La inmoralidad sexual: cómo es posible obtener la victoria - Parte 2

Esteban Beitze

La pornografía, la masturbación, el adulterio y la inmoralidad caracterizan nuestra sociedad. ¿Cómo pueden mantenerse puros los cristianos? Y ¿qué hacer cuando ya se han enredado en el pecado? Cristo nos muestra tres pasos hacia la liberación.

En tercer lugar, renunciar: “pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros”.

Por último, el Señor nos muestra cómo debemos renunciar al mal a cambio de algo mejor. Esta renuncia se da en diferentes áreas.

Renunciamos a ciertos lugares u objetos. Cuando sabemos que un lugar es peligroso para no­sotros, lo evitamos. Por supuesto, no podemos renunciar a nuestro dormitorio, al cuarto de baño o a la cama, pero de todas formas es posible evitar llevar con nosotros el celular. Antes de encender nuestra computadora, tengamos la precaución de que la pantalla sea visible desde una puerta abierta o usémosla solo donde se encuentren los demás habitantes de nuestro hogar. Podemos dejar nuestro celular en la cocina, en lugar de llevarlo con nosotros al dormitorio. Si hay algo en verdad urgente, escucharemos el tono de llamada en algún momento. Muchos dirán como excusa que utilizan el celular como despertador, ¿pero por qué no comprarnos un aparato que solo sirva para eso?

Además, es posible que tengamos que renunciar a ciertas amistades. Hay relaciones que no nos hacen bien, que impactan de forma negativa en nuestra vida, ya sea por las bromas que suelen hacer, la manera en que hablan, los videos que nos envían, las actividades que proponen, etcétera. El apóstol Pablo es muy claro cuando compara esto con una unión en yugo desigual (2 Corintios 6:14). El creyente siempre sale perdiendo.

Quizá nos lamentemos a causa de haber perdido algunos amigos, pero se trata de la obediencia a Dios. Proverbios 4:14-16 dice: “No entres por la vereda de los impíos, ni vayas por el camino de los malos. Déjala, no pases por ella; apártate de ella, pasa. Porque no duermen ellos si no han hecho mal, y pierden el sueño si no han hecho caer a alguno”.

También es posible que debamos renunciar a ciertos hábitos. Quizá digamos: “Tal cosa siempre se ha hecho de esta manera en nuestra familia” o “es que estoy acostumbrado a tomar cada día una cerveza con mis compañeros”. Pero si esta costumbre nos acerca al pecado, debemos romper con ella. Pablo dice: “no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios” (1 Ts. 4:5).

Renunciemos al mal, reemplazándolo por el bien. Efesios 4:22-23 nos enseña a quitarnos la ropa maloliente de la vieja naturaleza y dejarnos transformar en nuestra mente. Luego leemos: “y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4:24).

Luego, el apóstol enlista algunos pecados, enfatizando lo que no debemos hacer como cristianos. Pero no se detiene allí. La renuncia al pecado debe estar acompañada de algo que ocupe el espacio dejado por las malas acciones. No se trata tan solo de no pecar, sino de hacer lo contrario. “Pero fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos […] No seáis, pues, partícipes con ellos. Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (Ef. 5:3, 7, 8).

Por ejemplo, cuando aumenta la presión para rendirse ante la impureza sexual, uno no solo debería estar atento y renunciar al mal, sino hacer otra cosa en su lugar: practicar un deporte, leer la Biblia u otros libros edificantes, tomarse tiempo para orar, hacer visitas a hermanos en la fe o llamarlos por teléfono, etcétera. Esta estrategia debe planificarse de antemano. Así como un general planifica con anticipación la retirada de su ejército de la batalla, por si fuera necesario, también nosotros debemos tener una puerta abierta hacia la libertad, con el propósito de huir de la cárcel de la impureza.

Por otra parte, debemos renunciar a nuestra vergüenza. Lo que más le cuesta a la persona que vive en impureza moral es la confesión de su pecado a un hermano. Es en extremo difícil humillarse delante de alguien de la familia, de la iglesia o ante un consejero. Pues ¿quién quiere abrir su corazón hasta el punto en que se revelen sus secretos más íntimos, volviéndose vulnerable delante del otro? Sin embargo, el Señor Jesús dice con toda claridad que solo la verdad nos hará libres (Juan 8:31.32). La libertad es el resultado de una verdad que ha sido encontrada, reconocida y confesada.

El apóstol Pablo nos dice: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vo­sotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gál. 6:1-2).

