¿Pasará la Iglesia por el día del Señor?
En 1 Tesalonicenses 5:1-11, Pablo nos explica algunas verdades acerca del futuro “día del Señor”. Comienza con una interesante declaración en el primer versículo:
“Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, no tenéis necesidad, hermanos, de que yo os escriba”. Otra versión lo dice así:
“Ahora bien, hermanos, con respecto a los tiempos y a las épocas, no tenéis necesidad de que se os escriba nada” (lbla).
Sus palabras coinciden con la respuesta de Jesús a sus discípulos, inmediatamente antes de ascender al cielo: “Entonces los que estaban reunidos, le preguntaban, diciendo: Señor, ¿restaurarás en este tiempo el reino a Israel? Y Él les dijo: No os corresponde a vosotros saber los tiempos ni las épocas que el Padre ha fijado con su propia autoridad” (Hch. 1:6-7; lbla).
En el texto griego, la palabra para “tiempo” es cronos, y se refiere a la cronología, la secuencia de la historia, el paso del tiempo. Y kairos, traducido aquí como “época” u “ocasión”, es un tiempo determinado en el que algo importante sucede, un momento o una época decisivos en el curso de la historia de la salvación. Detrás de kairos, aunque sin excluir la responsabilidad del hombre por sus acciones, está el plan determinado por Dios y Su presciencia.
Veamos un ejemplo de esto:
Cuando Pedro habló, en el día de Pentecostés, a los judíos acerca de la crucifixión y resurrección de Jesús, dijo: “…a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hch. 2:23). Ellos actuaron por responsabilidad propia cuando entregaron y crucificaron al Señor Jesús, pero los sucesos ya estaban determinados por el anticipado conocimiento de Dios y correspondían a Su Plan para la salvación del mundo.
En el discurso de Pedro en el pórtico de Salomón notamos algo similar, cuando dice: “…y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos (…). Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer” (Hch. 3:15, 17-18). Ellos obraron por cuenta propia y por ignorancia, sin embargo, Dios cumplió a través de ellos su Plan profético predeterminado.
¿Cuándo vendrá el día del Señor? La Biblia no nos permite calcularlo. Si bien nos trasmite mucho acerca de cómo será la venida del Señor, no nos dice nada sobre el momento en que sucederá. Pasa exactamente como lo dijo Jesús a sus discípulos en el monte de los Olivos: “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino solo mi Padre” (Mt. 24:36).
Esto significa que no deberíamos ponernos a calcular ni a especular con respecto a la venida de Cristo, pero sí observar las señales del tiempo y prepararnos; contar en todo momento con su regreso; anunciar que Cristo viene, sin indicar ninguna fecha posible.
Después de estas aclaraciones vamos a estudiar más a fondo las palabras del apóstol Pablo a los tesalonicenses, considerando también su contexto. Nos daremos cuenta de que el énfasis del apóstol no es tanto el día del Señor en sí, sino la vida de los creyentes en la época que precede a ese día.
Podemos observar la misma preocupación del apóstol en Romanos 13:11, donde escribe: “Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos”.
Según Pablo, ya conocemos el tiempo y las épocas (1 Tesalonicenses 5:1) y podemos actuar conforme a ello. Por lo tanto, no es necesario que nos dé más información al respecto. Sabemos perfectamente que el día del Señor viene.
Como ladrón en la noche
“Pues vosotros mismos sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche” (1 Ts. 5:2).
Esta afirmación se basa en las declaraciones de Jesús en Mateo 24:34-44, donde el Señor habló acerca del tiempo final. Allí dice:
“Pero sabed esto, que si el padre de familia supiese a qué hora el ladrón habría de venir, velaría y no dejaría minar su casa. Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis”.
También Pedro, hablando de los días finales, expresa lo sorpresivo de ese suceso con palabras similares: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche…” (2 P. 3:10).
Y en el libro de Apocalipsis, el Señor le dice a la iglesia de Sardis: “Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti” (Ap. 3:3).
