Tener el sentir de Jesucristo (Filipenses 2:5-8)

Samuel Rindlisbacher

“Tengan la misma actitud que tuvo Cristo Jesús. Aunque era Dios, no consideró que el ser igual a Dios  fuera algo a lo cual aferrarse. En cambio, renunció a sus privilegios divinos;  adoptó la humilde posición de un esclavo y nació como un ser humano.Cuando apareció en forma de hombre,  se humilló a sí mismo en obediencia a Dios y murió en una cruz como morían los criminals.” (Filipenses 2:5-8).

El apóstol Pablo siempre tenía a Cristo delante de sus ojos espirituales. Lo veía como el Salvador sufriente, clavado en la cruz de maldición: “…ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado”, dice en Gálatas 3:1. Nosotros, ¿también vemos a Cristo de esta manera? En Filipenses, 2:5 leemos: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. Con esto la Biblia nos está diciendo que debemos pensar, hablar y actuar de la manera en que Jesucristo lo hizo. Nuestro sentir depende de la meta que tenemos para nuestra vida, influye en nuestro diario actuar, y se resume en la frase de Jesús: “Donde está nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón”.

En Filipenses 2:6 leemos: “…El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”. Jesús estaba dispuesto a dejarlo todo, y este también debería ser nuestro sentir fundamental. El Señor Jesús renunció a Su posición en el cielo, a Su gloria, Su majestad, Su autoridad y Su esplendor, y todo eso lo hizo por nosotros.

Nuestro trato con los demás, ¿se caracteriza por tal sentido de renuncia? ¿O tratamos de aferrarnos con todas nuestras fuerzas a algo que de todos modos no podremos retener? ¿Somos capaces de ponernos a nosotros mismos en segundo lugar? ¿Podemos callar cuando se comete una injusticia contra nosotros o cuando se nos pasa por alto? ¿Vive realmente en nosotros el sentir de Jesús?

Filipenses 2:7 dice: “…sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo”. Ser siervo significa vivir en dependencia de otros, sin tener libertad. En la época del Nuevo Testamento un siervo era un esclavo que llevaba una vida extremamente sencilla, llena privaciones, marcada por el trabajo y el servicio. Jesucristo fue el Siervo perfecto, pues Él dijo: “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28). Esta fue la actitud fundamental del Señor Jesús: estaba dispuesto a renunciar a Su propia voluntad y someterla a la de Su Padre. Hebreos 10:9 describe esta actitud citando un verso del Salmo 40: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Jesús manifestó esta disposición cuando oró en Getsemaní justo antes de la crucifixión: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22:42).

Jesús vivió como Siervo, sirviendo a los hombres de todas las capas sociales, sin acepción de personas. Sirvió a los ricos como a los pobres, a los lindos como a los feos, a los prestigiosos y a los marginados. Llamó “amigo” a Su traidor, e incluso lavó los pies de Su enemigo, haciendo el trabajo de un esclavo del rango más bajo. ¿Está este sentir de Jesús también en nosotros? Deberíamos pensarlo.

Filipenses 2:7-8 señala: “…hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre…”. Como humano, Jesús renunció a Su omnipotencia, a Su omnisciencia y a Su omnipresencia. Se hizo hombre y por lo tanto se cansaba (Juan 4:6), sentía hambre (Lucas 4:2) y sed, (Juan 19:28) y lloraba (Lucas 19:41).

De esta manera “se humilló a sí mismo”, dejando de lado todo lugar preferencial (Filipenses 2:8). Antes bien, Su sentir era el de tomar el lugar que les correspondía a los ­pecadores: el lugar de humillación, al lado de los débiles, miserables, privados de derechos, endemoniados y marcados por enfermedades, el lugar cerca de los expulsados y menospreciados. Este proceder de Cristo al ocupar el lugar de humillación, ¿es también nuestra actitud?

Luego Filipenses 2:8 expresa: “Haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. ¿Podemos ser obedientes nosotros? Jesús fue obediente. No necesitaba serlo, pero Él era la obediencia en Persona, la obediencia hasta la muerte. Jesús recorrió Su camino en obediencia y cumplió con diligencia la misión que se le asignó. Aunque sabía muy bien lo que le esperaba, en Su obediencia, no se dejó mover de la meta.

El miedo más grande del hombre es el miedo a la muerte, y Jesús lo tuvo que sufrir. Tuvo que pasar por un gran temor: la Biblia nos relata que cuando nuestro Señor estaba en el huerto de Getsemaní, estaba en agonía y “oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lc. 22:44). Jesús sufrió mil muertes por ti y por mí, fue por nosotros a Gólgota, y padeció una muerte espantadora. Soportó terrible angustia, fue torturado por los demonios y por el mismo Diablo, cargó con todo el pecado de este mundo y fue desamparado por Su Padre.

Ahora, ¿cómo vivimos nosotros? ¿Somos obedientes en el camino que Dios nos ha preparado, y en las circunstancias de vida en las cuales nos ha puesto? No necesitamos hacer grandes hazañas, no necesitamos cambiar el mundo, pero sí debemos ser obedientes en el lugar en el que Cristo nos ha puesto. Con toda nuestra debilidad humana podemos ser una luz parecida a la de una pequeña vela; pero aunque sea tan solo una velita de escasa iluminación, cuanto más oscuro es el lugar, tanto más brilla su luz.

El Señor Jesús fue obediente al recorrer Su camino. Ahora se nos exhorta a nosotros a recorrer el camino de la obediencia demostrando el mismo sentir de Cristo. Su personalidad, Su mentalidad, Su manera de actuar y de pensar deben determinar nuestra vida. Sí, debemos estar dispuestos a ser humillados, a servir y a renunciar a nuestros propios derechos y nuestra propia comodidad. Este sentir debería ser nuestra actitud básica en el trato con los demás, caracterizando nuestro servicio y nuestra vida. ¡Que sea así, para la honra y gloria de nuestro Señor y Salvador Jesucristo!

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