Para liberarnos de la esclavitud de la impureza, necesitamos a hermanos espirituales que estén dispuestos a llevar nuestra carga con nosotros y apoyarnos con sus consejos. Podemos revelar con sinceridad ante ellos nuestras debilidades, nuestras tentaciones y nuestros fracasos, encontrando así consuelo, corrección e instrucción. Si le pedimos a alguien que sea el consejero a quien le rendimos cuentas de nuestros actos, entonces le habremos concedido el derecho de hacernos todo tipo de preguntas desagradables sobre nuestro comportamiento, además de la autoridad de hablarnos con total franqueza y corregirnos.

A menudo, la valla que debemos superar para pecar nos ha quedado demasiado baja y saltamos sobre ella con mucha frecuencia. En realidad, sabemos que Dios nos ve, pero este conocimiento no pudo detenernos ninguna de las tantas veces que pecamos. Sin embargo, si debemos rendir cuentas semanalmente a un hermano consejero, la valla a saltar para acudir al pecado, sin duda alguna estará un poco más alta, aunque tan solo fuera por la vergüenza de tener que confesar otra vez una caída. Esto nos hará más cautelosos con respecto al pecado.

Dicho sea de paso, esta persona de confianza no actúa como un policía o juez castigador, sino como un hermano que tiene un sincero interés en nosotros. Con mucho amor, trata de aconsejarnos para que podamos vivir en victoria. Solo los personajes ficticios como Rambo o James Bond son capaces de vencer solos a ejércitos enteros. El creyente necesita del cuerpo de Cristo, la Iglesia. Nos haría bien poder contar con muchos hermanos con la cualidad de Proverbios 12:18: “[…] mas la lengua de los sabios es medicina”. ¡Cuánto necesitamos esta medicina!

Claro que a veces la medicina puede ser amarga o hacer arder la herida, pero esto es necesario para que haya sanidad.

Claro que a veces la medicina puede ser amarga o hacer arder la herida, pero esto es necesario para que haya sanidad. A veces rehusamos ir al médico por miedo al tratamiento. Lo mismo pasa cuando nos acercamos con nuestro problema a un hermano de confianza en la iglesia. Tenemos miedo a pedir consejos, ¡porque nos damos cuenta de que estos podrían obligarnos a abandonar nuestro amado pecado! Nuestro orgullo se resiste a aceptar la exhortación, la que muchas veces creemos no necesitar.

Sin embargo, ¡cuánto bien nos hace tener a alguien que nos consuele, que comparta nuestra carga, que nos ayude a levantarnos cuando caigamos, que lave nuestras heridas y nos encamine hacia la senda correcta! Salomón lo expresó de manera acertada: “Mejores son dos que uno […] Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo! que cuando cayere, no habrá segundo que lo levante” (Ec. 4:9.10).

Vemos en la resurrección de Lázaro una maravillosa ilustración de esta verdad. El Señor Jesús resucitó a Lázaro y lo llamó para que saliera de su tumba –solo Cristo puede dar una vida nueva (2 Corintios 5:17)–. Pero luego el Señor ordenó algo muy interesante: “Desatadle, y dejadle ir” (Jn. 11:44). Aunque Lázaro estaba vivo, no era capaz de moverse con libertad: todavía estaba envuelto en vendas. Quizá llegó a la entrada de la tumba saltando, con sus piernas vendadas. Jesús, habiéndolo resucitado, no quitó sus vendajes. Esta tarea la delegó a las hermanas o a la gente que estaba a su alrededor.

Esto ilustra la situación actual de muchos. Hay paños malolientes que nos atan y nos paralizan. El Señor ha perdonado nuestros pecados, pero para librarnos de ciertas ataduras, debemos buscar la ayuda de otros creyentes. A veces pensamos o deseamos que Dios mande a un ángel del cielo que nos diga qué hacer y cómo. En realidad, el Señor nos manda a estos ángeles: un amigo, un familiar o un miembro de la iglesia. No tengamos vergüenza de pedir ayuda a la persona indicada. Santiago nos alienta a hacerlo: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho” (Stg. 5:16).

La renuncia trae bendición. Sí, ¡la renuncia de hoy es la bendición de mañana!

La renuncia trae bendición. Sí, ¡la renuncia de hoy es la bendición de mañana! En este sentido, el ejemplo del joven José resulta clarificador. Aunque en un principio, queriendo preservar su integridad, parecía ser el gran perdedor, más tarde Dios lo levantó, le dio una posición privilegiada y lo bendijo ricamente. Dios nos dice: “[…] yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco” (1 S. 2:30).

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