El “día del Señor” ya se conocía en el Antiguo Testamento (véanse Abdías 1:15; Joel 2:31; Sofonías 1; Malaquías 4:5), contrariamente al arrebatamiento y la transformación de la Iglesia, que era un misterio (1 Corintios 15:51 y ss.). Por lo tanto, la expresión “día del Señor” no se refiere al arrebatamiento de la Iglesia, sino al retorno visible de Cristo en gloria y a los juicios que seguirán a Su venida. Así como un ladrón llega de manera inesperada, también irrumpirán repentinamente los sucesos apocalípticos del día del Señor. Sin embargo, podemos observar las señales que nos indican que ese día se acerca; por ejemplo, en 1 Tesalonicenses 5:3: “que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán”.
Cuando habla de “ellos”, se refiere a Israel y al mundo, no a la Iglesia. Aunque el día mismo no se puede calcular, será precedido por ciertos fenómenos reconocibles, que llamamos las señales del tiempo; entre ellas, la búsqueda mundial de paz, seguridad y unión, con relación a un renacido Estado de Israel –¡un tema de candente actualidad hoy en día! Pero la Biblia dice que, precisamente en ese momento, el peligro será muy grande, pues “entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina”. “Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra” (Lc. 21:35).
Puesto que el día del Señor traerá el juicio sobre el mundo y no concierne a la Iglesia, el texto bíblico habla claramente de “vosotros”, “ustedes” o “nosotros” por un lado, y de “ellos” o “los otros” por el otro. Se trata de la Iglesia por un lado, y del mundo por el otro; de los redimidos, y de los que serán juzgados; de los hijos del día y de la luz, y de los de la noche y de las tinieblas:
“Mas vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas” (1 Ts. 5:4-5).
No durmamos, sino velemos
“Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Pues los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo” (1 Ts. 5:6-8).
La exhortación de “no dormir como los demás” nos hace recordar que también nosotros los creyentes nos dormimos. Pensemos en la parábola de Jesús acerca de las diez vírgenes, donde leemos: “Y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron”. También las prudentes se durmieron, y a pesar de esto fueron salvas. De la misma manera, la carta a los Romanos habla a creyentes cuando nos exhorta a levantarnos del sueño: “Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Ro. 13:11-12). No tomemos el hecho de que también los creyentes nos dormimos como una excusa para seguir dormitando, sino, al contrario, dejémonos incentivar a levantarnos del sueño, recordando también la orden que Pablo les da a los tesalonicenses: “no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios” (1 Ts. 5:6).
¿Cómo sabemos si dormimos o si estamos velando? Pablo lo expresa de esta manera:
“La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Ro. 13:12-14).
Estamos durmiendo espiritualmente cuando vivimos en las obras de las tinieblas y no llevamos las armas de la luz; es decir, cuando nos hemos conformado al mundo, en lugar de identificarnos con Dios y buscar lo celestial. Esto lleva a una vida indecente, carnal, poco espiritual, que no le conviene a una persona que le pertenece a Jesús.
Los que duermen se entregan a los placeres mundanos, de manera que ya no se ve ninguna diferencia con el mundo: se observa en ellos glotonería, es decir, un apetito desmedido por el placer, borracheras, comportamiento inmoral, libertinaje, peleas y envidia. Los que duermen no viven con Cristo, sino que viven su propia vida, pensando tan solo en proveer para el cuerpo y satisfacer sus continuos deseos.
Luego Pablo sigue con sus explicaciones a los tesalonicenses y dice: “Pues los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo” (1 Ts. 5:7-8).
Suena muy similar a lo que leímos en la carta a los Romanos. Debemos, pues, ser sobrios, y no permitir que las especulaciones y el miedo dominen nuestra mente. Pongámonos la coraza de la fe, con la cual podemos enfrentarnos a las adversidades del tiempo final. Vistámonos de amor, para poder acercarnos a nuestros prójimos como conviene. Pongámonos el yelmo de la esperanza en nuestra salvación completa, cuando estemos con el Señor. Y levantemos nuestra cabeza para poder ver la clara luz de Cristo a través de las nieblas del tiempo.
