Oh Santísimo

Norbert Lieth

«Oh santísimo, felicísimo, Grato tiempo de Navidad
Cristo el prometido
Ha por fin venido: ¡alegría, alegría, cristiandad!»

Fue un tiempo de guerra que trajo pobreza y enfermedad. Multitudes de refugiados inundaban la tierra. La batalla de las naciones en las cercanías de Leipzig en octubre de 1813 tuvo consecuencias devastadoras para incontables personas. No obstante, el matrimonio Johannes y Caroline Falk hicieron frente a la calamidad. Ellos recogieron a los huérfanos que le seguían a los ejércitos en sus trayectos a través del país, en la esperanza de poder recoger algo para comer. Los Falk mismos habían perdido a cuatro de sus siete hijos por la fiebre tifoidea. Pero a pesar de su propio sufrimiento, ellos fundaron un orfanato y un gran trabajo social para adolescentes. La razón para su comportamiento altruista era Dios.

Él había intervenido en la vida de ellos, abriéndoles el horizonte a la eternidad infinita. El amor ilimitado que Dios el Padre desea dar a los humanos a través de Su Hijo Jesucristo los había impresionado. Ese amor los inspiraba.

A los niños sin hogares que ellos habían recogido, Johannes Falk les dedicó una canción en el año 1815, canción que hoy posiblemente sea uno de los cánticos de Navidad más populares: “Oh Santísimo”.

Lo que en su tiempo escribiera el apóstol Pablo, fácilmente es aplicable a la vida y obra de Johannes y Caroline Falk: “Como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo” (2 Co. 6:10).

Ellos superaron todo sufrimiento por medio del amor de Dios.

¿Por qué será que hay tan poca alegría verdadera en nuestro mundo, a pesar de que a la mayoría de nosotros, en cuanto a lo exterior, no nos va nada mal en realidad? La respuesta es siempre la misma: Porque falta la relación correcta con Dios. “Al mundo perdido”, dice Johannes Falk en su canción.

El enemigo más grande de la humanidad es el pecado. Éste es el motivo de la perdición. La culpa que cargamos sobre nosotros, odio, envidia, resentimiento, violencia y todas las demás infracciones son lo que envenenan toda relación. El pecado descompone matrimonios, familias y amistades, y divide sociedades. Entre los pueblos reinan guerra y desacuerdo –por el egoísmo sin límites, por avaricia, por altanería, por todo tipo de actividades destructoras. El pecado es como una droga que ata y roba la libertad y el gozo verdadero.

Tantas personas sufren de soledad; están arruinados y desesperados, en su corazón están sin hogar y huyendo. La Palabra de Dios dice correctamente: “Aun en la risa tendrá dolor el corazón; y el término de la alegría es congoja” (Prov. 14:13).

Por eso: “Oh santísimos, felicísimo, ¡grato tiempo de Navidad! Al mundo perdido Cristo le ha nacido”. Jesucristo es la respuesta de Dios a toda miseria, a pecado y muerte, a toda falta de gozo y paz. Su venida trae el gran cambio.

Cuando Él vino a nuestro mundo, el ángel dijo: “No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lc. 2:10-11). Esa fue, en cierto sentido, la primera fiesta de Navidad.

¿En qué consiste el gozo y la alegría que Jesús trae? Desde hace miles de años ya lo predica la fe cristiana:

Él, el Hijo eterno de Dios, bajó del cielo y nació como ser humano. En Él se nos presenta Dios mismo. Gentil y bondadoso vino –como bebé, para ser igual a nosotros los humanos en todo. Él no vino como ilusión o como un ser espiritual misterioso, sino como verdadero ser humano. Nadie conoce mejor que Él los estados de ánimo de nuestra vida. Él escogió su madre, a la cual Él mismo como el Hijo del Dios eterno había creado.

Él vino para salvarnos –no para condenar y juzgarnos. Porque si juicio habría sido Su objetivo, no habría tenido la necesidad de convertirse en ser humano. El tema es así: el diablo, el inventor del pecado, nos vence a los humanos y nos lleva cautivos. Sin embargo el hombre Jesús venció al diablo y nos regaló la libertad. Dios se hizo niño, para que no­sotros pudiéramos llegar a ser hijos de Dios. El alfarero se convirtió a sí mismo en arcilla.

El apóstol Pablo exclamó sorprendido: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Ti. 3:16). Eso quiere decir: Dios se hizo humano en Cristo Jesús.

Jesús fue, es y será sin pecado. Él tomó sobre sí el pecado del mundo entero y murió voluntariamente en una cruz. ¿Por qué? Para librarnos del pecado y de sus peores consecuencias, que son la muerte y la perdición, la separación de Dios. Él resucitó de los muertos, porque la muerte no podía retenerlo a Él quien era sin pecado. Como Dios-hombre perfecto, resucitado por la eternidad, regresó al cielo a la diestra de Dios el Padre. Y un día volverá. Y el reino eterno que Él trae, será la respuesta a todo lo destructivo que existe en nuestro mundo. La resurrección que Él trae, será la respuesta a la muerte; la gloria eterna que Él trae, la respuesta a todo sufrimiento.

Alguien dijo: “El nacimiento de Jesús, el llanto de un niño en el pesebre, quizás sea la declaración más extraña que el mundo jamás haya escuchado. Dios se hace ser humano. Esa es la razón profunda de nuestro gozo navideño en medio de un mundo, en el que muchos sienten más llorar que reir, también en la Noche Buena. ¡Dios está presente! ¡Él está presente para nosotros! ¡Él está presente para ti! Esa es la promesa que Dios dio con el nacimiento de Jesús: ‘¡Yo estoy contigo!’ Nosotros nunca habríamos encontrado un camino hacia Él. Jesús se ha convertido en el camino que nos lleva a Él.”

Al mundo perdido, Cristo le ha nacido: ¡alegría, alegría cristiandad!

Por medio de la encarnación de Jesucristo, Dios dice: “Yo voy a ustedes, al mundo tal como es, no como ustedes lo desean. Yo voy a tu situación tal como es, no como debería ser. Y Yo obsequio perdón y transformación, para que tú llegues a ser tal como deberías ser, hijo mío. Yo soy tu Padre en medio de tu situación. Conmigo llegas a tener tranquilidad. Mi cielo está para los que no tienen patria.”

Lo que Dios en su tiempo le prometió al pueblo de Israel, eso también puede ser válido para ti. Simplemente pones tu nombre: “Canta y alégrate, hija de Sion; porque he aquí vengo, y moraré en medio de ti, ha dicho Jehová” (Zac. 2:10).

Jesús dice: “De cierto, de cierto os digo: el que cree en mí, tiene vida eterna” (Jn. 6:47).

Tu fe en Jesucristo te une a esa una persona que por ti venció pecado, muerte y diablo. Tu fe trae la resurrección y vida infinita en la gloria eterna. Si comienzas a creer, y a hablar con Dios en tu corazón sobre eso, tu corazón se abrirá y Jesús nacerá en tu propio corazón. Podrás salir de la perdición. ¡Pídele eso a Él!  Tienes toda la razón para estar alegre.

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