¿Por qué la cruz?

Thomas Lieth

¿Era realmente necesario que Jesús derramara su sangre en la cruz de forma tan brutal, o es que Dios podría haber logrado la salvación de otra manera? ¿Fue su ejecución tan solo un acto de injusticia humana, un accidente en el plan de Dios? Una declaración bíblica al respecto.

En Romanos 5:8, Pablo nos confronta con el pasado a través de la muerte del Señor Jesús en la cruz y nuestra posición de pecadores, y nos enfrenta a algo que traspasa lo temporal: el amor de Dios. Dios es eterno, por ende, su amor también lo es. El amor del Padre no tiene principio ni final, puesto que Él es amor (1 Jn. 4:16). Luego, en los versículos 9 al 11, el apóstol muestra cómo el amor eterno de Dios tiene grandes implicaciones para nuestro presente y futuro.

Romanos 5:8-11 dice: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación”.

Hay un elemento crucial en este pasaje: hemos sido justificados por la sangre de Jesucristo. Esto nos lleva a preguntarnos por qué el Señor Jesús tuvo que sufrir la cruz. ¿No había otra manera?, ¿no podría Dios haber pensado en algo más conveniente, más benévolo y menos sangriento? Alguien dijo una vez: “La muerte de Jesús en la cruz no tuvo que ver con la necesidad de salvación, sino con la barbarie del hombre”. En otras palabras, la crucifixión fue tan solo un accidente, un error, un golpe imprevisto del destino. Sin embargo, eso significaría que Dios no es lo suficientemente poderoso como para evitar ese error, y que el Señor Jesús estaba realmente impedido en cumplir con el reclamo: “¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz!” (Mt. 27:40).

Si Jesús no podía bajar de la cruz, este mensaje no puede traernos gozo, sino vergüenza. No se trataría de la proclamación de una gran victoria, sino del recuerdo del oprobio. No obstante, la palabra de la cruz y, por lo tanto, la muerte del Señor Jesús, son para Pablo el Evangelio por excelencia (1 Co. 2:2), aunque el punto culminante está en Su resurrección. Sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay victoria, de modo que ambas están correlacionadas (1 Co. 15:20).

En resumen, todo el Evangelio se sostiene y permanece en la crucifixión de Jesús y, por lo tanto, está basado en el plan divino de salvación. El mensaje de la cruz siempre ha generado molestias; eso no es nada nuevo (1 Co. 1:18). El solo hecho de pensar que el Dios santo y todopoderoso se humilló al punto de hacerse hombre, para sufrir y morir de manera miserable en una cruz, resulta demasiado para muchos. Esta es la razón por la que, incluso entre los cristianos, algunas personas niegan la expiación de Jesús, y hasta lanzan frases provocativas, como en el caso de una pastora protestante que dijo: “¡No quiero tener nada que ver con un Dios que necesita sacrificios!”. Sin embargo, quienes argumentan de esta manera no comprenden la perfecta santidad y absoluta pureza de Dios. En química, así como en medicina, la pureza absoluta es inalcanzable, por lo que se considera puro aquello cercano al 100 %. Esta es una buena ilustración de la diferencia entre nosotros y el Dios santo y puro. Los humanos somos incapaces de alcanzar la pureza absoluta –al menos no por nuestra cuenta–. Así que Dios bien podría decir: “¡No quiero tener nada que ver con una persona que no quiere tener nada que ver con el sacrificio!”, puesto que es el sacrificio el que purifica al hombre y la sangre la que lo santifica (He. 10:14; 1 Jn. 1:7). Sin esta perfección, sin esta limpieza y santificación, ningún hombre puede acceder a la eternidad de Dios. El Señor no puede simplemente hacerse de la vista gorda: solo algo tan santo y absolutamente puro como Él es capaz de entrar en Su presencia. Dios es tan santo que ni siquiera puede ver el pecado (Hab. 1:13). Sin duda, la expiación en la cruz es cruel; sin embargo, es imperativa, pues solo la sangre del que tiene la plenitud de la pureza es capaz de limpiar una vida contaminada por el pecado, como si se tratara de una transfusión de sangre para salvar la vida de una persona que tiene su sangre contaminada.

