Lo que significa la bendita esperanza para nuestra vida

Nathanael Winkler

Un análisis de Tito 2:11-15, con miras a la gracia de Dios y nuestra vida en la santificación.

Algunas personas se preguntan: “Si supiera que el Señor va a volver mañana, ¿qué haría diferente hoy?”. Pero hacerse esta pregunta no es el tipo de devoción que el Señor quiere: ya sea hoy o dentro de mil años, mi adoración debe ser siempre la misma. Hago algo, no porque crea que el Señor va a venir ahora, sino porque lo amo. 

A Juan Wesley le preguntaron: “¿Qué harías hoy si supieras que tu Señor viene esta noche?”. Se dice que su respuesta fue: “Levántate, desayuna, sal como todas las mañanas y evangeliza en la calle, vuelve, almuerza, descansa, toma el té y vuelve a salir a evangelizar”. Así que su conclusión fue: “¡No cambiaría nada! Vivo según la voluntad de Dios”.

En Tito 2:11-15 el apóstol Pablo escribe: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras. Esto habla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie”.

Pablo empieza por donde todos deberíamos empezar: con la gracia, la gracia de Dios. La gracia del Señor es el favor inmerecido hacia los pecadores impíos e indignos a los que libra de la condenación y la muerte. Pero la gracia de Dios es más que un atributo divino; es una persona divina: Jesucristo, Dios encarnado, es la gracia encarnada. Jesús personifica y expresa la gracia del Padre. – “…la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres”. 

La gracia nos ha llegado por medio de Dios encarnado: “…quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Ti. 1:9-10). 

El propósito mismo de la gracia salvadora de Dios, por medio de Jesucristo, es salvar al hombre de la corrupción y la destrucción causadas por el pecado. Porque el pecado debilita y destruye la vida humana, separa al pecador del Dios santo y sigue existiendo en la humanidad no redimida como una enfermedad incurable y mortal.

En Tito 2:11-14 Pablo resume el plan eterno de Dios en Cristo. Enumera cuatro aspectos o realidades de la gracia salvadora de Dios: 1. Salvación del castigo (v. 11); 2. Salvación del poder del pecado (v. 12); 3. Salvación de la presencia del pecado (v. 13) y 4. Salvación del dominio del pecado (v. 14).

Salvación del castigo
La gracia de Dios es salvadora para todas las personas. La palabra “salvación” describe el deseo de Dios, demostrado en Su obra redentora, de redimir, salvar y liberar a las personas del pecado. Esta salvación es solo por gracia y solo a través de Jesucristo. Sin ella, el hombre está eternamente perdido, condenado al infierno (véase Marcos 9:43-44; Isaías 66:24). Sin embargo, Cristo obra la salvación eterna para aquellos que ponen su confianza en Él, el Hijo de Dios, Jesucristo. 

Pablo habla de la gracia salvadora “para todos los hombres”. ¿Salvará Dios a todos los hombres al final? Él ofrece Su gracia y Sus dones, de manera absolutamente gratuita, a toda la humanidad caída: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres…” (Tit. 3:4). Pero, aunque la oferta de salvación se hace a todos los hombres, solo es efectiva para los que creen: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn. 3:16-18; cf. Jn. 14:6).

Salvación del poder del pecado
La gracia salvadora, escribe Pablo, se ha manifestado “enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente”. 

Enseñar significa instruir y educar. La gracia soberana de Dios no solo es salvadora, sino también maestra, educadora, pedagoga, consejera. Cuando fuimos salvados, quedamos inmediatamente bajo la guía e instrucción de Dios a través de Su Espíritu Santo y Su Palabra. 

Pablo lo explica en otros lugares de la siguiente manera: “Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (1 Co. 2:12-13). Además: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef. 2:1-6). 

Cuando una persona se salva de verdad, se convierte de verdad y recibe una nueva vida en Jesucristo, no solo cambia su naturaleza, sino que cambia también su vida. Es algo visible. No es posible ser salvado de la pena del pecado y no ser salvado también del poder de su dominio: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20).

Sin embargo, la Palabra de Dios no nos enseña que la perfección sin pecado sea posible en la vida terrenal. Pero Pablo dice: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:12-14).

Y en otro lugar Pablo dice: “No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó…” (Col. 3:9.10). 

Nuestra vida terrenal actual es un tiempo de santificación, un proceso bidireccional en el que nuestro viejo y pecaminoso “yo” disminuye cada vez más, y nuestro nuevo hombre, Cristo en nosotros, crece cada vez más. Y en este proceso, el Señor nos instruye a renunciar a la impiedad y los deseos mundanos (Tito 2:12). —“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Ro. 6:12-13). 

