Las Lamentaciones

Thomas Lieth

Una visión general acerca de lo que este libro significa para Israel y para nosotros hoy.

En el original, es decir, en hebreo, el libro de Lamentaciones se llama Ekah, que significa “consternación”, “fuertes gritos”, “canto fúnebre” o “lamentación”. 

El libro tiene solo cinco capítulos, y ya tan solo su estilo y composición merecerían un análisis más detallado, pero quiero limitarme al contenido y al marco histórico. Preguntémonos primero quién escribió este extraordinario libro. Aunque no se menciona al autor por su nombre, hay muchos indicios de que el profeta Jeremías fue inspirado y encomendado por Dios para escribir las Lamentaciones.

Ningún otro profeta sintió y experimentó el sufrimiento de su pueblo de forma tan intensa como Jeremías. Fue un testigo ocular de lo que le ocurrió en particular a Jerusalén por su persistente impiedad. Fue testigo del asedio de Jerusalén y de la hambruna que lo acompañó. Vio la ciudad santa tomada, saqueada y destruida por los babilonios. Y tuvo que presenciar cómo la morada de Dios, el Templo, fue quemada y devastada. Durante cincuenta años Jeremías suplicó al pueblo que se arrepintiera, pero lo único que recibió fue rechazo, que culminó con un atentado a su vida. 

No en vano se llama a Jeremías el profeta llorón, pues le desgarraba literalmente el corazón ver cómo su amado pueblo se encaminaba a la ruina. Dios lo había llamado una y otra vez al arrepentimiento a través de sus profetas, pero los mensajeros del Señor no cosecharon más que desprecio. Y quien desprecia al mensajero, desprecia también al que lo ha enviado. En consecuencia, el pueblo no se rebeló contra Jeremías ni contra ninguno de los otros profetas; no, se rebeló contra Dios mismo. Por eso Él les dice en Jeremías 22:21: “Te he hablado en tus prosperidades, mas dijiste: No oiré. Este fue tu camino desde tu juventud, que nunca oíste mi voz”. Y al final, cuando ya todo estaba perdido y el juicio caía sobre un pueblo impenitente, Jeremías calificó la culpa de Israel como peor que los pecados de Sodoma (Lamentaciones 4:6).

Sí, el juicio de Dios ya estaba más que esperado hacía tiempo, ya que Israel había pisoteado y roto el pacto de Dios. Ya el profeta Moisés había profetizado en el nombre del Señor: “Pero acontecerá, si no oyeres la voz de Jehová tu Dios (…) vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te alcanzarán. Maldito serás tú en la ciudad, y maldito en el campo” (Dt. 28:15-16).

Si continuamos leyendo lo que Moisés anunció, vemos cómo las maldiciones anunciadas se cumplieron en su totalidad. Dios no se deja burlar, y aunque en su longanimidad, bondad y misericordia permite que haya tiempo y espacio para el arrepentimiento, llega un momento en que cumple su Palabra, tanto sus promesas como su juicio, tanto su bendición como su maldición.

Dios no se olvida de quien le sirve y hace el bien, pero tampoco del que no le hace caso ni le honra. Después de que las diez tribus del reino del Norte fueran destruidas por los asirios más de cien años antes, los babilonios entraron en Jerusalén. Y el libro Ekah trata principalmente de la lamentación o el canto fúnebre que describe el entierro de la otrora extraordinaria ciudad. 

“Todos los que pasaban por el camino batieron las manos sobre ti; Silbaron, y movieron despectivamente sus cabezas sobre la hija de Jerusalén, diciendo: ¿Es esta la ciudad que decían de perfecta hermosura, el gozo de toda la tierra?” (Lm. 2:15).

La caída de Jerusalén fue un trauma totalmente incomprensible para los judíos, que habían creído que Dios nunca permitiría que esta ciudad, el corazón de la nación y la delicia de toda la tierra, cayera en manos de los gentiles. Así lo dice Miqueas 3:11: “¿No está Jehová entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros”. Qué falacia: “Cayó la corona de nuestra cabeza; ¡Ay ahora de nosotros! porque pecamos” (Lm. 5:16).

Capítulo 1: La Lamentación sobre Jerusalén
En la traducción de la Biblila nvi, la primera canción comienza con una expresión de dolor, “ay”, que corresponde al hebreo “ekah” y expresa una franca consternación: “¡Ay, cuán desolada se encuentra la que fue ciudad populosa! ¡Tiene apariencia de viuda la que fue grande entre las naciones! ¡Hoy es esclava de las provincias la que fue gran señora entre ellas!” (Lm. 1:1).

