Reposo en tiempos turbulentos

Samuel Rindlisbacher

Vivimos en un tiempo desafiante, atemorizante, agobiante e incluso deprimente. ¿Cuánto más durará la peste del coronavirus y sus consecuencias? Los cristianos tampoco están libres. A continuación, lo invitaremos a dirigir su atención a Jesús, el autor y consumador de la fe.

Una ciudad cercada
La Biblia cuenta acerca del profeta Eliseo, que estando en Dotán, una pequeña ciudad en el centro de Israel, fue sitiado por un ejército (2 Reyes 6:14-17). El profeta y su criado tenían su posada a unos 15 km al norte de Samaria, en las estribaciones de la zona montañosa samaritana, en el borde sur de la llanura de Jezreel. Una mañana al despertar, el criado notó que “[…] gente de a caballo, y carros, y un gran ejército […] sitiaron la ciudad” (2 R. 6:14). El sirviente de Eliseo no pudo dormir a causa de la desgracia que se avecinaba: “Y se levantó de mañana y salió el que servía al varón de Dios” (2 R. 6:15). Las malas noticias le quitaron el sueño. Temía por el futuro. Y al levantarse, vio cómo sus peores miedos se hacían realidad. La ciudad estaba asediada, un gran ejército apuntaba sus armas contra ella. No había ninguna posibilidad de huir, ni quedaban suministros de emergencia. Podemos entonces entender la reacción del criado: “¡Ah, señor mío!, ¿qué haremos?” (2 R. 6:15). La situación era desesperante, sin salida, sin esperanza.

Es posible que este joven siervo fuera uno de los “estudiantes de Biblia” de Eliseo (compárese con 2 Reyes 6:1-2). En qué “semestre” estaría, no lo sabemos, tampoco el tiempo que llevaba en la fe. Su confianza en Dios parecía no haberse afirmado todavía, aunque en su momento de angustia hizo lo correcto: hablar con su maestro. El profeta no lo regañó ni lo disciplinó por su falta de fe, sino que con sus palabras dirigió su mirada al Dios vivo y todopoderoso: “[…] No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (2 R. 6:16). Qué bendición es para nosotros encontrar a personas que señalan a Dios y nos hacen ver que él sigue teniendo el control.

Un querido hermano en la fe me dijo, mientras hablábamos por teléfono, que lo que más le llamaba la atención en este tiempo tan singular era que nadie oraba. Nadie en la política exhorta a la gente a orar, tampoco en las iglesias. Eliseo oró, él contó con los recursos de Dios y buscó refugio en el Todopoderoso. Él sabía de dónde provenía el auxilio, por lo que juntó sus manos, dirigió su mirada hacia el cielo y derramó su corazón delante de Dios, orando: “[…] Te ruego, oh Jehová, que abras sus ojos para que vea. Entonces Jehová abrió los ojos del criado, y miró; y he aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo” (2 R. 6:17). También nosotros podemos contar con la ayuda de Dios. No estamos a merced del destino, sino que permanecemos en Sus manos. Él está presente y nos rodea, tal como la gente a caballo y los carros de fuego cercaban a Eliseo y a su criado.

Una transgresión
El Antiguo Testamento nos narra una historia inquietante acerca de una peste que estaba haciendo estragos en Israel: “Así Jehová envió una peste en Israel, y murieron de Israel setenta mil hombres” (1 Cr. 21:14). ¡Qué acontecimiento terrible! Una peste que terminó con miles de vidas. Hoy sabemos que las pestes son causadas por bacterias. A menudo, son contagiadas a los humanos por los roedores. Aunque en la actualidad es un virus el que mantiene al mundo entero en suspenso, siendo esta una diferencia certera, no obstante, el contexto bíblico nos muestra otra causa, o mejor dicho, la verdadera causa: ¡el pecado de orgullo y arrogancia!

El motivo fue una transgresión del rey David. Él había desobedecido la ley de Dios, contando a los hombres aptos para el servicio militar: “Pero Satanás se levantó contra Israel, e incitó a David a que hiciese censo de Israel. Y dijo David a Joab y a los príncipes del pueblo: id, haced censo de Israel desde Beerseba hasta Dan, e informadme sobre el número de ellos para que yo lo sepa” (1 Cr. 21:1-2).

Esta inspección iba en contra de la voluntad de Dios y servía tan solo para satisfacer los deseos personales de David. Era una exhibición de su poderío militar, una forma de darse palmaditas en su propio hombro. Era orgullo y arrogancia. Con esta conducta, David estaba diciendo: “Ya no dependo de la ayuda de Dios. Tengo el poder suficiente como para hacerlo solo. No lo necesito”.