Además, muchos no se dan cuenta que la crucifixión de Jesús es un acto de salvación y un sacrificio amoroso. La santidad de Dios condena el pecado, pero Su amor prepara una salida para el pecador. Es y sigue siendo un hecho que no hay pecado en la presencia de Dios, por lo tanto, todo pecado –por pequeño que sea– y todo pecador –por amado que sea– tiene negado el acceso al Padre. Con la caída y sus consecuencias, entre ellas la contaminación de nuestra fuente de vida (la sangre), estamos necesariamente bajo la ira de Dios (Ro. 1:18).

Sin embargo, ¿cómo puede un Dios de amor estar lleno de ira? De hecho, estos dos términos no son contradictorios. La ira de Dios no es tan solo un castigo, sino también una defensa. Su ira es santa y amorosa, es la ira de Aquel que no quiere que nadie se pierda. Como Dios amoroso, odia el pecado, pues contamina al hombre y lo priva de la vida. Sin embargo, Él no sería Dios si no tuviera una solución para el dilema de Su santa ira ante el pecado y Su perfecto amor por el pecador. Debe existir una solución que surja de Su amor y a su vez esté en absoluta consonancia con su pureza, santidad y justicia. La justicia de Dios exige que el pecado sea juzgado, pero Su amor allana el camino hacia el perdón (Ro. 5:9).

¿Cómo es esto posible? Dios mismo se hizo hombre y clavó en la cruz el acta de los decretos que había contra nosotros (Col. 2:14). Dios es el juez justo que expía el castigo que Él mismo dictó. Hay una historia de un juez que, según la ley de su país, tuvo que condenar a su querida madre a golpes de vara, luego de comprobarse de manera indiscutible que era culpable. No era justo perdonarla y a su vez era poco amoroso condenar a su madre a este castigo. Después de que el juez, en aras de la justicia, la condenara, se levantó y con lágrimas en los ojos dijo: “Asumo la pena en nombre de mi madre”.

Dios no puede tolerar lo que está mal, pronunciando una amnistía arbitraria de índole universal –simplemente sería contrario a Su justicia. El nuevo cielo y la nueva tierra se perderían si el pecado no fuese vencido de manera definitiva y el pecador no fuese expiado por alguien sin pecado: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado…” (2 Co. 5:21; compárese con 1 Pedro 2:22). El vencedor de la muerte debe ser más fuerte que ella (Hechos 2:24), el dador de la vida eterna debe ser eterno, ser un humano para poder morir y ser Dios para vencer sobre la muerte y el diablo (compárese con 1 Juan 3:8 y Hebreos 2:14). Solo uno cumplió todas estas condiciones como para ser el vicario que expíe nuestra culpa: ¡Jesús! Él es el sumo sacerdote que ofrece el sacrificio y es también el sacrificio ofrecido: “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros […], no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (He. 9:11-12).

Es así que la obra redentora del Gólgota es la ingeniosa solución de Dios para un mundo corrupto. Sin embargo, podríamos preguntarnos: ¿no podría haberse alcanzado la reconciliación sin este sacrificio sangriento?, ¿es realmente tan pesada nuestra culpa que la terrible y cruel crucifixión era necesaria e inevitable? La respuesta está en el Getsemaní, donde el Hijo de Dios pidió tres veces que la copa pasara de Él (Mateo 26:39-42). Es evidente que no había otra salida, de lo contrario, el Padre celestial habría intervenido en ese mismo momento. El Señor Jesús se sometió a la voluntad de su Padre y recorrió el camino de la cruz de manera voluntaria y en obediencia hasta la muerte (Filipenses 2:7-8). Él mismo había anunciado que sufriría todo esto (Lucas 24:46) para que fuera posible la salvación (Marcos 10:45). Es esta la razón por la que el Hijo de Dios habló de la crucifixión como la única alternativa para salvar a las personas de su ruina. La muerte en la cruz era el plan ineludible de Dios (Hechos 2:23; 1 Juan 4:10). Por lo tanto, no se trata de ningún accidente, sino del amor del Padre por medio de Jesucristo.