¡Qué ciudad tan vibrante e impresionante era Jerusalén! Además, albergaba el santuario supremo, la morada de Dios en medio de su amado pueblo. Jerusalén no era una ciudad cualquiera, sino que con razón se llamaba la Ciudad de Dios, porque Él mismo había elegido a Jerusalén y había hecho construir allí su morada terrenal, el Templo.

El Dios único, que tiene inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, al que ningún hombre ha visto ni puede ver (1 Timoteo 6:16), quiso estar cerca de Su pueblo en aquella ciudad y en aquel templo. Se trata de la llamada shekinah, la gloria de Dios, que una vez precedió a los israelitas en la columna de nube, y de fuego de noche, durante el peregrinaje por el desierto y que luego se instaló en el Tabernáculo y más tarde en el Templo. Y aunque Jerusalén no tuviera necesariamente una importancia destacada para las naciones, esta ciudad siempre ha sido ferozmente disputada, incluso hasta el día de hoy. Casi ningún otro lugar ha visto entrar y salir más gente que esta misteriosa ciudad de Oriente Medio; amigos y enemigos por igual han ido y venido, llegan y parten. Y en las grandes fiestas como la Pascua, millones de personas peregrinaban a Jerusalén. Pero a este ajetreo, que había comenzado con un gran temor a Dios, terminó en prostitución espiritual, Dios le puso un final abrupto: “Las calzadas de Sion tienen luto, porque no hay quien venga a las fiestas solemnes; Todas sus puertas están asoladas, sus sacerdotes gimen, Sus vírgenes están afligidas, y ella tiene amargura” (Lm. 1:4).

Jerusalén no solo era el centro político de Judá, sino por sobre todo su corazón religioso. Por esta razón, la gente tenía la impresión errónea de que esta ciudad, la ciudad de Dios, fuera inexpugnable para los gentiles. Pero Dios prefiere permitir que su santuario sea pisoteado por los paganos antes de que su Santo Nombre sea profanado por la prostitución espiritual de su pueblo, sus sacerdotes y sus reyes, por lo que la ira de Dios se desató sobre su pueblo y su ciudad. La razón del terrible juicio se nos da en los versículos 8 a 9: 

“Pecado cometió Jerusalén, por lo cual ella ha sido removida; Todos los que la honraban la han menospreciado, porque vieron su vergüenza; Y ella suspira, y se vuelve atrás. Su inmundicia está en sus faldas, y no se acordó de su fin; Por tanto, ella ha descendido sorprendentemente, y no tiene quien la consuele”.

Jerusalén cosechó lo que sembró. No es Dios quien se aleja de su pueblo, sino que fue el pueblo quien se alejó de Él. ¿No ocurre hoy lo mismo? Así como una vez Jerusalén, en su ilimitada arrogancia, no se dio cuenta de las consecuencias de ignorar la Palabra de Dios y vivir deliberadamente en pecado, así también hoy el hombre no se da cuenta de que el pecado lo llevará a la destrucción, al desastre, a la lucha y, en última instancia, a la muerte espiritual y física. “Porque la paga del pecado es la muerte” (Ro. 6:23). Y luego, cuando leemos el versículo 16 de la primera lamentación, vemos cómo Jeremías se identifica con su pueblo y con su ciudad: “Por esta causa lloro; mis ojos, mis ojos fluyen aguas, Porque se alejó de mí el consolador que dé reposo a mi alma; Mis hijos son destruidos, porque el enemigo prevaleció” (Lm. 1:16).

El dolor de Jerusalén es el lamento de Jeremías: “(…) mis ojos fluyen aguas, Porque se alejó de mí el consolador (…)”. Estar lejos de Dios trae dolor, y solo el mismo Dios Todopoderoso puede dar verdadero consuelo. Así lo dice Isaías 51:12: “Yo, yo soy vuestro consolador”. Sin embargo, es precisamente este Consolador al que el pueblo rechazó. Las personas que se alejan cada vez más del único y verdadero Dios Creador están serruchando la rama sobre la que están sentadas. Muchos hay que quieren salvar al mundo y no se dan cuenta de que ellos mismos corren hacia la ruina y necesitan ser salvados. 

