Tetelestai!

Esteban Beitze

La exclamación del Señor en la cruz: “¡Consumado es!” es la frase más significativa de toda la historia universal. ¿Pero qué significa realmente?

En la exclamación “¡Consumado es!” podemos identificar varios aspectos.

Se cumplió la ley. Jesús guardó toda la ley sin haber pecado jamás –desde la obediencia a sus padres hasta el último instante de su vida–. En Gálatas 4:4 el apóstol Pablo enseña que Jesús fue puesto “bajo la ley”. A pesar de que Cristo era el dador de la ley y era superior a esta, se sometió a ella y, pese a ser el único en cumplirla en su totalidad, recibió el castigo de la misma –la muerte– al cargar nuestra culpa sobre sí mismo. El inocente fue juzgado como reo “[…] para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gá. 4:5). El único justo cargó con la culpa de otros que nunca pudieron cumplir con la ley, ya que estaban bajo el juicio de Dios. Por medio de Jesús se cumplieron las exigencias de la ley y, por ende, la justicia con que nos cubre es perfecta. Somos justificados delante de Dios porque la deuda ha sido pagada–Ya nadie tiene por qué estar lejos de Dios, la culpa de la humanidad ha sido redimida de una vez por todas. Cuando una persona deposita su fe en esta verdad, se convierte en un hijo de Dios: “¡Consumado es!”.

Además, Cristo cumplió en la cruz con las profecías del Antiguo Testamento. Juan 19 repite: “[…] para que se cumpliese la Escritura”. (vs. 24, 28). También eso fue consumado con la vida y la muerte del Señor.

Más de trescientas profecías han sido cumplidas en su vida, muerte, resurrección y ascensión; no existe nada similar en toda la literatura universal ni en alguna religión pagana–La Biblia es única y nos enseña siempre de Aquel que es único.

La misión y voluntad del Señor era cumplir desde un principio con la Palabra. Unos días antes de su muerte, el Señor dijo a sus discípulos: “He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que lo hayan azotado, lo matarán; mas al tercer día resucitará” (Lc. 18:31-33).

El Señor Jesús estaba interesado en cumplir la Escritura. Tan solo en los salmos 22 y 69, y en Isaías 53, podemos ver cuántas predicciones del Antiguo Testamento fueron cumplidas en Él, y con qué exactitud. Ni siquiera el inconsistente Pilatos pudo evitar llamar a Jesús Rey de los judíos, para que también así se cumpliesen las Escrituras que anunciaban que el Mesías vendría como rey.

Con las palabras “tengo sed”, el Señor cumplió con Salmos 69:22: “Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre”. Podríamos pensar que se trataba tan solo de un pequeño detalle–Des­pués de todas las profecías cumplidas, ¿qué importaría si algo tan pequeño, y quizá hasta poco claro, no se hubiese cumplido? Por supuesto que la sed del Señor era real, sin embargo, justo antes de su muerte y con sus últimas fuerzas, cumplió también con esta profecía.

Una vez resucitado, se apareció a los discípulos en el camino a Emaús, diciendo: “Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lc. 24:44). En Hechos 13:29, Pablo cuenta: “Y habiendo cumplido todas las cosas que de él estaban escritas, quitándolo del madero, lo pusieron en el sepulcro”.

Cuando uno aprecia con qué exactitud fueron cumplidas en Jesús las aseveraciones dichas cientos, y a veces miles de años antes, no puede uno sino creer en el Dios de la Escritura y en Aquel de quien hablan estas profecías. En Jesús se cumple todo el Antiguo Testamento: “¡Consumado es!”.

Pero no solo se cumplieron las profecías directas del Antiguo Testamento, sino también las imágenes proféticas (tipologías) que señalaban la muerte de Jesús. Ejemplos de esto son el cordero, la serpiente levantada en el desierto, los sacrificios y Jonás, entre otros. También la Pascua era un especial presagio de lo que Jesús realizaría en la cruz –hasta en su último detalle, como es por ejemplo el uso del hisopo–. Cuando Jesús dijo: “Tengo sed”, pusieron una esponja con vinagre en un hisopo para acercarla a sus labios. La misma imagen podemos encontrarla en Éxodo 12:22. Para estar protegidos de la plaga de la muerte de los primogénitos que traía el ángel de la muerte, los israelitas debían pintar el marco de la puerta con la sangre del cordero pascual, rociándola con un “manojo de hisopo”: solo así pasaba de largo de ellos el juicio. El paralelismo de Jesús con el cordero pascual resulta obvio: quien marca su vida con la sangre de Jesús, el Cordero de Dios, y cree en su obra redentora en la cruz, es librado del justo juicio de Dios–Tal persona es salva.