¿No hemos hecho lo mismo? Hemos despreciado a Dios, lo hemos echado. Traspasamos los límites. Hemos abrogado los decretos de Dios, como el matrimonio entre un hombre y una mujer. Inventamos un tercer género. Establecemos desde cuándo una vida es digna de ser vivida y determinamos su final por mano propia. Fue así que el Tribunal Constitucional Federal Alemán, el 26 de febrero de 2020, estableció un fallo que permitía el suicidio asistido bajo determinadas circunstancias –como ya es costumbre en los Estados del Benelux, en Suiza y en algunos estados de Estados Unidos y Canadá–.

En aquel tiempo, David había cometido una transgresión. ¿Pero no cometemos nosotros peores iniquidades? La desobediencia de David tuvo consecuencias trágicas: “Así Jehová envió una peste en Israel, y murieron de Israel setenta mil hombres” (1 Cr. 21:14)

En medio de la desesperación que provocaba este terrible suceso, David hizo lo correcto. Dobló sus rodillas, se humilló delante de Dios y oró: “Entonces dijo David a Dios: he pecado gravemente al hacer esto […]” (1 Cr. 21:8). David reconoció su culpa, su pecado y su transgresión. Y al doblegarse, entendió el gran peligro en el que se encontraba: “Y alzando David sus ojos, vio al ángel de Jehová, que estaba entre el cielo y la tierra, con una espada desnuda en su mano, extendida contra Jerusalén. Entonces David y los ancianos se postraron sobre sus rostros, cubiertos de cilicio” (1 Cr. 21:16).

Desearía que, al igual que David, todos fuéramos sacudidos y conmovidos, pues tratamos con un Dios santo para quien el pecado sigue siendo pecado. La Biblia dice acerca de Él: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal […]” (Hab. 1:13). De esto precisamente tomó conciencia David, por eso canta en uno de sus salmos: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal. 32:1-2).

Tengo la impresión de que Dios quiere hablarnos, invitarnos a quedarnos quietos, reflexionar y considerar cuáles son las prioridades en nuestras vidas. David se quedó callado, permitiendo que Dios le hablara, para luego hacer lo siguiente: “Y edificó allí David un altar a Jehová, en el que ofreció holocaustos y ofrendas de paz, e invocó a Jehová, quien le respondió por fuego desde los cielos en el altar del holocausto” (1 Cr. 21:26).

“¿Por qué nadie llama al arrepentimiento? ¿Por qué callan tantas iglesias?”, me preguntó alguien en una conversación telefónica. La vida pública ha cesado. Tenemos tiempo, tiempo de pensar en Dios. ¿Qué haremos si realmente existe una eternidad? ¿Qué si fuera cierto lo que dice la Biblia?: “Vuelves al hombre hasta ser quebrantado, y dices: convertíos, hijos de los hombres […]. [Somos] como la hierba que crece en la mañana. En la mañana florece y crece; a la tarde es cortada, y se seca […]. Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son de ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos […]. Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Sal. 90:3, 5, 10, 12).

Terribles noticias nos estremecen. En Italia, los sepultureros no dan abasto: son demasiados los que fallecen. El virus se extendió tanto en ese país que un diario de la ciudad de Bérgamo ocupó once de sus páginas en la sección de avisos fúnebres y obituarios. ¡Recordamos espantados nuestra finitud! Es muy correcto y bueno utilizar todo lo que está a nuestra disposición para luchar contra este virus, pero ¿por qué no clamamos también a Dios, como lo hizo David?: “Invocó a Jehová, quien le respondió por fuego desde los cielos en el altar del holocausto. Entonces Jehová habló al ángel, y este volvió su espada a la vaina” (1 Cr. 21:26-27).

Que realmente pueda ser así, que aprovechemos este tiempo. No solo para tomar medidas de precaución, sino también para quedarnos quietos delante de Dios. Quizá debemos abrir de nuevo o por primera vez la Biblia y preguntarle a Dios qué tiene para decirnos. Separemos un tiempo para juntar nuestras manos en oración. Quizá también para arreglar diferentes asuntos, reconciliarnos con otros, pedir disculpas, perdonar y reconciliarnos con Dios y con las personas. Por encima de todo, clamemos a Dios para que le dé un final misericordioso a esta peste.

Reposo en medio de la tormenta
Esta es la historia de un pequeño barco que estando en el mar de Galilea fue azotado por una tormenta: “Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Y vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él les dijo: ¿por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza. Y los hombres se maravillaron, diciendo: ¿qué hombre es este, que aun los vientos y el mar le obedecen?” (Mt. 8:24-27).