Capítulo 2: El lamento de Jeremías y la ira de Dios
El segundo lamento comienza con el mismo grito de dolor que el primero: “¡Ay, el Señor ha eclipsado a la bella Sion con la nube de su furor! el esplendor de Israel; en el día de su ira se olvidó del estrado de sus pies” (Lm. 2:1; nvi).

El destino que le espera a toda la nación no tiene nada que ver con la mala suerte o la casualidad, sino que surge de la santa ira del Señor. Es la consecuencia de la continua fornicación espiritual del pueblo elegido. En los primeros versos de este segundo canto nos encontramos con la ira de Dios que Judá, y especialmente Jerusalén, tendrán que afrontar. 

“Destruyó el Señor, y no perdonó; Destruyó en su furor todas las tiendas de Jacob; Echó por tierra las fortalezas de la hija de Judá, Humilló al reino y a sus príncipes. Cortó con el ardor de su ira todo el poderío de Israel; Retiró de él su diestra frente al enemigo, Y se encendió en Jacob como llama de fuego que ha devorado alrededor” (Lm. 2:2-3).

Si seguimos leyendo el versículo 6, vemos que la ira de Dios no solo se dirige contra la tierra, la ciudad y el pueblo, sino también contra el reino, el sacerdocio y el santuario, y por tanto, contra la casa de Dios, el Templo. La antigua gloria del Señor, esa columna de nube que se había posado sobre el Templo, se convertía ahora en la nube de ira que se derramaba sobre Jerusalén como una despiadada tormenta. La gloria de Dios hacía tiempo que se había alejado de su santuario, como lo describe con palabras dramáticas el profeta Ezequiel: “Entonces la gloria de Jehová se elevó de encima del umbral de la casa” (Ez. 10:18). Y en el curso posterior leemos incluso que la gloria de Dios abandonó la ciudad —en realidad, para hacer lugar a los babilonios y su obra de devastación. 

Volvamos al libro de las Lamentaciones: “Quitó su tienda como enramada de huerto; Destruyó el lugar en donde se congregaban; Jehová ha hecho olvidar las fiestas solemnes y los días de reposo en Sion, Y en el ardor de su ira ha desechado al rey y al sacerdote. Desechó el Señor su altar, menospreció su santuario; Ha entregado en mano del enemigo los muros de sus palacios; Hicieron resonar su voz en la casa de Jehová como en día de fiesta” (Lm. 2:6-7).

Todo se había perdido: la ciudad, los gobernantes, los regentes, los militares, los reyes, los sacerdotes, la Ley, el altar, el santuario, la dignidad y el prestigio, las vidas, la esperanza, la alegría, las fiestas... nada quedó como antes, pero lo peor de todo era esto: se había perdido a Dios. Si antes, a lo largo de los años, habían vivido alejados de Él, ahora quedaron sin su Dios. 

“Mis ojos desfallecieron de lágrimas, se conmovieron mis entrañas, Mi hígado se derramó por tierra a causa del quebrantamiento de la hija de mi pueblo, Cuando desfallecía el niño y el que mamaba, en las plazas de la ciudad. Decían a sus madres: ¿Dónde está el trigo y el vino? Desfallecían como heridos en las calles de la ciudad, Derramando sus almas en el regazo de sus madres” (Lm. 2:11-12).

Vemos aquí la consternación de Jeremías ante el hecho de que nadie se salva de la ira de Dios; ni los niños, ni los ancianos, ni los bebés, ni las madres lactantes. No olvidemos que Jeremías tuvo que presenciar cómo se mataba de hambre a los habitantes de Jerusalén en el transcurso del asedio. Según los relatos históricos, en la ciudad debieron producirse acontecimientos desgarradores. Así dice también en Lamentaciones 4:10: “Las manos de mujeres piadosas cocieron a sus hijos; Sus propios hijos les sirvieron de comida en el día del quebrantamiento de la hija de mi pueblo”. ¿Hay algo que añadir a esto?, ¿no estamos llegando nosotros también a nuestros límites?, ¿no son estos precisamente los acontecimientos que hacen dudar a la gente de Dios? Son estos horrores por los que la gente acusa al Señor y pregunta: “¿Por qué Dios permite esta miseria?, ¿Dónde está Dios?” 

Pero el Altísimo ya no estaba allí; hacía tiempo que había abandonado el umbral del santuario y de la ciudad. El infierno en el país se desató porque el Señor se había retirado hacía tiempo ya. 

