, pues, a vuestro espíritu y no seáis desleales” (Mal. 2:15b-16 BDLA).

Otra vez la pregunta: ¿quién pertenecerá al Señor, cuando Él regrese—quién sabe cuán pronto? ¿Quién será coheredero con Él del reino de Dios? Gálatas 5:19-21 advierte: “Y manifiestas son las obras de la carne, que son; adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios”. Por otro lado está también escrito: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn. 3:15).
Israel no guardó la Palabra; se apartó del Dios Vivo inclinándose ante una imagen. ¿Y tú?

El regreso de Moisés y el retorno del Señor

“Y volvió Moisés y descendió del monte, trayendo en su mano las dos tablas del testimonio, las tablas escritas por ambos lados; de uno y otro lado estaban escritas. Y las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios grabada sobre las tablas” (Éx. 32:15-16). Cuatro veces se habla aquí de las tablas. Moisés regresó lleno de ira y de tristeza, pues de Dios supo lo que había pasado: los israelitas se habían fabricado un dios, un becerro de oro. ¿Encontraría ahora un pueblo que aprovecha la gracia, que hace uso de la paciencia aguardadora de Dios, que reconoce su culpa y se arrepiente? Bajo la tensión si lo encontraría en tal disposición, vemos al profeta Moisés llegando de prisa para desempeñar su tarea sacerdotal para preparar a su pueblo. Es hasta que estamos en ese puesto de observación cuando podemos entender todo lo terrible que sucede a continuación.

Llegado al punto culminante, el relato retorna al inicio: a las tablas de piedra. La Escritura que está sobre las tablas es citada con gradual énfasis cuatro veces en estos dos versos: primero, que las tablas están escritas; segundo, que esto ha sucedido de ambos lados; y finalmente, que es escritura de Dios, y que las ­tablas mismas son una obra maravillosa de Dios. Así son caracterizadas sencillamente como la Palabra incorrup­tible, como creación de Dios, esculpida en piedra; más que en arcilla, papiro o pergamino —expresión visible de la durabilidad de la Palabra.

Aquí vemos proféticamente el retorno de Jesucristo en doble sentido: primero, en la persona de Moisés, quien regresa de la misma presencia de Dios a Su pueblo; y segundo, en el cuádruple énfasis en las tablas de la Palabra de Dios: “Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS” (Ap. 19:11-13). Sí, ciertamente, Él viene como “el Verbo de Dios”, que es menospreciado por tantos que pertenecen al pueblo de Dios. Con esto sabe todo el mundo, mirando en suspenso, quién es el Juez, así como todo Israel sabía que Moisés lo era. Jesús es la Palabra de Dios, esto quiere decir: Él es la revelación personal de Dios—el Salvador del mundo. Así señala Juan al Señor Jesucristo al comienzo de su Evangelio, y al inicio de su primera carta. Aquí él ha oído que ha sido denominado así por la voz celestial. “La Palabra de Dios” desciende a la Tierra, para juzgar a los enemigos de la Palabra.

Moisés domina con una mirada lo terrible: “Y viendo Moisés que el pueblo estaba desenfrenado, porque Aarón lo había permitido, para vergüenza entre sus enemigos, se puso Moisés a la puerta del campamento, y dijo: ¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres” (Éx. 32:25-28). El punto de partida para este juicio fue lo que está escrito en Proverbios 29:18: “Sin profecía el pueblo se desenfrena”. Otra traducción lo expresa así: “Donde no hay revelación, el pueblo se vuelve salvaje y desordenado”. Se extasiaron ante su dios visible y se desenfrenaron, porque habían perdido la visión, la revelación, la mirada en el Dios invisible.

En aquel momento, de repente, Moisés regresó y se puso a “la puerta del campamento”, esto es, en el lugar del juicio, como para dictar la sentencia de Dios sobre el pueblo desenfrenado. Lo conmovedor es que, en vez de juicio, él grita desde allí tres palabras al pueblo: mi lejhwe elai = “¡Quién al Señor (pertenece)—a mí!”. Este llamado es el último reclutamiento para Dios. No solo significa: “quién pertenece al Señor”, sino también “el que tiene anhelo por el Señor, que quiere volver a Él, este venga a mí”. Ese llamado es semejante a un abrir brusco de una puerta: al lado del mediador, Moisés, ellos se podían colocar para estar con el Señor, o bien, regresar nuevamente a Él. En el llamado de ese hombre, Dios ofrece la readmisión, muestra a su lado el lugar de la salvación, “en la puerta”, esto es, en el juicio. Entonces oigo la palabra de Jesús de Juan 10:9: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.”

“Hecho” y “palabra” no son otra cosa que la última revelación del nombre que salva en el juicio. Así que, el acto y el llamado de Moisés no son juicio, sino que dan al pueblo una oportunidad para decidir de qué lado está.

El resultado es estremecedor: de todas las tribus de Israel solo vienen los levitas, esto es, la tribu de los desheredados, que por su culpa no tendría posesión de la tierra con las otras tribus, ni tendría parte en el consejo de Israel. Jacob, antes de morir, desheredó a Leví y a su hermano Simeón: “Simeón y Leví son hermanos; armas de iniquidad sus armas. En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía. Porque en su furor mataron hombres, y en su temeridad desjarretaron toros. Maldito su furor, que fue fiero; y su ira, que fue dura. Yo los apartaré en Jacob, y los esparciré en Israel” (Gn. 49:5-7). Entonces Moisés estaba parado ante el pueblo con su llamado “A mí, el que pertenece al Señor”, pero solo los maldecidos y desheredados echaron mano de la oferta de Dios. Sin embargo, no todos. Yo creo que fue justamente por esa razón, porque Leví se colocó de Su lado, que Dios transformó la maldición en bendición e hizo de ellos la tribu sacerdotal. Los postreros serán los primeros.

