Una endecha

Norbert Lieth

Una exposición acerca del significado de este punto de vista profético y cómo influye en nuestras vidas en la actualidad.

Una endecha es una canción de lamento que se interpreta siempre que los ánimos están por el suelo. Se trata de una tonada de duelo, una queja, una expresión del estado depresivo de una persona. Esta composición en particular manifiesta un lamento por la caída de la dinastía davídica.

Todo había comenzado de manera favorable: la elección de David, las promesas de Dios para su vida, su casa y reinado, sus alabanzas, sus salmos… ¡y ahora esto! ¡Cuán larga puede ser la caída cuando abandonamos al Señor y elegimos tomar nuestros propios caminos! De igual manera, podríamos entonar una endecha al mirar la situación política mundial y el estado en que se encuentra la cristiandad en la actualidad.

Queja sobre las autoridades
“Y tú, levanta endecha sobre los príncipes de Israel” (v. 1).

Esta canción habla en primer lugar de los líderes del pueblo. Con el término príncipes hace referencia a los reyes y a otras autoridades que gobernaron Israel, pero también a los sacerdotes, por lo que se trataría del poder político y religioso. Ellos eran los principales culpables, pues habían llevado al pueblo a esa situación. Algunos reprimieron a la nación, otros toleraron el pecado y participaron de él. Cada uno de los encargados de garantizar el cumplimiento de los deberes educativos, políticos o religiosos se encuentra en una posición de mucha responsabilidad: “[…] a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará” (Lc. 12:48).

La endecha continúa con una alegoría que posee elementos metafóricos. Todo comenzó cuando Israel se amoldó a las demás naciones: “Dirás: ¡Cómo se echó entre los leones tu madre la leona! Entre los leoncillos crio sus cachorros” (v. 2). La leona es una figura tanto de Judá como de toda la nación de Israel, como puede verse en diferentes pasajes bíblicos (Génesis 49:9; Números 24:9; Miqueas 5:8). Esta se había echado como leona entre los leones y criado a sus cachorros como lo hacían las otras manadas, es decir, sin enseñarles el temor de Dios. Israel, deseando ser como ellos, se adaptó a las conductas de los pueblos extranjeros, al punto de no diferenciarse.

Continuando con el tema, en Ezequiel 20:32 Dios acusa a su pueblo: “Y no ha de ser lo que habéis pensado. Porque vosotros decís: Seamos como las naciones, como las demás familias de la tierra, que sirven al palo y a la piedra”. El pueblo que había sido elegido, apartado, enseñado y bendecido por Dios de una manera extraordinaria, siendo el único en recibir la Palabra viva de Dios y teniendo el privilegio de ser usado como un instrumento para la salvación del mundo, ahora tomaba esta postura: “Seamos como las naciones”.

En el libro El mundo de ayer: memorias de un europeo, del autor judeoaustriaco Stefan Zweig (1881-1942) se nos dice:

Ahora bien, la adaptación al medio del pueblo o del país en cuyo seno viven, no es para los judíos sólo una medida de protección externa, sino también una profunda necesidad interior. Su anhelo de patria, de tranquilidad, de reposo y de seguridad, sus ansias de no sentirse extraños les empujan a adherirse con pasión a la cultura de su entorno.

En general, el cristianismo actual se encuentra en el mismo camino. El mundo occidental cristiano ya no quiere ser cristiano, sino satisfacerse en lo pagano–intenta con vehemencia liberarse de sus raíces cristianas y adaptarse a la sociedad. Las mismas instituciones evangélicas pierden cada vez más su carácter bíblico. En lugar de acercar el amor de Dios al mundo, se adaptan a este y a sus pecados.

Un ejemplo que ilustra la decadencia europea, antes marcada por los valores cristianos, es la publicidad de un paquete familiar con atractivas ofertas y descuentos en el portal oficial de Múnich. Las imágenes de portada constan de dos hombres con un hijo y de dos mujeres con dos hijos. En ninguna de sus presentaciones podemos ver una familia convencional (padre, madre e hijos).

Los apóstoles, Pablo y Pedro, nos advierten acerca del conformismo con el mundo y nos exhortan a transformar nuestra manera de pensar, es decir, a santificarnos. Pablo dice en Romanos 12:2: “No imiten las conductas ni las costumbres de este mundo, más bien dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar. Entonces aprenderán a conocer la voluntad de Dios para ustedes, la cual es buena, agradable y perfecta” (NTV). Por otra parte, Pedro exhorta en 1 Pedro 1:14-15: “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir”. Conformándonos a este mundo, comenzamos a desviarnos del Camino, lo cual siempre termina mal.