Pensando ahora en la humanidad en general: ¿no son los que en tales situaciones claman con reproche a Dios los mismos que han echado a Dios de sus casas, sus templos, sus ciudades y sus corazones?, ¿no son ellos los que decían: “¡No necesitamos a Dios!”?, ¿no son ellos los que querían recoger la cosecha sin Dios?, ¿no son ellos los que se jactaban: “¡Nos salvaremos a nosotros mismos, obvio que podemos hacerlo!”?, ¿no son ellos los que tratan la Palabra de Dios con desprecio, que no están dispuestos a arrepentirse, ni a prestar atención a la Biblia?, ¿los que piensan que pueden gobernar sin considerar a Dios?, ¿los que se entregan a sus deseos con desenfreno y desprecian todo lo que es santo para el Señor? Sí, ¿no son ellos los que se creen sabios mientras se han vuelto necios?

¿No sería más bien Dios el que tendría razones de preguntar: “¿Dónde estás, hombre?, ¿por qué permites esta miseria?” Al igual que, después de la caída en el pecado, les preguntó a Adán y Eva: “¿Dónde estás tú?” (Gn. 3:9). Es el hombre quien se ha alejado de Dios y debe vivir con las consecuencias: este principio no ha cambiado. Estoy convencido de que, cuanto más se alejan de Dios nuestros pueblos, dirigentes económicos, políticos y religiosos, más perpleja, confundida, desamparada y desorientada estará toda nuestra sociedad. 

“Tus profetas vieron para ti vanidad y locura; y no descubrieron tu pecado para impedir tu cautiverio; sino que te predicaron vanas profecías y extravíos” (Lm. 2:14). 

Los líderes espirituales del pueblo judío le habían predicado un mensaje falso a la gente. Habían profetizado y enseñado cosas que el pueblo y sus reyes tenían “comezón” de oír, en lugar de advertirlos, señalarles su culpa y llamarlos al arrepentimiento. Y con todo respeto, ¿es hoy en día diferente?, ¿no se predica hoy en muchos casos un falso evangelio en nuestras iglesias y congregaciones? En lugar de sacudir y despertar a las personas y de señalar la gran culpa de la humanidad, se toleran e incluso se bendicen cosas horripilantes, que Dios llama abominación. ¿Quién tiene todavía el valor de decir que el aborto es asesinato o que la homosexualidad es una abominación para el Creador? En cambio, oímos por todas partes lo pecaminoso y vergonzoso que es calentarse o conducir con combustibles de origen fósil. Jeremías consideraba a los falsos profetas médicos engañosos, incapaces de sanar al pueblo; y más tarde el Señor Jesús los llamó camada de víboras y lobos con piel de oveja. Así, pues, el segundo capítulo termina con palabras devastadoras, que también desgarran el corazón de Jeremías:

“Mira, oh Jehová, y considera a quién has hecho así. ¿Han de comer las mujeres el fruto de sus entrañas, los pequeñitos a su tierno cuidado? ¿Han de ser muertos en el santuario del Señor el sacerdote y el profeta? Niños y viejos yacían por tierra en las calles; Mis vírgenes y mis jóvenes cayeron a espada; Mataste en el día de tu furor; degollaste, no perdonaste” (Lm. 2:20-21).

No sé cómo te sientes al leer esto, sobre todo porque no es una novela de terror, sino el destino real de un pueblo que había dado la espalda al Dios de sus padres. Jerusalén estuvo sitiada durante unos 18 meses, y la hambruna alcanzó tales proporciones que las madres se comían a sus propios hijos. ¿Qué había ocurrido con Jerusalén y sus habitantes? Jerusalén era llamada “perfección de hermosura” (Sal. 50:2), y ahora todo yacía en ruinas. Pero no solo que la ciudad y el santuario yacían en ruinas, sino que los habitantes, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, habían sido pisoteados, martirizados, asesinados, literalmente masacrados. ¿Y cómo les fue a los que sobrevivieron? Creo que no estamos ni siquiera en condiciones de imaginárnoslo. Es terrible caer en las manos del Dios vivo cuando uno no ha recibido su salvación. 

Ante estas terribles escenas, quisiéramos dejar de leer y simplemente clamar al Señor: “¡Oh Dios, ten piedad!, ¡oh Dios, pon fin a todo esto!, ¿dónde está tu misericordia?, ¿dónde está tu amor?, ¿dónde está tu compasión? Oh, Dios, ¿no hay salida a esta situación desesperada?, ¡Oh, Dios!” 