En su muerte, Jesús cumplió con la tipología de los sacrificios, por lo que nunca más fueron necesarios. 

Desde el comienzo de la humanidad ya encontramos un presagio de la obra redentora de Cristo. Fue necesaria la muerte de un animal para que Dios vistiera a Adán y a Eva. Este es un símbolo del vestido de justicia que recibiremos por medio de Jesús o que ya hemos recibido por haber creído en Él.

El sacrificio de Abel fue un olor grato delante de Dios, al igual que el del Señor Jesús.

Sobre la base de un sacrificio se estableció el pacto eterno de Dios con Abraham y sus descendientes. La muerte de Jesús es la promesa eterna para todo aquel que entra con Él a este pacto, y es la garantía de que seremos hijos de Dios por toda la eternidad.

El cordero pascual es suficiente para comprender la salvación: así como se salvaron de la muerte tan solo aquellos israelitas que fueron guardados por la sangre del cordero, así también únicamente aquellos que viven bajo el sacrificio de Jesús serán guardados del juicio y vivirán eternamente.

Fueron muchos los animales inocentes sacrificados desde el tiempo de Moisés. Cada día, los sacerdotes sacrificaban todo tipo de animales. Imaginemos esta escena: un israelita abatido se acerca al tabernáculo o avanzando un poco más, decide dirigirse al templo. Un sacerdote le pregunta: 

–¿Qué sucede? 

–He pecado y traigo este cordero para que Dios me perdone –contesta el israelita.

Mientras que el hebreo pone las manos sobre la cabeza del animal como señal de sustitución, el sacerdote saca el cuchillo y hace fluir la sangre… el israelita se va aliviado. Un animal inocente ha muerto por su pecado. Pero unos pocos días después, el mismo hombre se encuentra a la puerta con otro animal: otra vez ha pecado. Quizá el sacerdote se pregunte: “¿Acaso nunca terminará esta matanza?”

Estos sacrificios, sin embargo, fueron ordenados por Dios, pues el pecado solo puede ser redimido con sangre. De esta forma, los israelitas podían ver la seriedad con la que el Señor trata las acciones pecaminosas y, cómo, tan solo el sacrificio del inocente y su sangre derramada, podían redimir la culpa por el pecado. Desde entonces corrieron torrentes de sangre.

Entre todos los sacrificios, había uno muy especial: el de la reconciliación. El Día de la Expiación, el sumo sacerdote tenía que sacrificar un macho cabrío por los pecados de todo el pueblo, salpicando delante de Dios la sangre en el Lugar Santísimo, sobre el Propiciatorio, es decir, encima de la tapadera del Arca del Pacto–De este modo, el pueblo era reconciliado con Dios. Esta práctica debía repetirse una y otra vez, año tras año, por lo que el derramamiento de sangre no tenía fin; era atroz.

El profeta Isaías señala a Jesús como el Cordero de Dios. En el capítulo 53 del libro que lleva su nombre, dice: 

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. (vv. 4-7).

Siglos después, cuando Juan el Bautista ve al Señor Jesús, exclama dos veces admirado: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Jn. 1:29, 36).

¿Podemos comprender lo grave que es para Dios el pecado? ¿Entendemos que era necesario que el Señor derramara su sangre? El apóstol Juan escribe: “Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:2).

Es por eso que comprendemos al autor de la Epístola a los Hebreos, quien lleno de alivio repite las palabras “de una vez por todas”. Por ejemplo, Hebreos 9:12-14 dice: 

Y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre [la del Señor Jesús], entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?

También podemos, en vista de esto, comprender mucho mejor al apóstol Pedro cuando pretende mostrarnos el gran valor de la sangre de Jesús: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19). Cristo puso fin al derramamiento de sangre: “¡Consumado es!”.

El Cordero de Dios cargó con nuestra culpa. Jesús se separó del Padre para que pudiésemos tener comunión con Él–murió para que pudiésemos tener vida eterna. Juan 19:30 relata con claridad el instante de su muerte: “Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”. Por medio de esta muerte alcanzamos la vida, es decir, una vida plena: “¡Consumado es!”.

