¿Por qué debía hacerse la Navidad?

Johannes Pflaum

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). Un mensaje de Navidad.

El Adviento y la Navidad tienen un encanto especial en Europa. En medio de la estación más oscura, la iluminación navideña da calidez al corazón. Si a esto añadimos nieve, la atmósfera se vuelve aún más hermosa. En las semanas previas a la Navidad, es posible ver hermosos paisajes nevados que nos hacen maravillar ante la belleza de la creación de Dios.

Por supuesto, el atractivo de ciertas zonas no es exclusivo de la época navideña, pues podemos apreciar la montaña, el mar e incluso las llanuras en verano. También la primavera o el otoño pueden ofrecer una belleza única y nos invitan a viajar. Si es posible, invertimos dinero en pasar nuestras vacaciones en un hermoso lugar, donde desearíamos poder vivir. Hay tantos lugares atractivos y encantadores en nuestro planeta. Incluso el propio país es para muchos un lugar especial y entrañable.

En Juan 3:16 encontramos una conocida expresión acerca del tremendo amor de Dios por el mundo. Si pensamos en la cantidad de lugares hermosos que tiene la Tierra, bien podríamos decir: “¡Es obvio que Dios ame a este mundo!”. Tenemos la posibilidad de disfrutar, ya sea de una cordillera nevada, digna de un cuento de hadas, como de una magnífica puesta de sol a la orilla del mar. Al fin y al cabo, hablamos de la creación de Dios, de Su obra. ¿No le sobran motivos para amarla, así como un maestro carpintero ama su obra maestra? Si pensáramos de esta manera o de forma similar, nos perderíamos el verdadero sentido de la historia de la Navidad.

Observando este versículo con detenimiento, queda claro que el incomprensible amor de Dios por el mundo es todo menos una cuestión obvia. El amor descrito en Juan 3:16 no se relaciona con los magníficos paisajes ni con los inventos o logros que enorgullecen al ser humano, sino que más bien se trata de un milagro, de un amor tan poderoso e inmerecido que se vuelve incomprensible. ¿Por qué debía hacerse la Navidad? Para redimir al mundo. 

Examinemos este tema en base a tres milagros navideños.

El primer milagro de Navidad: Dios ama al mundo
Para reconocer este milagro, debemos preguntarnos qué significado da la Biblia, en este contexto, a la palabra mundo. El término griego kosmos es utilizado en algunos pasajes para referirse a la belleza de la creación. La voz “cosmético” como “cuidado de la belleza” proviene de este vocablo. Por lo tanto, la expresión “mundo” puede describir la bella y ordenada creación de Dios. Pensemos de nuevo en ciertos lugares que nos agradan o en un paisaje invernal de ensueño. El término “mundo”, en este sentido, también nos conduce a la melancolía de ver, al mismo tiempo, lo fugaz que resulta la vida para la creación caída.

Sin embargo, la palabra mundo también se utiliza en el Evangelio de Juan con un énfasis diferente. Lejos de tratarse de bellos paisajes o fascinantes ambientes naturales, representa a la humanidad en su conjunto y, por lo tanto, a cada ser humano en particular. Se trata de cómo Dios ve el estado de la humanidad. A pesar de lo agradable y ordenada que es la creación, de las majestuosas cordilleras y hermosas puestas de sol, lejos está de ser bueno. Desde el punto de vista de Dios, la humanidad sufre un estado catastrófico.

En el hemisferio norte, la Navidad es la época más oscura del año, lo que solemos compensar por una fiesta hermosa y romántica —pero la oscuridad tiene muchas veces un efecto deprimente en la mente. En la Biblia, el profeta Isaías describió la condición de los seres humanos de la siguiente manera: “Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones” (Is. 60:2).

No se trata de una instantánea de cómo oscurece por un breve período de tiempo durante una tormenta, sino de una oscuridad espiritual que ha cubierto la historia de la humanidad a lo largo de los milenios. Ni los grandes inventos ni la prosperidad externa pueden ocultarlo. Este estado deplorable comenzó con la gran catástrofe que azotó a Adán y Eva. Cuando hablamos de “catástrofe” no nos referimos a un suceso aleatorio o a una fuerza poderosa que escapa a nuestra responsabilidad, sino a algo que hemos provocado y desencadenado nosotros mismos.