Me enteré que el veneno de serpiente se compone de casi un 90 % de proteínas, las cuales son de gran importancia para la alimentación del ser humano, sobre todo en lo que concierne a la renovación celular. A pesar de esto, a nadie se le ocurriría ingerir el veneno de una serpiente, pues el efecto producido por esta sustancia dañina supera los beneficios de las proteínas, provocando la muerte. Lo mismo sucede con el “veneno” de este mundo: vivimos y trabajamos dentro de este sistema, sin embargo, debemos tener mucho cuidado en no envenenarnos.

Lo que se siembra, se cosecha
“[…] e hizo subir uno de sus cachorros; vino a ser leoncillo, y aprendió a arrebatar la presa, y a devorar hombres. Y las naciones oyeron de él; fue tomado en la trampa de ellas, y lo llevaron con grillos a la tierra de Egipto” (Ez. 19:3-4).

Israel, que se había apartado de Dios por las decisiones de sus reyes (príncipes), crio a sus hijos a través de las costumbres y normas de las naciones paganas, y no según la Palabra de Dios. Las consecuencias de estos actos no se hicieron esperar.

El leoncillo al que hace referencia el pasaje es Joacaz, un rey de Judá que había hecho lo malo ante los ojos de Dios. Las expresiones “arrebatar la presa” y “devorar hombres” ilustran bien su tiranía, la cual trajo sobre su pueblo más desgracia que bendición. En el 609 a. C., con solo tres meses de gobierno, Joacaz fue apresado en Ribla, al norte de Israel, por el faraón Necao, quien decidió finalmente llevarlo a Egipto, donde murió.

De veintitrés años era Joacaz cuando comenzó a reinar, y reinó tres meses en Jerusalén. El nombre de su madre fue Hamutal hija de Jeremías, de Libna. Y él hizo lo malo ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que sus padres habían hecho. Y lo puso preso Faraón Necao en Ribla en la provincia de Hamat, para que no reinase en Jerusalén, e impuso sobre la tierra una multa de cien talentos de plata, y uno de oro. Entonces Faraón Necao puso por rey a Eliaquim hijo de Josías, en lugar de Josías su padre, y le cambió el nombre por el de Joacim; y tomó a Joacaz y lo llevó a Egipto, y murió allí. 2 R. 23:31-34.

¡Este fue el destino de un pueblo que había recibido promesas de bendición y victoria de parte de Dios! Tenía la promesa de que reinaría sobre las naciones, pero en lugar de esto, su rey había sido aprisionado y había muerto en un país enemigo, precisamente en la nación de la cual el Señor, 800 años atrás, los había liberado. ¡Qué tragedia!

¿Es posible que tú o yo, habiendo sido rescatados de este mundo por la gracia de Dios nos dejemos cautivar otra vez por este, y que en lugar de vencerlo nos dejemos vencer por él, que rompamos nuestra relación con Dios –quien nos libró de este presente siglo malo (Gálatas 1:4)– renovando nuestra relación con un sistema perdido, que en lugar de ser luz volvamos a ser oscuridad; que en lugar de ser de bendición y sembrar amor, nos volvamos odiosos, mordaces e iracundos; para que en vez de salvar a otros, seamos seducidos por ellos a volver a nuestro anterior camino?

Pedro dice al respecto: “Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero” (2 P. 2:20).

De mal en peor
Viendo ella [la leona] que había esperado mucho tiempo, y que se perdía su esperanza, tomó otro de sus cachorros, y lo puso por leoncillo. Y él andaba entre los leones; se hizo leoncillo, aprendió a arrebatar la presa, devoró hombres. Saqueó fortalezas, y asoló ciudades; y la tierra fue desolada, y cuanto había en ella, al estruendo de sus rugidos. Arremetieron contra él las gentes de las provincias de alrededor, y extendieron sobre él su red, y en el foso fue apresado. Y lo pusieron en una jaula y lo llevaron con cadenas, y lo llevaron al rey de Babilonia; lo pusieron en las fortalezas, para que su voz no se oyese más sobre los montes de Israel. Ez. 19:5-9.

En lugar de arrepentirse y volver a Dios, la leona (Judá) crio a otro rey malvado, el cual probablemente se trate de Joaquín.

Este rey reinó también tan solo tres meses, pero significó un tiempo de terror y destrucción para el pueblo. La situación era tan terrible que Dios se valió incluso de los enemigos de Israel para terminar con las injusticias causadas por Joaquín. Es así como los babilonios, en el 597 a. C., bajo el mando de Nabucodonosor, terminaron con este régimen de terror. Es muy triste que Dios tuviera que utilizar a un enemigo para librar al pueblo de la tiranía de su propio rey.