El mar de Galilea, ubicado en Israel, se encuentra a 212 metros bajo el nivel del mar, lo que lo convierte en el lago de agua dulce más bajo del mundo. Al norte del mar, se encuentra el monte Hermón, perteneciente a la cordillera del Antilíbano, que se yergue hasta los 2 814 metros sobre el nivel del mar de su cumbre. Al este, se encuentra la meseta de los Altos del Golán que desciende de forma abrupta y termina directamente en el mar. A causa de esta singular ubicación, es natural que los vientos desciendan agitando el mar en muy poco tiempo, haciendo difícil que los barcos que se desplazan por este alcancen la costa. Esto mismo me ocurrió con un grupo de tour: en el transcurso de media hora, el placentero sol se había transformado en la peor tormenta. Tanto, que nos era imposible ver a unos cien metros de distancia a causa de la arena y el polvo que se levantaban.

Hoy nuestro mundo se asemeja a un mar agitado. En poco tiempo, su “situación climática” cambió. El virus se ha propagado por toda la tierra con una velocidad tremenda. El miedo nos cautiva, nos paraliza y nos domina. Aumenta la preocupación por lo laboral y el sustento diario. La gente se pregunta: ¿cómo voy a pagar las cuentas? El miedo puede verse en los ojos de las personas. Y en medio de todo esto, se encuentra la iglesia de Jesús. No deberíamos negar la evidencia. Nosotros, los cristianos, también navegamos sobre este mar agitado, también nosotros tenemos miedo, nos llenamos de preocupación y nos vemos afectados por el virus: algunos han enfermado, otros han fallecido. Pero aun así, tenemos el privilegio de contar con un lugar de reposo.

La Biblia dice: “¡Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios!” (He. 4:9). Este reposo es independiente del lugar, tiempo o circunstancia. Es el reposo que encontramos en Jesucristo, el cual se desprende de su propia invitación: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt. 11:28). Este reposo puede hacerse realidad en tu vida. Los discípulos fueron sorprendidos por la tormenta mientras navegaban por el mar de Galilea. Las olas cubrieron la barca. Estaban en peligro de naufragar y perecer, pero contaban, al igual que nosotros hoy, con la presencia de Jesús. Sí, los discípulos temían por sus vidas, estaban completamente desorientados, pero aun así, en medio del problema podían decir: ¡Jesús está aquí! También nosotros podemos afirmar “¡Jesús está aquí!”, pues Él nos dice: “Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Por esta razón, podemos disponer de Él en cada momento, confiar y vivir con Él de manera consciente, es decir, contar con su presencia. Él no se irá. Él prometió estar contigo. Aquel que sostiene al universo entero es quien te ampara de manera personal. Si Él se ocupa de los gorriones que aterrizan sobre tu techo, ¿por qué no se ocuparía de ti?

Jesús te dice: “[…] No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?” (Mt. 6:25-26). Y Pablo escribe en otro pasaje: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7). Puedes reposar en las palabras de Jesús, descansar en Sus promesas y confiar en Su fidelidad.

La mirada de fe hacia Jesús
Asómbrate del amor de Dios: Él hizo todo por ti. Admírate de Su cuidado: Él te dará lo que necesites. Sorpréndete por Su misericordia, Su consuelo y Su provisión diaria. Maravíllate de la primavera y el verano, de su hermosa florescencia. Da gritos de júbilo porque la naturaleza despierta a una nueva vida. Da gracias a Dios por la multitud de sus colores, por sus gratificantes aromas y por los diversos perfumes que nuestro Dios derrama en su plenitud. Alábalo por el aroma del pasto recién cortado, de la tierra arada y de la lluvia fresca que moja la tierra.

Si puedes, canta. Todo está más calmado. La vida está en pausa, el tránsito se encuentra casi paralizado y los aviones están en tierra. De repente, comenzamos a escuchar otra vez a los pájaros alabando a Dios. El sonido de los gorriones, el canto de los mirlos y el gorjeo de las palomas, todos unidos en una sola alabanza a Dios. La creación da gloria a su Creador: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría. No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz. Por toda la tierra salió su voz, y hasta el extremo del mundo sus palabras” (Sal. 19:1-4).