Y esto nos lleva a la tercera canción.

Capítulo 3: El lamento de Jeremías - su sufrimiento y su consuelo
En los primeros versículos nos enteramos de lo mucho que sufre y se lamenta Jeremías. Por un lado, sufre por la impiedad del pueblo, sufre por la miseria y la destrucción de su gente a mano de los babilonios; así lo dice también en Jeremías 8:21: “Quebrantado estoy por el quebrantamiento de la hija de mi pueblo; entenebrecido estoy, espanto me ha arrebatado”. Durante décadas Jeremías había estado hablando, señalando una y otra vez que Dios no se dejaría burlar y cumpliría lo que había anunciado a través de Moisés. Recordemos Deuteronomio 28, donde, entre otras cosas, se advierte que, si el pueblo se aparta de Dios y no obedece la voz del Señor, será maldito en la ciudad y en el campo. También dice: “Maldito será el fruto de tu vientre”. ¿Y no hemos leído cómo las madres se comían el fruto de su vientre? 

Los paralelos son sorprendentes cuando comparamos Deuteronomio 28 con lo que escribe Jeremías en sus Lamentaciones. El pueblo no tenía excusa, pues debería haber sabido lo que significaba escupirle en la cara al Dios de sus antepasados. Y aunque se habían olvidado de las palabras de Moisés, tenían a los profetas, como Jeremías, que los exhortaban y llamaban al arrepentimiento. Pero no estaban dispuestos a arrepentirse. ¡Qué devastador debe haber sido eso para Jeremías! ¿No nos duele muchísimo, por ejemplo, cuando oramos fervientemente por nuestros hijos, pero ellos solo se ríen y viven sus propias vidas sin Dios, vidas sin ninguna convicción de pecado, sin temor de Dios? 

En el versículo 8, Jeremías habla del hecho de que sus oraciones aparentemente no son escuchadas: “Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración” (Lm. 3:8). Esto nos hace pensar en Job, que también dudaba de que Dios escuchara su clamor, y más aún, que le respondiera (Job 19:7). En el versículo 18, la desesperanza de Jeremías llega a su punto máximo: “Y dije: Perecieron mis fuerzas, y mi esperanza en Jehová”. ¿Sería este el fin de Israel? El reino del norte ya había dejado de existir; el pueblo hacía tiempo que había sido dispersado entre las naciones por los asirios. Ahora el reino del sur estaba a punto de correr la misma suerte. En este caso serían los babilonios los que destruirían al pueblo, se lo llevarían y lo relegarían al olvido. Jerusalén estaba destruida y el Templo no era más que un montón de escombros. La solución final de los judíos, miles de años antes de los nazis, parecía haber sido concluida con éxito. La más profunda oscuridad se extendió sobre el país, y no se veía ninguna luz, absolutamente nada a lo largo y ancho; nada más que el infierno en la Tierra. Pero a partir del versículo 19, Jeremías ya no se limita a mirar las circunstancias, sino que comienza a buscar la luz. Mira hacia adelante y ve con esperanza la gracia de Dios: aparece un rayo de esperanza.

“Esto recapacitaré en mi corazón, por lo tanto esperaré. Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad. Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré” (Lm. 3:21-24).

Desde la más profunda angustia, Jeremías busca al Consolador; busca la luz en medio de la oscuridad. Y sabe que no hay valle, por muy oscuro que sea, del cual Dios no nos pueda sacar. Como dice una canción: “Aunque me precipite al abismo cuando todo se desmorona, nunca caeré más bajo que en la mano de Dios”. 

“Porque el Señor no desecha para siempre; Antes si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias; Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (vv. 31-33).

A Dios no le agrada la muerte del pecador; Él no castiga porque le da placer, sino para llevar a Su pueblo al arrepentimiento. Como las palabras no habían sido creídas, había que pasar a las acciones, y Jeremías lo sabía bien. “¿Por qué se lamenta el hombre viviente? Laméntese el hombre en su pecado. (…) Nosotros nos hemos rebelado, y fuimos desleales; tú no perdonaste” (vv. 39,42).