Leemos en 2 Reyes 24:6-13: "Y durmió Joacim con sus padres, y reinó en su lugar Joaquín su hijo. Y nunca más el rey de Egipto salió de su tierra; porque el rey de Babilonia le tomó todo lo que era suyo desde el río de Egipto hasta el río Éufrates. De dieciocho años era Joaquín cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén tres meses. El nombre de su madre fue Nehusta hija de Elnatán, de Jerusalén. E hizo lo malo ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que había hecho su padre. En aquel tiempo subieron contra ­Jerusalén los siervos de Nabucodonosor rey de ­Babilonia, y la ciudad fue sitiada. Vino también Nabucodonosor rey de Babilonia contra la ciudad, cuando sus siervos la tenían sitiada. Entonces salió Joaquín rey de Judá al rey de Babilonia, él y su madre, sus siervos, sus príncipes y sus oficiales; y lo prendió el rey de Babilonia en el octavo año de su reinado. Y sacó de allí todos los tesoros de la casa de Jehová, y los tesoros de la casa real, y rompió en pedazos todos los utensilios de oro que había hecho Salomón rey de Israel en la casa de Jehová, como Jehová había dicho."

Joaquín permaneció cautivo durante 37 años, hasta que fue liberado por el hijo de Nabucodonosor. Sin embargo, nunca regresó a su patria. ¡Cuán hondo puede caer un hombre!

Respecto a nuestros tiempos, ¡cuánta desgracia y problemas puede causar un cristiano rebelde en su familia, con sus padres, hijos y hermanos, y también para su iglesia! ¡Cuánta devastación puede provocar al rechazar la guía del Espíritu Santo y dejarse dominar por sus emociones, testarudez y egoísmo! Esto afecta a muchos, e incluso los hace caer, tan solo porque una persona no quiere disciplinarse y no está dispuesta a arrepentirse. Hay situaciones que, por ser tan graves, el Señor se vale de gente del mundo para ponerles fin.

La vid y su vara
"Y tu madre fue como una vid en medio de la viña, plantada junto a las aguas, dando fruto y echando vástagos a causa de las muchas aguas. Y ella tuvo varas fuertes para cetros de reyes; y se elevó su estatura por encima entre las ramas, y fue vista por causa de su altura y la multitud de sus sarmientos. Pero fue arrancada con ira, derribada en tierra, y el viento solano secó su fruto; sus ramas fuertes fueron quebradas y se secaron; las consumió el fuego. Y ahora está plantada en el desierto, en tierra de sequedad y de aridez. Y ha salido fuego de la vara de sus ramas, que ha consumido su fruto, y no ha quedado en ella vara fuerte para cetro de rey. Endecha es esta, y de endecha servirá." Ez. 19:10-14.

La vid nos da una nueva imagen de la misma situación, describiendo, al igual que la leona, a Judá.

Dios plantó a Israel en la Tierra Prometida para que llevase fruto, lo bendijo sobremanera, extendió su fama por todas las naciones y lo fortaleció. Todos los pueblos lo admiraban. De él surgieron maravillosos reyes, “cetros de reyes”. Sin embargo, esta nación dejó a su Dios, se adaptó a las costumbres paganas y cayó en idolatría, llegando incluso a sacrificar a sus propios hijos. Finalmente, la viña fue “arrancada” por el “viento solano”, es decir, por las tropas babilónicas, las cuales quemaron también la ciudad de Jerusalén en el 586 a. C. Fue trasladada y plantada en una tierra de sequedad y soledad, siendo esto una clara imagen del exilio. El desierto siempre sirvió para ilustrar a Israel fuera de su patria. Del mismo modo, quienes viven fuera de Jesús se encuentran, en sentido figurado, en un desierto.

La “vara” del versículo 14 describe a Sedequías, el tío de Joaquín (2 Reyes 24:17), como el último rey de Judá: “Y ha salido fuego de la vara de sus ramas, que ha consumido su fruto, y no ha quedado en ella vara fuerte para cetro de rey”. El fuego salió de la vara, por lo tanto, Sedequías era el principal culpable del incendio del templo en el 586 a. C. Tiempo antes, el profeta Jeremías había advertido al rey sobre esto. Jeremías 38:23 dice: “Sacarán, pues, todas tus mujeres y tus hijos a los caldeos, y tú no escaparás de sus manos, sino que por mano del rey de Babilonia serás apresado, y a esta ciudad quemará a fuego”. Resulta interesante leer esta última parte del versículo en la versión rvr77: “[…] por mano del rey de Babilonia serás apresado, y tú serás la causa de que esta ciudad sea incendiada”. El fuego, en realidad, no fue responsabilidad de Dios ni de los babilonios, aunque hayan sido los incendiarios (Jeremías 52:12-13), sino por una vara de la viña o, mejor dicho, toda la viña, es decir, Judá: esta tenía plena responsabilidad por lo ocurrido.