Demos un paso más en la cuestión de por qué era necesaria la cruz. En el relato bíblico de la creación dice que los seres humanos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27; compárese con Génesis 9:6). Entre otras cosas, esto significa que, así como Dios es eterno, la vida del hombre está diseñada para vivir eternamente. Dios no creó al hombre, la corona de la creación, para que sea temporal, sino eterno: “Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos…” (Ecl. 3:11). Por un lado, esto hace referencia al conocimiento de un Dios eterno y, por otro lado, significa que llevamos esta eternidad en nuestra imagen.

Además, Génesis 2:7 habla del aliento de vida que Dios sopló en el hombre (compárese con Job 33:4). Cuando se dice que por el soplo de Dios el hombre se convirtió en un alma viviente, no está hablando de la vida como tal –pues los animales también viven–, sino de una relación especial y eterna con Dios. La Biblia también habla de la resurrección de todas las personas, tanto de los salvos como de los condenados: “…y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Jn. 5:29).

Este es el primer aspecto importante de la creación del hombre: fuimos hechos para vivir eternamente con Dios. El segundo aspecto importante podemos encontrarlo en la interesante afirmación de Levítico 17:11: “…la vida de la carne en la sangre está…”. Este pasaje bíblico es clave para responder a la pregunta de por qué desde el Antiguo Pacto era necesario ofrecer sacrificios sangrientos, además de explicar el motivo por el cual el Señor Jesús selló el Nuevo Pacto con Su sangre (Hebreos 9:15-18). Con esta afirmación se pone de manifiesto la inseparable conexión entre la sangre y la vida, una interconexión que recorre todas las Sagradas Escrituras, siendo, al mismo tiempo, la explicación de por qué la relación de un pecador con Dios es imposible sin la sangre. Por ejemplo, Adán y Eva intentaron cubrir su pecado con hojas de higuera, una variante “vegetariana”, un intento humano de salvar lo que no podía ser salvado. Sin embargo, Dios intervino de inmediato, dejando en claro que solo a través de la sangre era posible la salvación y la vida. En efecto, cuando Dios vistió de pieles a la primera pareja humana, el primer animal fue sacrificado (Génesis 3:21). Como se ha dicho, la relación sangre-vida es el hilo conductor de la historia de la salvación. Abel sacrificó una oveja para el Señor y Noé sacrificó de los animales que había llevado en el arca con ese fin. La muerte de cinco animales diferentes selló el pacto de Dios con Abraham (Génesis 15:9-10). El éxodo de Egipto y la primera Pascua, fundamentada en este, serían inconcebibles sin la sangre que pintó los dinteles de los hogares hebreos. Todo esto ocurrió antes de que se introdujeran en la Ley las regulaciones respecto al sacrificio.

Sin sangre, no hay conexión ni comunión con Aquel que nos creó a su imagen y sopló en nosotros aliento de vida. Solo a través de la sangre es posible la reconciliación con el Dios de vida, pues en la sangre está la vida (Hebreos 9:18-22).

El Nuevo Pacto de gracia y perdón debía ser sellado con sangre. Recordemos las palabras del Señor Jesús: “…porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mt. 26:28). El Señor derramó su sangre hasta la muerte para que podamos vivir: “…y la misma sangre hará expiación de la persona” (Lv. 17:11). Es así que en Apocalipsis 5:9, refiriéndose a Jesús, dice: “…porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios…”, mientras que en Romanos 3:23-25 leemos: “…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia…”. ¡Por medio de la fe en Su sangre! No basta con creer en un profeta de nombre Jesús, en un hombre que hacía milagros, alguien que enseñó sobre el amor al prójimo y dio un brillante sermón en el monte de los Olivos, sino que debemos depositar nuestra confianza en la obra que el Señor Jesús realizó por nosotros en la cruz. Se trata de “la fe en su sangre”: Su santa, pura y preciosa sangre limpia la nuestra de la contaminación del pecado. Los sacrificios del Antiguo Pacto eran una sombra de lo que Dios ya había prometido, una promesa que se consumaría en el Nuevo Pacto por medio de la sangre del Señor Jesús.

Lo entendamos o no, no había ni hay otra manera. Podemos creer que tenemos vida eterna en la sangre del Señor Jesús: “…sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 P. 1:18-19).

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