¿No deberíamos unirnos también nosotros a la alabanza a Dios, aun cuando las circunstancias de la vida no son las mejores? Así como lo dijo el salmista: “Bendice alma mía a Jehová. Jehová Dios mío, mucho te has engrandecido, te has vestido de gloria y de magnificencia” (Sal. 104:1). En el caso de que no puedas cantar, ¡escucha a quienes pueden hacerlo! Hace bien deleitarse con canciones que fortalecen nuestra fe. Una canción dice así: 

“¿Te cuesta la vida a menudo por estar desalentado y ya no ver la salida en el mar de tus preocupaciones? 
¡Jesucristo es el Señor, confía en Su poder, porque no hay carga que sea demasiado pesada para Él. 
¡Él logró la victoria!” 

Y sigue diciendo en el estribillo: 

“¡Jesús sigue siendo más grande, Jesús sigue siendo más grande, Jesús sigue siendo más grande, sí, la victoria es de Jesús!”. 

A veces, estando en casa en situaciones como estas, escuchamos a todo volumen canciones que hablan de Jesús, las cuales nos llenan de esperanza, consuelo y fe.

¿Me permites animarte a tomar de nuevo la Biblia y a aprovechar el tiempo para leer la Palabra de Dios? Ponte delante de Él, de nuestro Creador, estar quieto y preguntarle lo que quiere de ti. Ahora que la vida pública está frenada, que las escuelas, los cines y los comercios se encuentran cerrados, que los eventos están prohibidos y las personas ancianas y enfermas están obligadas a guardarse en casa, tenemos tiempo. Tengo la impresión de que Dios nos da una vez más el tiempo para reflexionar y reposar. Debemos buscar su presencia y leer Su Palabra. David dice en el Salmo 119, cantando con júbilo por la Palabra de Dios: “En tus mandamientos meditaré; consideraré tus caminos. Me regocijaré en tus estatutos; no me olvidaré de tus palabras” (vv. 15 y 16). Y en el mismo salmo expresa con depresión: “Se deshace mi alma de ansiedad; susténtame según tu palabra” (v. 28) y sintiéndose en peligro: “Me he apegado a tus testimonios; oh Jehová, no me avergüences” (v. 31). Leamos la Biblia más a menudo y busquemos en ella consuelo, confianza, aliento, esperanza, fortalecimiento, paz y gozo.

Podemos ir a Dios en oración, derramar nuestro corazón delante de Él y contarle lo que nos oprime. Él nos invita a hablarle de nuestros temores, a descargar nuestros problemas y compartirle nuestras preocupaciones. En este tiempo, Dios nos está llamando a hacer lo siguiente: “Esperad en él en todo tiempo, oh pueblos; derramad delante de él vuestro corazón; Dios es nuestro refugio” (Sal. 62:8). Tenemos el privilegio de llevar a cabo aquello que cantamos en nuestro himno nacional suizo: “¡Orad, suizos libres, orad!”. Tenemos el privilegio de orar por que la propagación del virus se restrinja, que la enfermedad desaparezca, que la gente comience de nuevo a preguntar por Dios y a darle la razón.

¡Jesús vuelve! 
Desde el cambio de siglo, crecen de manera constante las nubes negras. Recordemos los atentados en Nueva York en 2001, el tsunami devastador en 2004, la crisis financiera global en 2008, la crisis migratoria en Europa en 2015, los devastadores incendios forestales a principios de 2020, y ahora, esta terrible y global infección viral. ¡Si uno tan solo prestara atención a todos estos acontecimientos, se llenaría de temor! De manera apropiada, Corrie ten Boom dijo: “Si miras el mundo, te afligirás, si miras tu interior, te deprimirás, pero si miras a Cristo, reposarás”.

Pongamos otra vez nuestra fe en Jesucristo. Él vuelve pronto. Aferrémonos a esta única esperanza: Él viene, Él tiene todo bajo control, a Él no se le escapan las riendas. Basémonos en la Escritura, la cual dice: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Ts. 4:16-18). Esto puede y debe ser nuestro consuelo, nuestro grito de esperanza: ¡Jesús viene otra vez!

A causa de que los cristianos tenemos esta fe, podemos dar ánimo a otras personas a depositar su esperanza en Jesucristo. Hemos notado con asombro lo ­rápido que se desmoronan las autoridades humanas, que se resquebraja lo consolidado, que colapsan los mercados, que se difuminan las esperanzas, que se desvanecen los esfuerzos sanitarios. Justamente allí es donde los cristianos estamos para dar ánimo a través de la esperanza en Jesucristo. De Él proviene nuestro socorro. Queremos ofrecer a las personas el consuelo divino, la promesa de aquel que creó el cielo y la tierra, que está con nosotros, que nunca nos abandona y que quiere ayudar a quienes lo buscan.

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