Por qué Pablo es más glorioso que Moisés -Parte 2

Greg Harris

Sin embargo, otros elementos recién se cumplieron cuando el Verbo se hizo carne y vivió entre Su pueblo. Este pasaje contiene tantas verdades espirituales profundas que aquí no tenemos lugar para detalles. Pero una de estas verdades fundamentales sobre la roca de Israel es la que Pablo retoma en 1 Corintios 10: 1-4: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo”. En estos versículos, se encuentran muchas verdades espirituales maravillosas sobre Jesús, pero debemos seguir adelante.

Siglos después de la muerte de Moisés, el Verbo se volvió carne y vivió entre nosotros. Al comienzo de Su trabajo, Jesús escogió doce discípulos que lo acompañarían. Con el tiempo Jesús, la piedra y la roca, introdujo a Sus discípulos a verdades espirituales cada vez más profundas, sobre todo con respecto a su identidad y misión. En Mateo 16, se encuentran dos conocimientos básicos. Por un lado, gracias a una revelación de Dios, Pedro dijo sobre Jesús: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” (Mt. 16:16). Después de que él hubiera expresado la identidad del Mesías, Jesús presentó una nueva verdad teológica, que no fue aceptada sin más por Sus seguidores. “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mt. 16:21). Si bien los discípulos (especialmente Pedro) reaccionaron con espanto, sucedió tal como Jesús dijo. Era necesario para la salvación del mundo, y para que Dios pudiera mostrar su gloria. La muerte de Jesús también era necesaria para la subsiguiente resurrección, imprescindible para que Jesús pudiera ascender al Padre (Sal. 110:1). Y la ascensión fue necesaria para Su regreso a la Tierra en gloria. En el informe paralelo en el evangelio de Lucas, Jesús conecta la gloria con su segunda venida: “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles” (Lc. 9:26). Luego agregó: “Pero os digo en verdad, que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios” (Lc. 9:27).

Estos versículos preceden la transfiguración de Jesús. “Aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar” (Lc. 9:28). Las narraciones paralelas de Mateo y Marcos describen la revelación de la gloria de Jesús: “Y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mt. 17:2; cp. Mc. 9:2-3). Con la expresión “he aquí”, Mateo llama la atención a un suceso sorprendente: “Y he aquí les aparecieron Moisés y Elías, hablando con él” (Mt. 17:3).

En este punto debemos pasar por alto muchas verdades importantes para concentrarnos en la petición previa que Moisés dirigió a Dios y cuál fue su respuesta: “¡Te ruego que me muestres tu gloria!”. “Eso lo haré, en el Monte de la Transfiguración”. En Lucas 9:32, leemos: “Y Pedro y los que estaban con él estaban rendidos de sueño; mas permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús, y a los dos varones que estaban con él”.

Dios le había dicho a Moisés: “Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti” (Éx. 33:19), y eso fue lo que hizo. Mateo 17:5 informa sobre eso que “mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: ¡este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd!”.

Si bien de este informe hemos dejado afuera más de lo que hemos incluido, nos hemos enfocado en lo que es decisivo para nuestro estudio. Todavía es necesario mencionar que la palabra “transfigurado” (con la cual se describe la transfiguración de Jesús) proviene del mismo verbo griego del cual también proviene la palabra “metamorfosis”, y solo aparece dos veces más en las Escrituras. Uno de los casos se encuentra en el conocido versículo en Romanos 12:1-2: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”.

El mismo tipo de transfiguración que ocurrió con Jesús, también debe tener lugar en nuestra vida. ¡Pero atención! Esto está expresado en el pasivo “sean transformados”, no en el activo “transfórmense”. Primero nos acercamos a Dios, nos convertimos en sacrificios espirituales, nos resistimos a adaptarnos a la medida y el comportamiento del mundo. Entonces Dios nos transforma y renueva nuestra mente, sobre todo si nos alimentamos de la Palabra de Dios y tenemos comunión con Él.

Pablo escribe, en Romanos 12:2, que los creyentes deben ser transformados a través de la renovación de sus mentes. El otro pasaje neotestamentario en el que aparece esta palabra también fue escrito por Pablo. Pero esta vez aparece en una declaración (no en una enseñanza) con la que dirige nuestra mirada hacia una verdad espiritual sorprendente. Esto es en 2 Corintios 3:18, donde Pablo recurre a Moisés como contraste para la gloria del nuevo pacto, y también señala claramente dónde reside la gloria de Dios en el presente.

Como Pablo contrapone la narración de Moisés y la gloria en su rostro a la grandeza del nuevo pacto, tiene sentido volver a plantearle a Pablo la pregunta de sus críticos: “Si tu trabajo tiene mucho mayor gloria que la del antiguo pacto (2 Co. 3:7-11), ¿por qué entonces tu cara no brilla como la de Moisés?”.

Ese es un buen punto. Sostenemos que el rostro de Moisés brillaba de gloria. Éxodo 34 menciona tres veces la piel de su rostro, como por ejemplo en Éxodo 34:29: “Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios”. Y enseguida otra vez en el próximo versículo: “Y Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era resplandeciente; y tuvieron miedo de acercarse a él” (cp. Éx. 34:35).

Pablo destacó una serie de comparaciones y diferencias entre el trabajo bajo el nuevo pacto y el trabajo bajo el antiguo pacto. Al igual que Moisés, Pablo tenía algo que Dios mismo había escrito: “Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (2 Co. 3:2-3). Los creyentes son tanto obra de Dios como las tablas de piedra en las que Él escribió.

Pero hay más aún: mientras que Moisés bajaba del monte y la gloria brillaba en su piel, los creyentes en Cristo poseen algo que va mucho más allá de eso. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:18).

