¿Puedo tener seguridad de salvación?

Johannes Pflaum

Hay mucha polémica alrededor de la pregunta de si el creyente puede o no tener seguridad de salvación, pero existen tres aspectos que consolidan su certeza y demuestran el poderoso estímulo que significa este conocimiento para el renacido.

En primer lugar, la seguridad de salvación no está fundamentada en el hombre ni en su manera de vivir. Pensando de manera contraria, se crea una seudo seguridad, al creer que somos salvos por nuestra buena conducta, según el lema: “Dios debe estar contento conmigo”.

Aunque una persona dedique cada hora de su vida, durante cien años, a entregarse completamente al Señor, este esfuerzo no la salva ni le asegura el perdón de sus pecados. Nuestra perdición es demasiado grande. Esta es la razón por la que Pablo enfatiza en Efesios 2:8-9: “porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.

Hace algunos años, una mujer me contó de su difunta madre. Ella había sido fiel en la asistencia en su iglesia donde, además, se desempeñaba como colaboradora, pero en su lecho de muerte se vio atormentada por las dudas acerca de su salvación. Me entristecí mucho al escuchar cómo la hija intentó consolarla: le recordó su fiel asistencia y colaboración con la iglesia. Le dijo además que nunca había asistido a los bailes y que siempre había huido de todas las prácticas pecaminosas, terminando su razonamiento de manera casi sugestiva: “¡si alguien debe ser salva, eres tú!”.

Seguir a Cristo con nuestras propias fuerzas y esforzarnos por conducirnos de manera piadosa, no puede darnos la seguridad de ser salvos, pues esta seguridad no está condicionada por nuestra manera de vivir o rendimiento personal. Es así que Romanos 3:24 dice: “[…] siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”.

En segundo lugar, la seguridad de salvación se obtiene tan solo a partir de la convicción de nuestra perdición. La Epístola a los romanos responde de manera magistral a la pregunta de por qué la salvación es solo por fe y por gracia. Allí podemos notar cómo el apóstol Pablo, de manera llamativa, desarrolla el plan de Dios a través de las “buenas nuevas”. A causa de su composición, la epístola nos muestra el camino a la salvación y la seguridad del perdón de nuestros pecados.

Después de la introducción, Pablo no comienza su enseñanza hablando acerca del amor y la misericordia de Dios para con todos los hombres, sino que en los tres primeros capítulos da cuatro “golpes de timbal” de diferentes tonalidades. En el primer capítulo, a partir del versículo 18, abre nuestros ojos a la justa ira de Dios y su juicio sobre la incredulidad y el pecado de las naciones, quienes le dieron la espalda. En su rebelión contra el Creador, el hombre se ha enredado en el pecado y la impiedad, por lo que ha caído bajo el justo juicio divino.

Luego, Pablo se dirige al hombre moral y religioso, quien de seguro se encuentra horrorizado ante la impiedad de las naciones, mencionada un capítulo antes. Pero el apóstol demuestra, en los primeros 17 versículos del capítulo 2, que este hombre religioso y moralista también está bajo el juicio de Dios. No importa lo ejemplar que pueda ser para los demás la vida de una persona: si no se arrepiente delante de Dios, si niega el juicio divino que recae sobre su vida, evidencia entonces su pecado y egoísmo, por lo que se mantiene bajo este juicio.

En la segunda parte del capítulo 2, el apóstol aclara que incluso el judío, que pertenece al pueblo elegido de Dios, no se salvará por su conocimiento de la ley ni por su esfuerzo en practicarla, sino que, a pesar de esto, será condenado.

A partir del versículo 9 del capítulo 3, Pablo hace sonar el cuarto “sonido del timbal”. A pesar de todo lo dicho, aún corremos el peligro de considerarnos bastante buenos. Es así que el apóstol vuelve a demostrarnos toda nuestra perdición. Todos los hombres, gentiles o judíos, que se revuelcan en el lodo del pecado o se esfuerzan en alcanzar un estatus moral, sean cristianos o de otra religión, están bajo el juicio de Dios: “no hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:10-12).

Reconocer nuestra perdición, el hecho que no tenemos ni una sola chispa de bondad en nosotros, que no hay nada que podamos presentar que agrade en lo más mínimo a Dios, es la base fundamental sobre la que se genera la verdadera seguridad de la salvación. Hay una gran diferencia entre aceptar de manera intelectual Romanos 7:18 y dejar que la luz de la Biblia penetre todo mi ser y me permita verme como Dios me ve: “y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo”.

Es asombroso el nivel de “humanismo cristiano” que aún experimentamos en la actualidad, predicado incluso entre cristianos con buenos fundamentos bíblicos. En teoría, concordamos con que el hombre es pecador y está perdido, pero al mismo tiempo nos esforzamos por ganarnos el favor de Dios y contribuir en algo con nuestra salvación. Todos tenemos innato el concepto de mérito, pero mientras persigamos este afán, no llegaremos a tener una verdadera seguridad de nuestra salvación.