La Biblia la llama “la caída”, es decir, el alejamiento de Dios por nuestra rebelión. Adán y Eva creyeron la mentira de satanás de que podían ser como Dios, y conocer el bien y el mal separados de Él. Al hacerlo, no solo arrastraron a la humanidad hacia la perdición, sino también a toda la creación.

La Biblia nos dice que la muerte entró al mundo por el pecado. Desde la caída, toda la creación está sujeta a corrupción. Lo vemos en las plantas, en los animales y en los humanos. No es solo una cuestión de muerte biológica, sino que estamos alejados de la vida divina. Como explica Pablo, el hombre separado de Dios está muerto en pecados (Efesios 2:1 y ss.). Aunque uno se sienta en plena forma, goce de una excelente salud o alcance el éxito en todas las áreas de su vida, esta realidad se mantiene invariable; pues estar muerto en pecados significa vivir separado de Dios, lo que conlleva finalmente al juicio divino y la separación eterna con el Creador.

A través de la caída, los humanos nos volvimos incapaces de relacionarnos con Dios. A partir de esta catástrofe, la historia de la humanidad ha transcurrido por el camino de la autosuficiencia, oponiéndose al Creador. Por un lado, el hombre se rebela abiertamente contra Dios y su voluntad: “Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas” (Sal. 2:3), queriendo deshacerse de ambos. Por otro lado, no acepta el juicio incorruptible del Señor, intentando mostrarse como alguien bueno y noble, incluso a través de un estilo de vida religioso y “cristiano”. Respecto a esto, el apóstol Pablo dijo: “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo” (Ro. 2:1).

Desde el punto de vista divino, las buenas acciones no cambian los malos pensamientos del corazón, sin importar si se trata de odio, celos, orgullo o soberbia; pues en cada una de ellas la misma rebelión contra Dios está presente.

Isaías 60:2 dice: “Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra y oscuridad las naciones”. Esta es la triste realidad de la historia de la humanidad a lo largo de los milenios: una crónica de orgullo, egoísmo y arrogancia. Una narración llena de caídas y de golpes bajos, acompañada de luchas, guerras, sangre y llanto. Ni el progreso ni la prosperidad externa son capaces de cambiar eso. El hombre se arruina a sí mismo, pensando que puede alcanzar la libertad por medio de la oposición a Dios y su voluntad. Podemos encontrar un ejemplo de esto en el estudio del etnólogo inglés David Unwin quien, hace cien años, demostró a través de varios ejemplos cómo la sexualidad libre y sin límites fue la causa final que provocó el declive de las civilizaciones más avanzadas.

Desde la catástrofe de la caída, los humanos hemos intentado, una y otra vez, librarnos de Dios. A grandes rasgos, la historia de la humanidad no solo cuenta la huida de la presencia del Padre, sino también nuestra rebelión contra Él. No queremos vernos con los ojos del Señor y tener que acordar con Su juicio incorruptible. Nuestro extravío es tan grande que ni siquiera el juicio de Dios logra un arrepentimiento duradero.

Las primeras páginas de la Biblia lo evidencian. Después de que la humanidad, todavía joven, estuviera llena de iniquidad, le sobrevino el juicio del diluvio. Solo ocho personas se salvaron en el arca. Uno podría pensar que esto era suficiente para que el hombre aprendiera la lección. Sin embargo, ¿cuál fue el resultado? Volvieron a rebelarse contra Dios con la construcción de la torre de Babel, intentando crear un paraíso sin Dios en la Tierra. Y de nuevo, el Señor intervino con Su juicio.

No pensemos que esto fue diferente después de la catástrofe de las dos guerras mundiales. A pesar de bonitos eslóganes como “Yes, we can” (‘Podemos hacerlo’), todo lo que hagamos en nuestra autosuficiencia y oponiéndonos al Dios vivo, solo nos llevará, tarde o temprano, a una nueva desgracia. Por encima de todas estas decisiones está el juicio de Dios: “Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones”.

Los datos históricos demuestran que el hombre no aprende nada de la historia. El Evangelio de Juan resume toda la tragedia humana en el transcurso de los milenios de la siguiente manera, lo que puede ser aplicado también al individuo en particular: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19).