Como vemos en este versículo, los creyentes en Cristo son transformados en el presente. Para la palabra “transformados” se utiliza aquí la misma raíz del griego que en el episodio de la transfiguración de Jesús. Cuando se utiliza para Jesús esta palabra describe un acontecimiento pasado. En cuanto a los creyentes, el término está en el presente pasivo y determina la transformación continua de gloria en gloria; de la gloria inicial en el momento de la salvación hasta la gloria mayor en la eternidad.

“Yo no sabía que la gloria de Dios está en mí”, quizá me diga usted. No importa; Moisés tampoco sabía que su rostro brillaba (Éx. 34:29).

O tal vez usted me dice: “En el momento realmente no puedo reconocer la gloria de Dios en ti o en cualquier otra persona”. Tampoco era posible reconocerla en Jesús hasta que Dios la reveló durante su transfiguración (Lc. 9:32).

“Si es una gloria mayor, ¿por qué tu rostro no brilla por lo menos un poquito como el de Moisés?”, se preguntarían en Corinto. Eso Dios lo hará un día; pero hasta entonces ha decidido que tengamos “este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Co. 4:7).

Según la voluntad de Dios, debemos aceptar por la fe que Él ahora está trabajando para mostrar Su gloria en las vidas de Sus hijos. Esto a veces es difícil de comprender, especialmente cuando parece suceder lo contrario, cuando Dios no parece hacer nada. Aún así debemos aceptar su promesa por medio de la fe.

“Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co. 4:16-18). 

La gloria propia de Dios está en nosotros y crece en nosotros. Pero hay más: a través de su voluntad, en el Antiguo Testamento Dios permitió vivir Su gloria en una simple carpa, y por Su maravillosa gracia, hoy Él nos permite vivir su gloria en otras carpas terrenales, que son nuestros propios cuerpos.

“Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu” (2 Co. 5:1-5).

La gloria duradera de Dios, la misma gloria que transfiguró al Señor Jesucristo, un día será revelada en su totalidad ante el trono del juicio. Segunda de Corintios 5:10 lo deja claro: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”. Nuestra presente carpa terrenal (que es tan pasajera como el tabernáculo) un día será transformada eternamente por Cristo. Como lo promete Filipenses 3:20-21: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”.

Pero la comparación con Moisés no termina aquí todavía. La gloria de Dios vive actualmente no solo en nuestra carpa terrenal, sino también en Su templo espiritual momentáneo, que es Su iglesia. Pablo continúa su argumentación en 2 Corintios 6:14-16:

“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”.

De este modo, Pablo cita Éxodo 29 y Levítico 26 (y eventualmente también se refería a Éxodo 25:9: “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos”), cuando les enseñó a los corintios sobre la maravillosa posición del cuerpo de Cristo. El contexto de Éxodo 29 cabe bien con la argumentación de Pablo: “Allí me reuniré con los hijos de Israel; y el lugar será santificado con mi gloria. Y santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes. Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios” (Éx. 29:43-45).

Igualmente apropiado es el contexto de Levítico 26 que Pablo escogió: “Y pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Lv. 26:11-12).

Cuando se tiene esto en cuenta se entiende por qué Pablo utiliza el informe de Éxodo para explicar la inconcebible gloria del nuevo pacto. La Segunda Carta a los Corintios explica el contraste sublime entre los dos pactos:

Rostro de Moisés (2 Co. 3:7) – rostro de Cristo (4:6).

Limitado a Moisés (3:7,13) –incluye a todos los salvos con rostro descubierto (3:18).

Gloria pasajera (3:7,13) –una gloria permanente, “cada vez más excelente” (4:17).

Transformación pasajera para Moisés (3:7) –transformación eterna para los que son salvos (4:18).

Efecto externo en la piel de Moisés –transformación interna en los creyentes en Cristo (4:16-18).

En Moisés visible inmediatamente, pero pasajero –en nosotros aún invisible, pero creciendo.

Moisés vio la gloria reflejada de otra persona. Nosotros poseemos la gloria de esta otra persona. La gloria que se mostró repetidamente antes de la venida del Mesías, es por lo tanto un anuncio precioso de lo que somos en Cristo. Primero la gloria de Dios en una carpa (el tabernáculo); luego, la gloria de Dios en el templo; y finalmente, la gloria de Dios en Su Hijo y en no­sotros.

La gloria de Dios en una carpa (2 Co. 5:1-4) –residencia personal pasajera.

La gloria de Dios en Su templo –que es la Iglesia actualmente (2 Co. 3:18), hasta que regrese el Rey de la gloria a Su templo (Mal. 3:1), que Él volverá a reedificar (Zac. 6:12-13).

El Dios que escogió Moriá, hoy busca Su residencia en los corazones de Sus hijos.

El Dios que llenó el tabernáculo con Su gloria, actualmente llena nuestra carpa terrenal.

El Dios que llenó el templo, nos convierte a nosotros en Su templo y reside en medio nuestro.

Lo que Moisés vio, nosotros lo poseemos como dones de la gracia de Dios.

La gloria de Dios en una carpa, la gloria de Dios en Su templo, la gloria de Dios en Su Hijo, y más allá de esto, la gloria de Dios en Sus hijos, en el tiempo y en la eternidad.

“De la cual fui hecho ministro, según la administración de Dios que me fue dada para con vosotros, para que anuncie cumplidamente la palabra de Dios, el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria. […] Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 1:25-27; 3:1-4).

“Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Ef. 2:19-22).

“Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también contiene la Escritura: he aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vo­sotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo; y: piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados” (1 P. 2:4-8).

“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap. 21:1-3).

“Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. […] Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Ap. 21:10-11; 22-23).

 

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