No fuimos puestos para ira
“Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que ya sea que velemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él” (1 Ts. 5:9-10).
La Iglesia del Señor Jesucristo no está entregada a la ira de Dios. Ya no será juzgada. Dice Juan 3:18: “El que en él cree, no es condenado…”. Y en el versículo 36 leemos: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.
Los creyentes en Jesús vivirán con él. Así como él vive, también ellos vivirán. La vida del Señor Jesucristo es la garantía para la vida de los suyos. Su resurrección significa la resurrección de ellos. Por lo tanto, no importa si ya habremos fallecido o todavía vivamos cuando Cristo regrese: ¡viviremos “juntamente con él”!
Recordemos las palabras de 1 Tesalonicenses 4:16-17: “…y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor”.
Resumamos entonces:
Es posible que los creyentes nos durmamos espiritualmente a pesar de ser salvos, como leímos en Romanos 13:11 y Mateo 25:5. Pero estos pasajes nos muestran que nuestra pertenencia al Reino de Cristo y nuestra participación en el arrebatamiento no dependen de nuestro estado espiritual del momento. Todos los renacidos vivirán con el Señor, porque no pertenecen a las tinieblas, aunque se hayan cansado e incluso dormido espiritualmente.
Sin embargo, subrayamos una vez más que esta seguridad no puede ser una excusa para nuestra pereza espiritual. Pues aunque estamos seguros de la salvación de nuestras almas de la perdición eterna, debemos estar conscientes de que nuestro estilo de vida espiritual llevará sus consecuencias. Después del arrebatamiento, el creyente tendrá que rendir cuentas de su vida ante el tribunal de Cristo (béma) y podrá sufrir pérdidas, como explica Pablo en 1 Corintios 3:14-15.
Por eso, el apóstol se esforzaba por obtener el premio supremo. Testificó en Filipenses 3:14: “…prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”. También Juan habló de su deseo de recibir el “galardón completo” (2 Juan 1:8). Y si los apóstoles ponían todo su empeño y luchaban para alcanzar esta meta, ¡cuánto más deberíamos hacerlo nosotros! La salvación es algo que recibimos sin esfuerzo propio, pero para obtener el premio, debemos trabajar.
Anímense mutuamente
“Por lo cual, animaos unos a otros, y edificaos unos a otros, así como lo hacéis” (1 Ts. 5:11). Esta exhortación es la confirmación y continuación del pasaje sobre el arrebatamiento de la Iglesia en 1 Tesalonicenses 4:18, que terminaba con palabras similares: “Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras”.
Estos dos versículos están en una estrecha relación y tienen un mensaje especial para nuestra generación del tiempo final, y ante los acontecimientos que nos esperan debemos alentarnos, exhortarnos, edificarnos, consolarnos, ayudarnos y levantarnos mutuamente. Es importante no solamente considerarse a sí mismo y a sus propias necesidades, sino trabajar por los hermanos, por el bien de la comunión, asumiendo la responsabilidad por toda la iglesia y por nuestros prójimos.
No demos golpes a los demás ni les compliquemos la vida señalándoles constantemente lo difícil y lo mal que está todo. Consolar significa aliviar el sufrimiento del otro mostrándole interés, animándole, ayudándole a levantarse y a superar los obstáculos; significa echar una mano, también señalar las bendiciones y promesas que están por llegar y que sin duda llegarán. El consuelo espiritual, que en definitiva viene de Dios, calma a la persona angustiada y la estabiliza emocionalmente.
Ya los salmistas vivían esta experiencia con Dios y la expresaban con estas palabras:
“Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra” (Sal. 121:1-2). “En la multitud de mis pensamientos dentro de mí, tus consolaciones alegraban mi alma” (Sal. 94:19).