Este es el mundo, la humanidad, desde el punto de vista de Dios. Nada de paisajes invernales de ensueño, románticos mercadillos navideños o impresionantes atardeceres: el mundo le da la espalda a su Creador, huye de Él y le demuestra indiferencia. La humanidad se rebela incesantemente contra el Señor, con cada vez nuevas olas de rebelión que, una tras otra, rompen contra la orilla, como las olas de un mar agitado. Es así, pues, que comenzamos a darnos cuenta del milagro que supone que Dios ame a este mundo. No ama a una humanidad obediente y leal, sino a una desvinculada de Él. El Padre ama a una humanidad rebelde. Nos ama, a pesar de nuestra indiferencia y pretextos. Incluso nuestra rebelión no es capaz de cambiar Su amor por nosotros —es precisamente esto lo que nos lleva al segundo milagro de la Navidad: ¡Dios dio a Su Hijo!

El segundo milagro de Navidad: Dios dio a Su Hijo
Muchos confunden el amor con ciertos sentimientos o con un estado emocional. Cuando estos sentimientos desaparecen, el amor también lo hace. Sin duda, aunque el amor incluye sentimientos, no se limita solo a esto.

La humanidad merece el justo juicio de Dios, pues se ha alejado de Él. Sin embargo, al ver este segundo milagro de Navidad, descrito en Juan 3:16, se nos hace evidente el incomprensible amor de Dios por nosotros, al dar a Su Hijo unigénito, a quien “envió … al mundo” (v. 17). El acto de dar va aún más lejos que el de enviar, pero ambos van de la mano. En primer lugar, meditaremos en el hecho de que Dios envió a Su Hijo.

La misión del Hijo nos lleva al corazón de la escena navideña. Dios Padre envió a Su Hijo Jesucristo a este mundo. Jesucristo nació como un pequeño niño indefenso y creció. Vino a una humanidad que no lo esperaba ni suplicaba por Él, sino que, por el contrario, le daba la espalda, le era hostil y rechazaba a Dios. 

Juan 1:10-11 dice: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”. Debemos prestar atención, en este pasaje, a dos significados diferentes de la palabra “mundo”. El primero hace referencia a la creación como un todo, la cual fue hecha por medio de Jesús (véase Colosenses 1:15-17). A través de Él, Dios creó todas las cosas, y todo lo que existe, por Él existe. En la actualidad, podemos describir y explicar ciertas leyes naturales, como, por ejemplo, las fuerzas gravitatorias por las que los planetas y otros cuerpos celestes trazan sus órbitas, sin embargo, no sabemos de dónde vienen ni por qué funcionan. La Biblia dice que todo esto solo existe en Cristo, por Él y para Él. Toda la creación le pertenece, algo que tanto satanás como el hombre caído han intentado arrebatarle.

El segundo significado de la palabra “mundo” hace referencia a la humanidad separada de Dios. Él creó al hombre a su imagen y semejanza, coronando con el ser humano la creación. Sin embargo, como ya hemos dicho antes, la humanidad le ha dado la espalda a Dios desde su caída. Es decir, que la Navidad es la misión del Hijo de Dios a una humanidad que le es hostil.

Al enviar a su Hijo unigénito, Dios no tenía falsas esperanzas, como puede pasarnos a nosotros, siendo muchas veces decepcionados, sino que sabía muy bien que Su humanidad lo rechazaría e incluso lo mataría. Sin embargo, lo hizo. Estando Jesús en el mundo, tuvo que soportar el repudio de los hombres: “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lc. 19:14).

Nada de esto ha cambiado en la actualidad: el hombre quiere determinar por sí mismo lo que cree que es correcto, seguir su propio instinto. Tanto la espiritualidad, la religiosidad, el agnosticismo o el ateísmo sirven como herramientas para defender nuestra autosuficiencia, hasta que, frente a una nueva catástrofe provocada por el hombre, claman a gritos que Dios los ha abandonado, acusándolo por todo. No entienden que viven las consecuencias de nuestra separación y rebelión contra Dios: “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”.

Jesucristo, el eterno Hijo de Dios, estuvo dispuesto a renunciar a la gloria del Señor para venir a este mundo impío. Sabía lo que le esperaba. Como verdadero Dios, tenía todos los privilegios y prerrogativas divinas. Sin embargo, quiso hacerse hombre, dejando todas sus atribuciones para acudir a una humanidad hostil a Dios, oscura y despreciativa. Su único propósito era honrar a su Padre celestial, siendo impulsado por el amor hacia esta humanidad hostil.