Pero el Señor Jesús no solo cumplió la Palabra de Dios–Él es el dador de ella, y aún más, Él es la Palabra (Juan 1:1). Cristo es la Palabra de Dios hecha carne, la palabra a través de la cual fue creado el mundo y consumada la salvación. Esta palabra es la última revelación del Padre a los seres humanos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Heb. 1:1-2).

Ahora, podríamos decir que este pasaje no es del todo cierto, ya que después de la vida, las enseñanzas y la obra de Jesús en esta Tierra, los apóstoles nos dieron el resto del Nuevo Testamento. Pero ellos también recibieron del Señor lo que escribieron. Jesús mismo dijo: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-14).

Podemos incluir en esto el libro de Apocalipsis. A menudo pensamos que el tema principal de esta obra es la revelación de los acontecimientos futuros. Aunque en parte es así, al comenzar el libro leemos: “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan, que ha dado testimonio de la palabra de Dios, y del testimonio de Jesucristo, y de todas las cosas que ha visto” (Ap. 1:1-2).

También el libro de Apocalipsis es dado por Jesús y habla acerca de Él, tal como lo dice el mismo Señor: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Ap. 1:8). Jesucristo lo reafirma al final del libro: “El que da testimonio de estas cosas dice: ¡Ciertamente vengo en breve!” (Ap. 22:20).

Esta es la razón por la que podemos afirmar que todas las Sagradas Escrituras tuvieron su cumplimiento en Jesús: “¡Consumado es!”.

Además de esto, Cristo cumplió en la cruz la tarea que el Padre le había encomendado. En Juan 17:4, Jesús ora: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”. Él cumplió en su crucifixión con toda la voluntad del Padre. En Mateo 20:28 el Señor describe cuál era esta tarea: “[…] como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”.

En Getsemaní pidió entre lágrimas no tener que pasar por esa hora que lo separaría por primera vez de su Padre. A pesar de no haber pecado, Él sabía que como Cordero de Dios cargaría en la cruz con el pecado del mundo, es decir, recibiría el juicio y, como resultado, la separación de Dios. Pero en ese mismo momento dijo con plena conciencia: “[…] Padre […] [,] no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22:42). El Señor estuvo dispuesto a beber de la copa de amargura hasta la última gota y sufrir las consecuencias hasta exclamar: “¡Consumado es!”.

Al inclinar su cabeza y entregar su espíritu, cumplió con la obra que le había sido encomendada. El camino que había comenzado en Belén encontró su destino en la cruz. Había llegado a la meta.

Con su “¡Consumado es!”, Cristo sostuvo su amor hasta el final. En Juan 13:1 leemos: “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.

También el amor de Jesús se perfecciona en la cruz, aunque antes de esto nunca había brotado de sus labios alguna palabra de odio. Llamó amigos a quienes lo traicionaron, dirigió una mirada compasiva a aquellos que lo negaron, perdonó a los soldados que lo crucificaron. Este amor puede verse hasta en los últimos minutos de su vida. A pesar del insoportable sufrimiento físico, emocional y sobre todo espiritual, pensó en su madre, entregándosela a su discípulo y poniendo a este a su lado. Estoy convencido de que Juan, quien no se menciona a sí mismo en este pasaje, cumplió esa tarea con todo su amor, pues era testigo de la más grande obra de amor de la historia universal.

Solo aquel que experimenta de forma personal el amor de Cristo, puede amar de la manera correcta. Fue también Juan el que escribió las palabras de Jesús: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13), y quien exclamó con entusiasmo: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él” (1 Jn. 3:1). ¿Y cuál es la manera más clara en la que se muestra el amor de Dios? La respuesta se halla también en Juan: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). Si podemos afirmar que alguien nos amó, ese es el Señor. Y por encima de este amor se encuentran las palabras: “¡Consumado es!”. 

¿Ya conoció y aceptó usted este amor? Si lo hizo, ¿ama a los demás de igual manera?

En la cruz también se consumó la salvación. Después de todo lo estudiado hasta ahora, no deberíamos ni siquiera mencionarlo, pero ¡por supuesto que se cumplió la obra de salvación! El ser humano se encontraba en su naturaleza pecaminosa, lejos de Dios, pero todo aquel que cree en Jesús, que le pide perdón por sus pecados y lo recibe en su vida, es y será salvo por siempre de la carga de sus pecados–no es necesario agregar nada más a esto.