El orden de la Epístola a los romanos nos deja ver que solo a través del reconocimiento de nuestra propia perdición podremos llegar a tener la certeza de la salvación.

En tercer lugar, esta seguridad solo se fundamenta en Cristo y Su obra. Como hemos visto, la Biblia afirma que no hay nada en nosotros que pueda generarla. La certeza de ser salvos y haber sido perdonados está garantizada tan solo en Cristo y Su obra perfecta. Por lo tanto, la razón por la que tenemos esta convicción se encuentra fuera de nosotros. El poeta Johann Andreas Rothe (1688-1758) lo expresó en un himno con estas palabras:

He hallado el fundamento
que para siempre sujetará mi ancla:
¿dónde, si no en las heridas de Jesús?
Allí estaba, ya antes de que existiera el mundo,
el fundamento que permanecerá inamovible
aun cuando pasen cielo y tierra.
Es la eterna misericordia,
que sobrepasa todo pensamiento.
Son los brazos de amor abiertos
de Aquel que se inclina hacia el pecador,
de Aquel cuyo corazón se quiebra,
venga o no venga a él el hombre.
Sobre este fundamento permaneceré
mientras esta tierra sea mi hogar.
Determinará mi pensar y actuar
mientras lata el corazón.
Y un día cantaré con sumo gozo:
¡Oh, infinito mar de misericordia!

La Epístola a los hebreos nos muestra de manera singular la exclusiva importancia del Señor Jesús y de Su obra perfecta en nuestra salvación. El capítulo 6 nos habla del ancla del alma, referente a nuestra esperanza y salvación. También allí podemos ver que el fundamento donde está anclada se encuentra fuera de nosotros: en Cristo y en la expiación de nuestros pecados, obtenida a nuestro favor en el santuario celestial. Hebreos 6:18-19 (lbla) dice: “[…] los que hemos huido para refugiarnos, echando mano de la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo”.

El hecho de que el ancla de nuestra salvación esté fijada fuera de nosotros, nos asegura un agarre firme y permanente que no depende de nuestra percepción. Esto mismo fue lo que llevó al apóstol Pablo a comenzar la Carta a los efesios con una suprema alabanza a Dios, agradeciéndole por todas las bendiciones espirituales con las cuales ya nos ha bendecido en el cielo:

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de Su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia.” (Ef. 1:3-8).

Durante los tres años de discipulado con Jesús, Pedro vivió convencido de su propia capacidad y entrega personal. Esta es la razón por la cual era tan rápido para interrumpir o proponer soluciones a su Señor. Estaba seguro de que amaba al Señor un poco más que los otros discípulos, que era un poco más fiel que los demás (Juan 13:37). Sin embargo, la noche en que Jesús fue arrestado lo negó tres veces, no quedó nada de este alto concepto de sí mismo. Pedro aprendió que el Señor no dependía de su amor y fidelidad, sino que era él quien necesitaba por completo de la fidelidad y el amor de su Señor. El apóstol entendió que el fundamento de su salvación no se hallaba en él mismo, sino en Cristo. Este descubrimiento es clarificado de forma maravillosa a través de las palabras iniciales de la Primera carta de Pedro: “bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 P. 1:3-4).

Por otra parte, en la ya citada Epístola a los hebreos se expresa, a través de muchos de sus pasajes, la misma seguridad, una certeza que se fundamenta tan solo en la perfecta obra de salvación del Señor Jesús:

“Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió.” (He. 10:19-23).

El Señor vivió y cumplió de manera perfecta la justicia que Dios exige de nosotros, pagando todos nuestros pecados con Su sangre derramada en la cruz, sacrificándose como un Cordero sin defecto. Por eso, la fe bíblica está basada de forma exclusiva en la obra de Cristo: ¡el creyente es salvo tan solo por Jesucristo!

Se atribuye a Spurgeon la siguiente afirmación: “cuando se acerca la muerte, toda mi teología se reduce a cuatro palabras: Jesús murió por mí”. Por otra parte, Martín Lutero definió su fe, fundamentada únicamente en la obra perfecta del Señor Jesús, con las siguientes palabras:

Debido a mi maldad y debilidad innatas, hasta hoy me ha sido imposible cumplir con las demandas de Dios. Si no se me concediera la fe en que Dios me perdonó, por causa de Cristo, mis fracasos que cada día lloro, entonces todo se acabaría para mí. Debería desesperarme. Pero no lo haré. Colgarme de un árbol como Judas –no lo haré–. Más bien me colgaré del cuello de Cristo, tal como la mujer pecadora, aunque soy aún peor que ella. Me aferro a mi Señor Jesús, y Él entonces le dirá al Padre: “Padre, a ese apéndice de ahí déjalo pasar. Bien es verdad que no guardó tus mandamientos, que los ha transgredido todos, pero se ha aferrado a mí. Padre, también morí por él. ¡Déjalo deslizarse por la puerta!”. ¡Que esta sea mi fe!

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