Cualquiera de nosotros trataría siempre de proteger a sus seres queridos. Ningún padre enviaría a su hijo a un bosque repleto de lobos. Ningún marido dejaría a su esposa en una zona crítica u hostil, exponiéndola al asesinato. Pese a esto, Dios envió a su Hijo a esta situación: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10).

El hecho de que Dios haya enviado a Su Hijo, supera nuestra comprensión, aún así, no fue lo único que Dios hizo. Juan 3:16 revela que el Padre también lo dio, es decir, lo entregó. Sabía que la humanidad (el mundo) no solo rechazaría a Su Hijo, sino que lo torturaría cruelmente para finalmente colgarlo en una cruz hasta la muerte. En esta entrega está contenido todo el sufrimiento de Jesús, incluso su amarga muerte.

Es posible que haya visto, representada en alguna tarjeta navideña, una cruz sobre un pesebre. Esto lo resume todo: no hay Navidad, no hay nacimiento de Jesús, sin la cruz. Quien intenta ocultar el sacrificio de Jesús en Navidad, solo se pierde en un mero sentimentalismo.

En 2 Corintios 5:19 encontramos un pasaje tan poderoso que puede quitarnos el aliento. Son muchas las palabras y los pasajes en la Biblia que pueden hacernos llorar y estremecernos ante el incomprensible amor y la gracia divina: “…Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Co. 5:19). En otras palabras, Dios estuvo en Cristo y reconcilió con Él a la humanidad rebelde y hostil. Solo el Padre podría lograrlo. Esto está absolutamente fuera de nuestro alcance, pues no podemos hacer nada para salvar a la humanidad perdida. Esta es la razón por la que Dios envió y entregó a su Hijo, el Señor Jesús.

La historia de la humanidad registra también los continuos intentos fallidos del hombre en mejorar y redimirse. Durante miles de años, el mundo se ha negado a aceptar que no puede salvarse a sí mismo. Se rebela contra su perdida condición y contra el juicio incorruptible de Dios. El pasaje de Isaías puede aplicarse incluso para esta rebelión: “Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones” (60:2).

Lo que no podemos, o incluso, no queremos hacer, Dios lo hizo sin que se lo pidiéramos. El Señor Jesús vivió la justicia que necesitábamos, la cual es inalcanzable para nosotros, con el fin de que tengamos comunión con el Señor. Él vivió para la gloria de Su Padre. No hubo pensamiento, palabra o acción con la que no lo glorificara. Finalmente, cargó en la cruz con el justo juicio de Dios que merecíamos nosotros. Él dio su sangre y su vida para satisfacer la justicia de Dios, pues un Dios santo no puede transigir con el pecado. El profeta Isaías lo expresó de forma impactante unos 700 años antes del nacimiento de Jesús: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:5).

El Padre envió a Su Hijo y lo entregó, y el Hijo estuvo dispuesto a asumir el juicio de Dios, a dejarse aplastar por nosotros, con el propósito de abrir un camino de salvación. Este es el inconcebible amor de Dios por una humanidad que le es hostil —y este también es el único camino a la salvación.

En resumen, el primer milagro de la Navidad es que Dios ama al mundo; el segundo milagro es que el Padre dio a su Hijo. El verbo “dio” es importante para dejar en claro el propósito de la venida de Jesús a este mundo, lo cual nos lleva al tercer punto: Dios nos da la salvación.

El tercer milagro de Navidad: Dios nos da la salvación
Juan 3:16 continúa: “…para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Dios ama a la humanidad rebelde y desvinculada de Él, por lo que entregó a su Hijo en la cruz; y estuvo en Cristo, reconciliando al mundo consigo mismo. Jesús nos reconcilió con Dios por medio de Su muerte y resurrección, revelándonos una vida nueva y eterna. Este es el único camino de salvación con el que cuenta la humanidad. Una humanidad que está perdida: “Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones”.