Un hallazgo arqueológico resulta muy revelador en lo referente a la palabra tetelestai1 (“consumado es”). Hace poco, durante algunas excavaciones, se hallaron un montón de recibos comerciales de la época de Jesús, sobre los que estaba escrito con letras grandes tetelestai, es decir, “totalmente pagado”. Gracias a este hallazgo podemos comprender un poco mejor el significado de esta palabra en boca de Jesús. La deuda por los pecados estaba totalmente saldada, el poder del pecado había sido quebrantado y nuestros pecados perdonados por la eternidad –si tenemos nuestra fe puesta en Jesucristo–. Los millares de sacrificios fueron como pequeñas cuotas iniciales e incompletas, pero gracias a la muerte de Jesús, el informe de deuda de nuestras vidas dice: “PAGADO”. Esta es la razón por la cual podemos decir con el apóstol Pablo: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:33-34).

El escritor de la Carta a los Hebreos confirma que Jesús vino de una vez por todas para “quitar de en medio el pecado por el sacrificio de sí mismo” (He. 9:26). No es necesario decir más: no necesitamos realizar obras, unirnos a una religión ni temer por nuestra salvación eterna. Aquel que se valga del sacrificio de Jesús, puede gozar del perdón eterno de sus pecados; la culpa ha sido borrada para siempre y la salvación está asegurada, porque Jesús exclamó: “¡Consumado es!”.

Consumada también fue la victoria sobre el pecado, la muerte y el diablo. Pablo escribió: “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús” (2 Co. 2:14). También nosotros podemos experimentar esta victoria en nuestras vidas cotidianas y, al finalizar nuestros años, animarnos a dar con absoluta paz el paso hacia la eternidad, pues lo damos con aquel que dijo: “¡Consumado es!”, y luego ascendió a los cielos para estar con el Padre.

¿Cómo podemos aplicar este “¡Consumado es!” al diario vivir?

Como primera medida, debemos aceptar –si aún no lo hemos hecho– la salvación que nos ofrece Jesucristo. Después de todo lo que hemos estudiado, solo me queda extender una invitación y dar una advertencia. La invitación dice: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación” (He. 3:15). ¿Hace cuánto que usted escucha la voz de Dios? ¿Cuántas veces Él lo ha invitado a acercarse? ¡Por favor, ya no endurezca su corazón! Por otro lado, la advertencia es la siguiente: “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (He. 2:3).

Hace un tiempo atrás falló el motor de un bote de pesca que navegaba por encima de las poderosas cataratas del Niágara. Al ver que el bote era arrastrado por la corriente, los dos pescadores saltaron al agua y nadaron en dirección a la orilla. Sin embargo, la corriente era tan fuerte que alcanzar la orilla resultaba una empresa imposible. Algunas personas que vieron el accidente llamaron al servicio de rescate, quienes los esperaron justo antes de la caída. Allí los rescatistas tiraron a los náufragos un salvavidas atado a una cuerda, el cual cayó en medio de los dos hombres. Uno de ellos lo tomó de inmediato, pero el otro, viendo pasar un enorme tronco, se sujetó de este. Podemos imaginarnos el final de la historia: el primero fue rescatado y el segundo murió.

Lamentablemente sucede algo similar en nuestra vida espiritual. Muchos consideran que pueden arreglárselas solos. Creen que son capaces de encontrar la seguridad, la paz y la esperanza en las buenas obras, las ideologías, las doctrinas filosóficas o incluso en las religiones. Muchos otros intentan olvidar su irremediable situación por medio de las fiestas, las licencias morales, las amistades o incluso en el alcohol o en las drogas. Pero solo hay un salvavidas: Jesucristo.

El Señor mismo dice que existen en el hombre tan solo dos condiciones: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36). ¡Tome usted, por medio de la fe, la mano extendida y traspasada del Salvador! Dios nos hace un llamado amoroso: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Pr. 23:26). Es como si Cristo, desde la misma cruz, extendiendo su brazo hacia el cielo, nos llamara por nuestro nombre y nos dijera: “¡Ven al Padre! ¡Yo te amo, estoy entregando mi vida por ti! ¡Cree en mí y tendrás a Dios como Padre!”.

Los creyentes en Cristo aplicamos a diario el “¡Consumado es!”, cada vez que hacemos memoria de este acontecimiento. Quien fue salvo, no olvida la obra del Señor y siempre da gracias al Salvador.