No le echemos la culpa a Dios por habernos metido nosotros mismos en problemas, pues ha sido a causa de nuestro pecado, el cual muchas veces termina perjudicando a otros.

Una historia judía cuenta que un grupo de personas navegaban en un bote, cuando uno de ellos comenzó a perforar el piso de la embarcación. Asustados, los otros tripulantes comenzaron a gritarle: “alto, detente ¿qué estás haciendo?”, a lo que el hombre respondió: “¿A ustedes qué les importa? ¡El agujero lo estoy haciendo debajo de mi propio asiento!”. Uno es el que peca, pero todos pagan las consecuencias.

Con la cautividad y la muerte de Sedequías y su descendencia, finalizó la deshonra de la dinastía davídica. A partir de ese momento, ningún descendiente de David volvió a reinar en Israel. Fue, de manera literal, “el fin de la historia”–la última estrofa de esta canción de luto: “Endecha es esta, y de endecha servirá” (v. 14).

La historia de Israel se transformó en una canción de lamento. El salmista había cantado en sus tiempos: “Cantad a Jehová, que habita en Sion; publicad entre los pueblos sus obras” (Sal. 9:11), pero ahora la canción era triste, con estrofas que entonaban lamentaciones. Israel tendría que haber demostrado el señorío de Dios y ser de testimonio para todos los pueblos de la Tierra (Deuteronomio 4:6), pero en su lugar, hizo que las naciones lo señalaran con el dedo y su nombre se convierta en un insulto (Salmos 44:14; Ezequiel 22:4). Israel, habiendo sido llamado para llevar fruto, pereció infructuoso. Esta es realmente una endecha–todo comenzó con gozo, pero terminó con lamento.

Deberíamos atender a esta advertencia. Pablo compara el fruto del Espíritu con las obras infructuosas de las tinieblas. Efesios 5:9 y 11 dice: “[…] (porque el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad) […] [.] Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas”. ¿No sería lamentable que nuestras obras al final se quemaran, solo por no dejar que el Espíritu Santo obre en nosotros?

La Biblia no enseña que un cristiano nacido de nuevo pueda perder la vida eterna, sin embargo, puede:

– Perder la corona (1 Corintios 9:25).

– Perder el premio (Filipenses 3:14).

– No ser coronado (2 Timoteo 2:5).

– Sufrir pérdida (1 Corintios 3:15).

– Alejarse avergonzado (1 Juan 2:28).

¿Se acabó para Israel?
Israel se ha quedado sin rey desde la muerte de Sedequías, por lo que la sucesión de la dinastía davídica parecía haber llegado a su fin. Frente a este hecho, podríamos preguntarnos: ¿qué sucede con todas las promesas que el Señor dio a Israel? ¿Cómo debemos interpretar entonces una afirmación como la siguiente:

Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mí. Como la luna será firme para siempre, y como un testigo fiel en el cielo. Selah. (Sal. 89:35-37; compárese con Isaías 9:6 y Daniel 7:14)?

¡La respuesta está en Jesucristo! Pues la descendencia de David continúa en Él. Jesús proviene de la casa de David, y su reinado será para siempre. Es por este descendiente que el trono de David se mantuvo vigente. Durante siglos, este hecho había quedado oculto. En la venida y resurrección de Jesucristo, el hijo de David, se confirmó la permanencia eterna del trono davídico y el reinado de quien vive para siempre: “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio”, escribe el apóstol Pablo en 2 Timoteo 2:8. Y el mismo Señor Jesucristo dijo: “Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana” (Ap. 22:16b). Cuando Jesucristo vuelva a la Tierra, reinará en Jerusalén, asumiendo el gobierno de manera visible para todos. Jesús, también en el tiempo de la Iglesia sigue siendo judío y descendiente de David, y como tal volverá y cumplirá con este reinado ante los ojos del mundo entero. Ezequiel 20 nos muestra cómo seguirán los acontecimientos. 
El versículo 34 describe el regreso de Israel a su territorio. Los versículos 35 a 38 nos hablan del juicio que tendrá lugar en el umbral del reino mesiánico. El versículo 40 nos muestra el ministerio de un Israel redimido en el reino mesiánico y, por último, el versículo 44 revela la gracia perdonadora de Dios.

Esta es la gracia que llevará a Israel hacia su objetivo final. La fidelidad de Dios es la que lo sanará; es el Dios vivo y todopoderoso el que cumplirá sus promesas. Y nosotros: ¡aprovechemos más la gracia que Dios nos ofrece en y a través de Jesucristo: “[…] para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef. 1:7)!

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