Bien podríamos decir: “¡Maravilloso!, eso lo arregla todo. Dios ama al mundo y envió a su Hijo, por lo que podemos sentarnos cómodamente en nuestros sillones y disfrutar del espíritu navideño”. Empero, no es tan sencillo. En Juan 3:16 vemos una importante condición: “…para que todo aquel que en él cree, no se pierda…”. Aunque Dios ama al mundo y entregó a su Hijo por nosotros, debemos comprender esta verdad por medio de la fe. No es cierto que la gente se salve sin enterarse al respecto. La redención de un mundo redimido por Dios está inseparablemente relacionada con la fe en Jesucristo. No se trata de la fe en el sentido de que, a pesar de nuestra incertidumbre, esperamos que suceda —al igual que uno cree que puede haber una Navidad blanca a causa de la temperatura atmosférica—. Tampoco se trata de una afirmación abstracta e intelectual de algo irrelevante para nuestra vida.

La fe es reconocer y estar de acuerdo con el juicio de Dios sobre una humanidad en tinieblas y sobre tu propia vida. Es vernos a través de los ojos del Señor. Desde la caída, hemos hecho un desastre de todo, por decirlo de manera clara. No queda nada amoroso en nosotros: nos hemos soltado de Dios. Solo poseemos la miseria de la culpa y el completo desamparo. Sin embargo, Dios nos ama tanto que ha entregado a su amado Hijo, el Señor Jesús, y lo ha enviado a este mundo, dejando que sea herido por nuestra culpa y trasgresión, y dándonos todo en Cristo: el perdón, la paz con el Padre y una nueva vida eterna. El punto es que recibamos todo esto por medio de una fe personal; es decir, que nos aferremos a Cristo. Como dijo una vez Lutero, que le dejemos las riendas de nuestra vida para que sea nuestro amo, para que nos conduzca, nos guíe y nos transforme a su voluntad. Dios ama a este mundo que se le opone. Él ha hecho todo para que tengamos la salvación en Cristo. En cambio, solo la fe en Jesucristo, la comprensión y la afirmación de por qué la cruz fue necesaria, nos llevará a ser salvos.

Sin la fe salvadora en Jesucristo, las personas se enfrentarán al juicio eterno de Dios: “…para que todo el que crea en él no se pierda…”. Precisamente esto es lo que debe entenderse por “perder”. De nada te sirve el amor de Dios por este mundo, el cual ha puesto de manifiesto en el nacimiento de Cristo y su obra de redención, si no lo aceptas personalmente por medio de la fe. Si quieres creer, pero piensas que no puedes, pídele que obre esa fe en ti, y haz como aquel hombre que gritó a Jesús desesperado: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Mr. 9:24).

Perderse por toda la eternidad, bajo el justo juicio de Dios, es el fin inevitable de una humanidad alejada de Él. Esto es sencillamente lo que merecemos. Cuando George Whitefield predicó en Inglaterra y Norteamérica, mostró a la gente lo que significaba estar perdido, y con toda razón, bajo el juicio de un Dios santo y justo. Muchas personas se volvieron a sus casas convencidos de lo siguiente: “…estamos justamente perdidos, no merecemos otra cosa”. Al día siguiente, oyeron hablar del amor de Dios y el sacrificio perfecto de Jesús. En contraste con la sensación de perdición, esta verdad brilló con más fuerza. Esta es la maravilla de este tercer milagro navideño: Dios nos da la salvación. Philipp Friedrich Hiller dijo al respecto: “Me ha tocado la misericordia, una misericordia de la que no soy digno”.

La parte del versículo que dice: “…para que no se pierda…”, nos hace pensar en que Jesús nació para traernos la salvación. Los creyentes del Antiguo Testamento esperaban que Dios enviara al Salvador prometido. A pesar de estar rodeados de una humanidad sin Dios y de no saber con exactitud cómo sucedería, creían en las palabras del Señor y anhelaban la venida del Mesías. Entonces llegó el tiempo de la redención. La primera venida de Jesús nos muestra el gran amor que el Padre tiene por nosotros, los seres humanos. Sin embargo, la obra de Dios no termina aquí. Jesús viene de nuevo, y la Navidad también nos lo recuerda. Esta vez no vendrá como un niño ni con el propósito de redimirnos, sino con poder y gloria, para juzgar a la humanidad. Hace dos mil años, Él hizo todo para que la humanidad alcance la redención y, en Su gran amor y paciencia, espera hasta hoy, para que las personas se arrepientan y se salven mediante la fe en Él. Espera, a pesar de que la humanidad ha persistido en su rebeldía durante los últimos dos mil años. Cuando Jesús regrese con poder y gloria —lo que podría pasar muy pronto— la suerte estará echada, como dice el refrán. Para todos aquellos que no han creído en Él, tan solo quedará el juicio: “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn. 3:17-18).