Dios castigó a Judá por su continua persistencia en el pecado; sin embargo, no rechazó a Su pueblo. Dios llegará a la meta con él, propiamente dicho con el remanente, porque el Señor es fiel. Y fue precisamente esta verdad a la cual se aferró Jeremías. En todo su sufrimiento, sus lágrimas y su gran dolor, miraba lo que Dios había prometido. Es verdad que Dios había anunciado la maldición (Deuteronomio 28), pero también había prometido Su gracia y la restauración del pueblo del Pacto. Hasta el momento, sin embargo, había sido un camino doloroso y espantoso, sobre el que Jeremías solo podía llorar amargamente: “Mis ojos destilan y no cesan, porque no hay alivio Hasta que Jehová mire y vea desde los cielos; Mis ojos contristaron mi alma por todas las hijas de mi ciudad” (Lm. 3:49-51).

¿No nos hace pensar inmediatamente en que, siglos después, el Señor Jesús lloró y se lamentó de la misma manera sobre los pecados de Jerusalén y sus dirigentes? “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt. 23:37).

Y perdónenme que lo diga de manera tan simple y directa: también hoy en día fluyen lágrimas en el Cielo sobre la impiedad en la Tierra. Si todavía existe una festividad que el hombre debería celebrar de todo su corazón, sería el Día de Arrepentimiento y Oración (festividad protestante que tiene su origen en la época de la Reforma; N. del T.), pero en lugar de eso celebra el Día del orgullo lbgt, en el cual participan incluso dignatarios espirituales. Ante estos hechos, uno solo puede llorar. 

Capítulo 4: El lamento de Jeremías por el pueblo
La cuarta canción es la continuación de las dos primeras y comienza de nuevo con un suspiro desolador. En primer lugar, Jeremías expresa que son los pecados de Judá los que han hecho que Dios traiga este duro juicio sobre el pueblo. El juicio del Señor es una respuesta a los pecados de Israel: “Porque se aumentó la iniquidad de la hija de mi pueblo más que el pecado de Sodoma (…) Es por causa de los pecados de sus profetas, y las maldades de sus sacerdotes, Quienes derramaron en medio de ella la sangre de los justos” (Lm. 4:6, 13).

Este capítulo describe el terrible tiempo del asedio con la hambruna que provocó y la posterior destrucción de la ciudad impía. Jeremías habla de bebés que morían de sed, porque sus madres no querían o no podían amamantarlos (Lamentaciones 4:3,10). En lugar de que los padres alimentaran a sus hijos, como hacen los chacales, los hijos alimentaban a sus padres, quienes se habían convertido en su “alimento”. Y esto no es un lenguaje figurado, no, sino que era una terrible realidad (Lamentaciones 2:20). Este hecho ya fue anunciado también en Deuteronomio 28: “Y comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus hijas que Jehová tu Dios te dio, en el sitio y en el apuro con que te angustiará tu enemigo” (Dt. 28:53; compárese con Levítico 26:29; Jeremías 19:9). 

La hambruna fue tan severa que Jeremías escribió: “Más dichosos fueron los muertos a espada que los muertos por el hambre; Porque éstos murieron poco a poco por falta de los frutos de la tierra” (Lm. 4:9). 

Dichoso el que murió a espada, pues esa muerte fue rápida; pero morir de hambre es algo totalmente distinto y lo convierte a uno en un caníbal. Sí, la culpa de Israel, la culpa de Jerusalén, era mayor que la de Sodoma. ¿Por qué? Porque Israel había visto la gloria de Dios, la Shekinah; porque Dios habitaba en el Templo, en medio de Su pueblo. Porque Él se había comunicado a través de Sus profetas y porque el pueblo tenía acceso a Dios a través de los sacerdotes, el culto y los sacrificios. 

Israel tenía muchos privilegios, pero estos también venían acompañados de enormes responsabilidades, lo que finalmente llevó a Jerusalén no solo a la derrota, sino a que la ciudad y sus habitantes languidecieran y murieran con mucho dolor y angustia. Cuán grande debe haber sido la ira de Dios para que no solo entregara a su pueblo a la muerte, o al exilio y cautiverio, sino que los abandonara como ovejas indefensas para ser devoradas por los lobos. “Cumplió Jehová su enojo, derramó el ardor de su ira; Y encendió en Sion fuego que consumió hasta sus cimientos” (Lm. 4:11).