Renunciar es un acto consciente e intencionado de la voluntad humana, se trata de apartarse conscientemente de lo que es pecaminoso. Significa decirle “no” a la impiedad y a los deseos mundanos. La impiedad es todo lo que no es para la gloria de Dios. Y sobre los deseos mundanos, escribe la Biblia: 

“Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2 Ti. 2:22). —“Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pe. 2:11). —“Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gá. 5:16).

Así, Cristo nos capacita para vivir “en este siglo sobria, justa y piadosamente”. “Sobriamente” significa no dejarse llevar por circunstancias o influencias externas. “Justamente” significa obedecer sin reservas la Palabra de Dios, la norma divina acerca de lo que es correcto. “Piadosamente” significa mantener una estrecha comunión con Dios. Y cuando la Biblia nos dice “en este siglo”, es el aquí y el ahora. Nuestro renacimiento, transformación y renovación contínua han de ser un testimonio para un mundo perdido. 

Por la gracia somos renovados y vivimos una vida con propósito, santificada.

Salvación de la presencia del pecado     
“Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13).

Una de las maravillosas verdades de esta promesa es que un día, cuando nuestra redención sea completa, seremos glorificados y perfectos como nuestro Señor, en pureza y justicia. —“Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2). 

“Aguardando…”: no solo es una espera anhelante, sino también una expectativa activa y segura, pues la “esperanza bienaventurada” expresa un cumplimiento gratificante, bienaventuranza y confianza seguras. Pablo no habla de un deseo humano, sino de una certeza prometida por Dios. Esta certeza es “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”, o sea, Su regreso.

Su primera venida fue en gracia: “...la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Ti. 1:9-10).

Y sobre su segunda venida escribe Pablo: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino” (2 Ti. 4:1).

¡Lo mejor está por llegar! Esperamos el arrebatamiento de la Iglesia (véase 1 Corintios 15:51-58; 1 Tesalonicenses 4:13-18) y la segunda venida del Señor. Y aunque muramos antes, tenemos la esperanza y la confianza de estar con Él un día. Cristo reinará en la gloria, y toda la creación anhela ese día: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:22-23).

Pablo se centra en la culminación de nuestra redención cuando nuestro Señor nos llame al lugar que ha preparado (Juan 14:1-3). Aunque vivamos en la Tierra, nuestra ciudadanía está en el Cielo, ¡estamos de paso! “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya...” (Fil. 3:20-21).

También vemos que, cuando Pablo escribe sobre la espera de “nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”, se refiere a Jesucristo como Dios (véase Juan 1:1-18; Romanos 9:5; Hechos 1:1-3). Con “gran Dios” el apóstol no puede referirse a Dios Padre, porque en Tito 2:14 habla de una persona en singular. En el Nuevo Testamento, el término “grande” se aplica a menudo a Jesús (Mateo 5:35; Lucas 1:32; Hebreos 10:21). Y, sobre todo, en ninguna parte del Nuevo Testamento se habla de la venida o del regreso de Dios Padre, sino solo el de su Hijo. 

Redención del dominio del pecado
“…quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tit. 2:14). 

La redención nos libera permanentemente de la posesión del pecado, en cuya esclavitud total vive el hombre no regenerado. “Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Ro. 6:5-7).

Nuestro Señor bondadoso se dio a sí mismo para redimirnos de toda de toda la anarquía y esclavitud del pecado. En Hechos 20:28 se habla de la “Iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”. Y Pedro escribe: “…sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pe. 1:18-19).

Dado que Cristo se dio a sí mismo por nuestros pecados “…para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gá. 1:4), todo creyente puede testificar como Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20).

Así, Él nos ha hecho un “pueblo propio” para sí mismo, no temporalmente, sino para siempre. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10:27-29).

Si la salvación fuera solo temporal y uno pudiera perderla, entonces, por definición, no podría garantizar la vida eterna. Pero ni el mismo satanás puede robarle la salvación a un creyente; para poder hacerlo, tendría que ser más poderoso que el Dios que lo creó y que es más grande que todo. 

Como pueblo redimido de Dios, damos más pruebas de nuestra salvación al ser un pueblo “celoso de buenas obras”: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10).

Las buenas obras son un fruto natural de nuestra fe y del celo producido en nosotros por ella. Son un fruto del Espíritu. —“… ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (He. 9:14).

Siempre ha sido la intención de Dios que su pueblo sea justo y santo, para dar testimonio de su propia justicia y santidad ante el mundo incrédulo: “…manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras” (1 Pe. 2:12). Y la norma sigue siendo la que el mismo Cristo nos transmitió: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt. 5:48).

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