El regreso de Jesús impactará terriblemente en todos aquellos que no creen en Él, así como alcanzará a todos los que han muerto sin la salvación de Jesucristo. Y entonces ocurrirá algo más antes de que termine esta primera creación: Israel reconocerá a Cristo como su Salvador, y la Tierra volverá a florecer durante mil años. No porque los humanos le hayamos dado la vuelta a la tortilla, resolviendo la cuestión de Gretchen(1), sino porque Cristo reinará visiblemente y satanás será atado.

A pesar de los teléfonos inteligentes, las tabletas, las computadoras, los autos eléctricos y otros medios de transporte moderno, no estamos pasando los mejores tiempos después de la caída. Por el contrario, la humanidad está lejos de Dios, atrapada en la oscuridad. Ninguna innovación tecnológica puede cambiar esto. Basta con pensar en el asesinato legalizado de la vida no nacida en el vientre materno o en las numerosas relaciones destruidas por el odio y las rencillas. El mejor momento para este mundo, desde la caída, llegará con el regreso de Jesús. Él juzgará a la humanidad. Resolverá la cuestión de la paz, la justicia y los problemas medioambientales. Todo esto se hará realidad cuando Cristo reine y las naciones se rindan ante Su voluntad.

Después del reino milenario o el reino mesiánico, la primera Tierra desaparecerá. Así como Dios creó este mundo en su momento, creará un nuevo cielo y una nueva Tierra: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas” (Ap. 21:1-5).

Juan 3:16 nos habla de la vida eterna, algo nuevo que solo podemos alcanzar a través de la fe en Cristo. Un día esta fe descansará en una comunión eterna, inseparable y visible con Dios. Esto también forma parte de la redención del mundo: saber que aún no ha pasado lo mejor y que nos espera mucho más por delante.

Una vez que la nueva Tierra y el nuevo cielo estén aquí, no temeremos por que alguna vez se acabe, como cuando uno recuerda con nostalgia sus últimas vacaciones de verano. La nueva creación continúa por siempre y para siempre en la gloria de Dios. Nos maravillaremos aún más de la grandeza de la redención. En cambio, esto solo será realidad para aquellos que han creído en Jesús como su Salvador. Jesús ha traído la redención a este mundo, rescatándonos de una pérdida total, del poder del pecado y de la desesperanza.

Conclusión
El primer milagro de la Navidad es que Dios ama a una humanidad que se ha separado y rebelado contra Él. Nos ama a pesar de que nos hayamos rodeado de tinieblas. El segundo milagro de la Navidad es que Dios dio a Su Hijo. No solo lo envió a una humanidad desinteresada en Él, sino que lo entregó para nuestra salvación. Cristo, a pesar de comportarnos como enemigos de Dios, nos conquistó una salvación gratuita, plena y eterna. Por último, el tercer milagro navideño es que Dios nos da la salvación, la cual alcanzamos por la fe en Jesucristo como nuestro Salvador, como el Redentor. Todos los que pertenecemos a Cristo tenemos la esperanza de Su regreso, y Su venida también ofrece esperanza para el planeta Tierra. Después de Su reinado mesiánico, esta redención conducirá a la creación de un nuevo cielo y una nuevo mundo. No obstante, el camino hacia la salvación solo es posible a través de la fe en Jesucristo.

La última estrofa del himno de Adviento Cómo debo recibirte, de Paul Gerhardt, resulta muy apropiada:

Cual Juez del mundo viene,
terror del malhechor,
mas gracia y luz obtiene
quien ama al Salvador.
Oh ven, oh ven, Sol mío
y lleva a todos nos
a tu presencia santa,
la casa de mi Dios. (2)

(1) La palabra Gretchenfrage ‘la cuestión de Gretchen’ hace referencia a una pregunta directa y de suma importancia, que a menudo apunta al núcleo del problema. Una expresión extraída de Fausto, una obra de Goethe (N. del T.).
(2) Se ha tomado una versión del himno adaptada al español. Esta puede ser acompañada por la melodía del oratorio de Navidad (BWV 248), de J. S. Bach (N. del T.).

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