Un día la brigada de bomberos recibió una llamada a causa de un incendio en una casa. Cuando llegaron, vieron cómo los vecinos se interponían entre un matrimonio y las llamas, pues pretendían correr hacia el interior del hogar incendiado. Allí había quedado su bebé en su camita. Un bombero arriesgó su vida y salvó a la pequeña precisamente antes del derrumbe. La bebé solo sufrió algunas quemaduras en su cara. Desde entonces, como era de esperar, el bombero fue invitado a cada uno de los cumpleaños de la niña. Siendo ya jubilado, recibió la invitación para participar en la fiesta de graduación de la ahora joven mujer. Al recibir su diploma, en el momento de dar su discurso, pidió a su rescatador que subiera al escenario. Allí le entregó su diploma–lágrimas de agradecimiento corrían por las cicatrices de su rostro…

Lo mismo debería ocurrir con aquellos que creemos en Cristo. El Señor nos ha salvado para toda la Eternidad. Deberíamos agradecer al Señor una y otra vez, alabarlo y adorarlo. Esto, entre otras cosas, es precisamente lo que hacemos cuando participamos de la Cena del Señor. Allí recordamos de manera especial lo que Él hizo por nosotros. El Señor nos ordena: “haced esto en memoria de mí” (1 Cor. 11:24). ¡Adoremos una y otra vez al Señor Jesús por lo que hizo!

También aplicamos el “¡Consumado es!” cuando practicamos la obediencia a su Palabra al igual que Jesús, el cual cumplía en todo con la voluntad del Padre. Esa es la mejor prueba de que lo amamos, pues el mismo Señor dijo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Jn. 14:21).

Además, aplicamos el “¡Consumado es!” al vivir en la victoria que Jesús logró. La victoria sobre el pecado, la muerte y el diablo es ahora nuestra victoria. Podemos beneficiarnos de ella; tal como dice Pablo: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro señor Jesucristo” (1 Cor. 15:57).

Aplicamos el “¡Consumado es!” cuando experimentamos el amor del Señor Jesús. El mismo amor que le costó la vida es el que nos hace sentir seguros aun en medio de los peores acontecimientos. El apóstol Pablo escribe lleno de júbilo que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús (Romanos 8:39). Este ejemplo de un amor tan poderoso debería llevarnos a obedecer lo dicho en Santiago 2:8: “Si en verdad cumplís la ley real, conforme a la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis”.

Aplicamos el “¡Consumado es!” cuando cumplimos lo que el Señor nos encarga. El apóstol Pablo pudo decir en sus últimos días que había peleado la buena batalla, guardado la fe y acabado la carrera (2 Timoteo 4:7). ¿Podremos, llegado el momento de partir, decir lo mismo? ¿Estamos preocupados por cumplir con las obras que Dios ha preparado para nosotros, con el fin de que andemos en ellas (Efesios 2:10)?–Solo alcanzaremos una vida plena si estamos en el lugar que Dios quiere y haciendo lo que el Señor planificó para nosotros.

Aplicamos también el “¡Consumado es!” cuando predicamos el mensaje del Evangelio. Si estamos compenetrados en la obra de Jesús, como lo estaban Juan y los demás discípulos: “[…] no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:20). Cuéntele a su familia lo que Jesucristo significa para usted. Testifique delante de sus amigos, conocidos y vecinos que Jesús es su Salvador y que podría ser el de ellos también. Hágalo como Pablo, sin vergüenza del Evangelio de Jesucristo (Romanos 1:16). ¡Porque el Señor tampoco tuvo vergüenza de sufrir y morir por nosotros!

También aplicamos el “¡Consumado es!” cuando esperamos al Señor. Las palabras de Hebreos 9:28, además de referirse a la obra redentora, nos recuerda algo más. Es nuestra esperanza y expectativa que: “Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan”.

El Señor murió para salvarnos, pero creo que añora el momento en que pueda llevar a sus hijos a la Patria Celestial, a la eterna habitación del Padre–¡Por­que entonces la salvación estará completa en toda su plenitud! De seguro, en ese tiempo, el victorioso grito del Gólgota sonará por la eternidad: “¡Consumado es!”. ¿Cómo será el día en que por primera vez miremos al Señor Jesús a los ojos y observemos las cicatrices en sus manos? En ese entonces alabaremos Cristo eternamente, así como está escrito en Apocalipsis: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Ap. 5:13).

El Señor exclamó: “¡Consumado es!”.

1 Matthew Henry, Comentario exegético–Devocional a toda la Biblia– Juan, CLIE

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