Esta es la verdad profética de la historia de la salvación; ¡el cumplimiento lo experimentaremos en el Arrebatamiento! Así como Moisés de pronto apareció nuevamente entre el pueblo de Israel, así también de repente nuestro Señor Jesucristo aparecerá a Su Iglesia comprada por Su sangre. Como Moisés, con el llamado imperativo de “¡A mí, quién pertenece al Señor!”, llamó a los levitas (entre los demás), así también el Señor Jesucristo vendrá del cielo con un llamado imperativo, como lo dice 1 Tesalonicenses 4:16: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo”. Y también entonces, quien sabe cuán pronto, solo reaccionarán los “de la tribu de Leví”, o sea, solo aquellos que saben que en sí mismos son malditos, pero benditos en su entrega a Cristo Jesús. Tales almas sacerdotales con alegría se adelantarán y dirán: “Aquí estoy, Señor”. No todos reaccionarán, sino, solo algunos, como la tribu de Leví que se destacó como única entre las doce tribus de Israel. Solamente aquellos que verdaderamente se hayan arrepentido responderán así. ¿Quieres tú percibir su llamado imperativo y, como por un imán gigante, ser atraído a través de las nubes a Él, hacia el Señor, después de que Él te haya transformado?

¿Qué dice Moisés a continuación a los levitas? Algo terrible: Él demanda algo que, según la naturaleza, no se puede hacer. Leamos otra vez los versos 26-27 de Éxodo 32: “...Se puso Moisés a la puerta del campamento, y dijo: ¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente”. Y entonces dice el versículo 28: “Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres”.

Los tres mil juzgados señalan proféticamente a los tres mil receptores de la gracia divina en el nacimiento de la Iglesia de Jesús, muchos siglos más tarde en Jerusalén: “Así que, los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas” (Hch. 2:41). Moisés tendrá que haber tenido una dignidad real, imperativa, mucho más alta que aquella que se adquiere por el nacimiento o por ocupar un puesto. ¿Saben ustedes, de dónde viene esta majestad? Ella procede de que Moisés estuvo por cuarenta días solo con Dios. Después de cuarenta días, él regresó. La comunión celestial hace fuerte a un hombre. Él estuvo en lo secreto del Altísimo: Él habló con Dios cara a cara, así como un hombre habla con su amigo, y probablemente no temía el semblante de hombre alguno, después de haber visto el rostro de Dios. Él confiaba en el Excelso, y cuando descendió a la inmensa pequeñez del hombre, el cual se había atrevido a comparar la gloria de Dios con la figura de un becerro que come pasto, allí él tenía una dignidad y autoridad divina delante de la cual todos temblaban y se retiraban con gran temor. ¡Así será cuando Jesús venga!

Al llamado a la decisión, que separa a aquellos dispuestos a convertirse de los clara y tercamente rebeldes contra el Señor, le sigue el segundo acto profético. Nos asustamos de lo que ahora sucede. Pero eso debe comprobar al pueblo que no creyó en la Palabra, a través del perceptible cortar de los lazos consanguíneos más cercanos, visible en los tres mil liquidados, que el camino de la apostasía espera inevitablemente el juicio de Dios.

Los tres mil caídos no son más culpables que el resto del pueblo, como los dieciocho, sobre los cuales cayó la torre de Siloé, no eran más culpables que los demás. Pero así como Jesús interpreta la caída de la torre—“O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:4-5), así también dicen los tres mil juzgados al pueblo restante: “Así también vosotros todos pereceréis en el último ajuste de cuentas, si no os arrepentís; si vosotros no aceptáis el ofrecimiento de la gracia, cuando se oiga el ‘Venid a mí!’ y os dejéis alcanzar por la voz del mediador!”. La simbólica presentación anticipada del último ajuste de cuentas lo experimentó el pueblo más adelante en sí mismo, cuando la generación entera de los testigos oculares de los milagros de Dios en el desierto tuvo que morir. Mas los levitas que testificaban que pertenecían al Señor, lo probaron con su obediencia inmediata sin reservas. Nosotros decimos: es incomprensible que justamente aquellos que se decidieron por el Señor hayan cortado con su espada los vínculos con sus prójimos. Pero eso es la forma del Antiguo Pacto, que fue un pacto de la ley, un cumplimiento figurativo de las palabras de Jesús: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, ... no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:26; comp. Dt. 33:9-10).

Ahora me dirijo con toda seriedad a aquellos de entre mis lectores que tienen que confesar: “Yo sí espero la venida de Jesús, pero ha resultado que soy un apóstata. En mi día a día me he alejado del invisible Señor, volviéndome a los ídolos visibles, hacia el dinero, bienes, televisión (o como haya de llamarse tu ídolo personal). Y no he guardado Su Palabra, sino la he negado”. ¿No quieres ahora convertirte en un discípulo de Jesús? Porque si hoy mismo no acudes sin reservas al llamado del Señor: “¡A mí, quien es del Señor!”, tampoco estarás dispuesto a reaccionar, cuando Él aparezca con Su llamado imperativo. ¡Más hoy la puerta aún está abierta!

¡Abierta me está una puerta,
por la cual veo brillar
el dulce amor de Jesús,
por las marcas de Sus heridas!

 
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