Llamado de un cristiano perseguido

Cipriano de Cartago († 258)

La venida de Cristo habrá traído el fin de los tiempos (1 Co. 10:11; 1 P. 1:20). Ya desde hace 2,000 años, las olas del tiempo del fin rugen sobre la iglesia, la cual aun así no es devorada por las puertas del reino de la muerte. Una exhortación que por eso mismo es tan candente como en los principios de la iglesia apremiada.

Cristo dijo y profetizó que por todas partes estallarían guerras y hambrunas, terremotos y pestes. Para que no fuéramos derribados por el terror inesperado y sorpresivo de las pruebas, ya hace mucho tiempo atrás, Él señaló que los sufrimientos aumentarían más y más en los últimos tiempos. Vean, sucede ahora lo que está dicho. Y como ahora sucede lo que fue dicho, también vendrá todo aquello que fue prometido. Porque el Señor mismo promete y dice: “cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lc. 21:28).

El reino de Dios, estimados hermanos y hermanas, se ha acercado mucho. El galardón de la vida celestial y del gozo de la salvación eterna, la bienaventuranza imperecedera y la posesión una vez perdida del paraíso ya dan señales con el pasar inminente de este mundo. Ya le sigue a lo terrenal lo celestial, lo grande a lo pequeño, lo eterno a lo pasajero. ¿Dónde habría aquí lugar para miedo y preocupación? ¿Quién estaría ahí vacilante y triste, salvo alguien a quien le falte esperanza y fe? Porque solo aquel que no quiere ir a Cristo, tiene que temer la muerte. Solo aquel, sin embargo, puede resistirse ir a Cristo, porque no cree que comienza a reinar con Cristo.

Escrito está: “mas el justo por la fe vivirá” (Ro. 1:17; Hab. 2:4). Pero tú eres justo y vives por la fe, si verdaderamente confías en Dios, ¿por qué no esperas con gozo el ser llamado a la presencia de Cristo? ¿Y por qué no deseas para ti la felicidad de liberarte del diablo? Porque entonces estarás con Cristo y puedes estar seguro de las promesas del Señor.

Fue así como Simeón el justo, quien en verdad era justo y lleno de fe cumplía los mandamientos de Dios, había recibido de Dios la confirmación, de que él no moriría hasta haber visto al Cristo. Cuando, entonces, el niño Jesús, con su madre, fueron al templo, él conoció en el Espíritu que Cristo, de quien se le había profetizado con anterioridad, había nacido. Él sabía que iba a morir después de haberlo visto a Él. Lleno de gozo por la muerte cercana y en la seguridad de que pronto sería llamado a partir, tomó al niño en sus brazos, adoró a Dios, y exclamó: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación” (Lc. 2:29-30).

Con eso él, después de todo, demostró y testificó que nosotros los siervos de Dios, recién tenemos paz y tranquilidad total e ininterrumpida, cuando hayamos sido arrebatados de las tormentas de este mundo, entrando así en el puerto de la patria eterna y de la seguridad, sí, cuando hayamos liquidado nuestra deuda de muerte aquí y hayamos llegado a la inmortalidad.

De lo contrario, ¿qué tenemos en el mundo más que el guerrear diariamente contra el diablo y el tener que lidiar en una lucha constante contra sus flechas y proyectiles? Tenemos que luchar con la codicia, con la inmoralidad, con la ira, con la ambición. Tenemos que aprobar un combate constante y fatigoso contra los apetitos carnales y las seducciones del mundo. Acosados y por todas partes presionados por las tentaciones del diablo, el alma del ser humano apenas que puede enfrentarse al error individual, apenas puede resistirle. Cuando la codicia está vencida, se levanta la lujuria; cuando la lujuria está reprimida, la ambición toma su lugar; está vencida la ambición, nos amarga la ira. La soberbia nos infla, el alcoholismo nos atrae, la envidia molesta la armonía y los celos destruyen la amistad. […]

Solo aquel desea quedarse mucho tiempo en el mundo, a quien le gusta el mundo –a quien le fascina la temporalidad aduladora e ilusoria con las excitaciones del placer terrenal. Pero como el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas entonces al que te odia? ¿Por qué no le sigues mejor a Cristo, quien no solo te redimió, sino también te ama? Juan levanta su voz y nos advierte de que, bajo ningún concepto, sigamos los deseos carnales, ni amemos el mundo. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:15-17).

Debemos tener en cuenta, estimados hermanos y hermanas, y recordarlo una y otra vez, que nosotros hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí solamente como huéspedes y extranjeros (1 P. 2:11). Con gozo, queremos darle la bienvenida al día que a cada uno le indique su hogar, que nos saque de aquí, que nos libere de los lazos de este mundo, y en su lugar, nos devuelva el paraíso y el reino de los cielos. ¿Quién, si está en el extranjero, no se apuraría a regresar a su patria? ¿Quién, si desea regresar a los suyos en un viaje lo más rápido posible, no añoraría que haya viento favorable para poder abrazar a sus seres queridos lo antes posible? Consideramos el paraíso como patria, hemos comenzado a ver a los patriarcas como nuestros padres (Gá. 3:7) –¿por qué no nos apuramos y corremos, para poder ver nuestra patria, poder saludar a nuestros padres?

Un gran número de seres queridos nos esperan allí. Una multitud imponente y poderosa de padres, hermanos e hijos nos añora, personas que ya no se preocupan por su propia salvación y ya solo lo hacen por la nuestra. ¡Apurarnos a llegar bajo sus ojos y a sus brazos, qué gozo tan grande para ellos y para nosotros! ¡Qué dicha hay allá en el reino celestial, cuando ya no nos espante ningún tipo de muerte; qué felicidad suprema y duradera, cuando la vida no termine jamás!

Allí encontramos el coro glorioso de los apóstoles, allí la multitud de los profetas jubilosos, allí los mártires incontables, que por su victoria gloriosa en lucha y sufrimiento recibieron la corona, allí las vírgenes triunfantes que vencieron los deseos de la carne y del cuerpo a través del poder de la renuncia, allí los misericordiosos que alimentando y regalando a los pobres han realizado obras de justicia y recibieron su galardón, los que fieles a los mandamientos del Señor convirtieron sus bienes terrenales en tesoros celestiales (Mt. 6:20; 19:21). ¡Hacia ellos, estimados hermanos y hermanas, vayamos apurados con ansias y con el deseo, que nos pueda ser concedido, poder estar lo más pronto posible con ellos, poder llegar lo más pronto posible a la presencia de Cristo! Estos pensamientos nos hacen ver a Dios con nosotros. Este propósito del espíritu y de la fe nos hace ver a Cristo. Cuanto más grande sea nuestra añoranza por Él, tanto más abundante será el galardón del amor que Él nos concederá.

Cipriano de Cartago († 258)
Resumido y ligeramente adaptado lingüísticamente de “Sobre la Mortalidad” 1-4; 24; 26, Biblioteca de los Patriarcas Eclesiásticos, unifr.ch/bkv; puesto a disposición por el Dr. Gregor Emmenegger, Departamento de Patrística e Historia Eclesiástica. Cipriano murió como mártir por la fe, después de que él, en sus años más jóvenes, hubiera huido de la persecución, abandonando a su congregación. Él sabía por experiencia propia de lo que hablaba. Él conocía tanto el fracaso como la fidelidad.

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