¿Quién iba a pensar que Dios mismo arrojaría a su pueblo, su ciudad y su Templo a los enemigos para que los devorasen? “Nunca los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo, creyeron que el enemigo y el adversario entrara por las puertas de Jerusalén” (Lm. 4:12). Pero este juicio fue el actuar justo y santo del Señor sobre un pueblo completamente depravado. Dios había advertido incesantemente a su pueblo, y ahora había llegado el punto en que no podía haber más misericordia. “La ira de Jehová los apartó, no los mirará más; No respetaron la presencia de los sacerdotes, ni tuvieron compasión de los viejos” (Lm. 4:16). 

Y con esto llegamos a la quinta y última canción:

Capítulo 5: Una oración de Jeremías por su pueblo
En el último lamento, Jeremías ruega que Dios no se aparte del todo y se acuerde de la gran miseria de su pueblo: “Acuérdate, oh Jehová, de lo que nos ha sucedido; Mira, y ve nuestro oprobio” (Lm. 5:1).

Jeremías apela a Dios, es más, casi le presiona con la desgarradora pregunta: “¿Por qué te olvidas completamente de nosotros, Y nos abandonas tan largo tiempo?” (Lm. 5:20).

Poco antes de la destrucción de Jerusalén, el profeta todavía había escrito estas palabras inspiradas por Dios: “Así ha dicho Jehová: Si los cielos arriba se pueden medir, y explorarse abajo los fundamentos de la tierra, también yo desecharé toda la descendencia de Israel por todo lo que hicieron, dice Jehová” (Jer. 31:37). En otras palabras: es imposible que Dios deseche para siempre a su pueblo escogido. ¿Era posible que estas palabras ya no tuvieran validez?, ¿diría Dios algo y no lo haría? En su angustia, Jeremías se apoyó en su Dios, confió en Él, pues conocía Su fidelidad. El profeta estaba convencido de que el Señor cumpliría su Palabra y, por lo tanto, volvió a rogar por misericordia al único, verdadero y santo Dios creador, pidiéndole restauración e implorándole que les otorgara un final feliz: “Vuélvenos, oh Jehová, a ti, y nos volveremos; Renueva nuestros días como al principio” (Lm. 5:21).

Esta petición forma el corazón del lamento de Jeremías: “Renueva nuestros días como al principio”. En otras palabras: “reconcíliate con nosotros”. Jeremías todavía tenía en sus oídos la promesa de Dios en medio del juicio: “No obstante, en aquellos días, dice Jehová, no os destruiré del todo” (Jer. 5:18). Jeremías sabía que Dios llegaría a la meta con un remanente de Su pueblo. Pero ¿cómo iba a suceder esto?, ¿cómo sería posible hacer olvidar la miseria, borrar de la memoria toda culpa, romper el pagaré, pagar la paga del pecado de una vez por todas, pasar de la muerte a la vida y aparecer justificados ante Dios?

Quizás Jeremías añoraba los tiempos antiguos, pero no había vuelta atrás: lo que había sucedido no podía deshacerse. Más bien, era necesario un nuevo comienzo: “(...) las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

Este nuevo comienzo solo es posible a través de una relación renovada, a través del perdón, de un arrepentimiento genuino; solo es posible por la gracia, a través de Dios mismo, como está escrito aquí: “Vuélvenos, oh Jehová, a ti”. Solo es posible mediante un nuevo Pacto. Por eso no es de extrañar que sea precisamente en el libro del profeta Jeremías, el escritor de las Lamentaciones, donde se haga referencia a esta nueva alianza, el Pacto de gracia que se basa en Jesucristo (ver Jeremías 31). Es el Señor Jesús, el Redentor prometido, en quien la gracia del Padre se ha hecho hombre, el único que reconcilia al pueblo con Dios. 

Finalmente, Jeremías termina las Lamentaciones con un pequeño toque de duda al decir: “a no ser que nos hayas desechado totalmente, y estés enojado en gran manera contra nosotros” (Lm. 5:22; lbla). El profeta sabía que la culpa era tan enorme que sería justo y natural si Dios desechara a su pueblo de forma permanente. Sin embargo, creía que esto no ocurriría (compárese con Lamentaciones 3:31-32; Jeremías 46:28).

¡Qué misericordia, gracia y fidelidad!, ¡qué reconciliación! Dios siempre cumple su Palabra. Él siempre es fiel a Sus promesas, y lo será hasta el fin de los tiempos. Esto es cierto para Israel, pero también lo es para ti, para mí, para Su Iglesia, para todos los que confían en Dios; porque la gracia del Señor es nueva cada día y su fidelidad es grande. “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gál. 6:7-8).

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