La gracia restauradora de Dios

Wim Malgo

Y aconteció que cuando él llegó al campamento, vio el becerro y las danzas, ardió la ira de Moisés, y arrojó las tablas de sus manos, y las quebró al pie del monte. Y tomó el becerro que habían hecho, y lo quemó en el fuego, y lo molió hasta reducirlo a polvo, que esparció sobre las aguas, y lo dio a beber a los hijos de Israel. (...) Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres” (Éx. 32:19-20, 27-28).

Aquí tenemos tres señales del juicio de Dios. La primera: Moisés quebró las tablas, la ley. La segunda: Israel tuvo que beber su ídolo. Y la tercera: Los levitas, después de su decisión de colocarse del lado del Señor, tuvieron que matar cada uno a su hermano, amigo, pariente, de modo que cayeron tres mil hombres. En el mensaje del mes pasado hemos visto la imagen sacerdotal de Moisés, cuyo mayor deseo era que su pueblo no fuera destruido por causa de su pecado, sino que pudiera experimentar la gracia restauradora. Esa maravillosa gracia restauradora existe para los apóstatas, en el caso que hayan ­tenido un verdadero arrepentimiento y renunciado al pecado cometido. Eso, por ejemplo, lo dice Proverbios 28:13-14: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia. Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios; mas el que endurece su corazón caerá en el mal”. Eso lo vemos en la historia de la apostasía de Israel, que inició con la adoración del becerro dorado. Pero parece que ni el haber quebrado las tablas, ni la quema del becerro, ni el beber de las cenizas, ni la matanza de los tres mil les abrieron los ojos a los restantes. Todos estos actos de justicia divina no llevaron al pueblo al arrepentimiento y a llorar ante el rostro de Dios. Al contrario. Lo que no se ha efectuado, la culpa no perdonada provoca una brecha entre Dios y Su pueblo.

Esto no es diferente hoy: lo que no se ha arreglado, la culpa no perdonada pesa gravemente sobre la Iglesia de Jesús. ¿Pesa también sobre ti? ¿Habrá varias cosas en tu vida que no se han aclarado?

Una pregunta más: ¿por qué el Señor no responde a nuestras oraciones pidiendo por un avivamiento, si Él quiere que haya avivamiento? La respuesta está en Isaías 59:1-2: “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vo­sotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír”.

Pero es digno de atención lo que finalmente llevó Israel al arrepentimiento: “Jehová dijo a Moisés: anda, sube de aquí, tú y el pueblo que sacaste de la tierra de Egipto, a la tierra de la cual juré a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: a tu descendencia la daré; y yo enviaré delante de ti el ángel, y echaré fuera al cananeo y al amorreo, al heteo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo (a la tierra que fluye leche y miel); pero yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino. Y oyendo el pueblo esta mala noticia, vistieron luto, y ninguno se puso sus atavíos. Porque JedDi a los hijos de Israel: vosotros sois pueblo de dura cerviz; en un momento subiré en medio de ti, y te consumiré. Quítate, pues, ahora tus atavíos, para que yo sepa lo que te he de hacer. Entonces los hijos de Israel se despojaron de sus atavíos desde el monte Horeb” (Éx. 33:1-6). Recién se ablandaron al oír esta noticia: “...Pero yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino”. A través de eso, como pueblo de Dios, por fin despertaron de su pecado que consistía en la figura del becerro de oro que habían levantado, quebrantando la Palabra que habían recibido. Pero ahora es al revés: la Palabra de Dios deshace la imagen. Asustados, reconocen ahora que ignoraban que Dios podría apartarse de Su pueblo; que el Señor ya no iría con ellos.

Ese también es, en el fondo, el pecado de la Iglesia, que se sosiega e ignora el rompimiento existente entre ella y Dios. Ella se satisface con saber que Dios dirige todas las cosas y también delinea el camino de cada uno. Se queda estacionada en su petición para que Dios la guarde y sostenga, y se contenta con la confianza en la guía de Dios y la oración por Su ayuda. Pero renuncia a la seguridad de la salvación y al conocimiento de Dios, esto es, a la reconciliación con Él y a la viva relación con Él. Renuncia a la gracia restauradora. ¿Corresponde esa descripción a tu realidad? Es sorprendente cuando comprobamos que cristianos, incluso obreros del Señor, renuncian a deshacer la brecha existente entre Dios y ellos; que renuncian a ser avivados y alcanzar la gracia restauradora.

Lo mismo sucedió con el consagrado Sansón. Él era un nazareo, un consagrado a Dios. Su cabello no debía ser cortado, ni debía tomar vino. Era un siervo de Dios lleno del Espíritu y lleno de fuerza. Pero finalmente fue separado de su Dios por la persistencia en el pecado de los deseos de la carne, de tal modo que ni percibió que el Señor ya no estaba más con él. Y así, fue vencido por sus enemigos: “Y ella (Dalila) hizo que él se durmiese sobre sus rodillas, y llamó a un hombre, quien le rapó las siete guedejas de su cabeza; y ella comenzó a afligirlo, pues su fuerza se apartó de él. Y le dijo: ¡Sansón, los filisteos sobre ti! Y luego que despertó él de su sueño, se dijo: Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él no sabía que Jehová ya se había apartado de él. Mas los filisteos le echaron mano, y le sacaron los ojos, y le llevaron a Gaza; y le ataron con cadenas para que moliese en la cárcel” (Jue. 16:19-21).

Menciono aquí la trágica caída de Sansón porque él, como persona individual, representa proféticamente la apostasía de Israel, en especial en no darse cuenta de que su fuerza – y con ella el Señor mismo – se había apartado de él. El quedó ciego y tenía que moler, esto es, tenía que moverse continuamente en círculos (para mover la gran piedra del molino). Eso representa a los judíos errantes desde hace dos mil años hasta la fundación del Estado de Israel (Rom. 11:25). Pero al mismo tiempo, tenemos que reconocer que también representa a Israel en la experiencia de la gracia restauradora, porque después dice: “Y el cabello de su cabeza comenzó a crecer, después que fue rapado” (Jue. 16:22). Eso representa la actual restauración de Israel. Ya no son judíos errantes sin identidad, sino que nuevamente son una nación. El luto que Israel llevó en aquel entonces en Horeb, porque el Señor se había apartado de ellos, lo interpreta Sansón justamente en su último arrepentimiento ante Dios y su clamor de ayuda.

Veamos esa situación una vez más: los filisteos y sus príncipes habían sacado a Sansón de su prisión para jugar con él ante todos en su fiesta en honor a su dios Dagón. En aquel inmenso palacio que era sostenido por dos columnas estaban reunidas tres mil personas, ante las cuales él tenía que jugar para divertirlas. Y allí leemos de Sansón: “Entonces clamó Sansón a Jehová, y dijo: Señor Jehová, acuérdate ahora de mí, y fortaléceme, te ruego, solamente esta vez, oh Dios, para que de una vez tome venganza de los filisteos por mis dos ojos. Asió luego Sansón las dos columnas de en medio, sobre las que descansaba la casa, y echó todo su peso sobre ellas, su mano derecha sobre una y su mano izquierda sobre la otra. Y dijo Sansón: muera yo con los filisteos. Entonces se inclinó con toda su fuerza, y cayó la casa sobre los principales, y sobre todo el pueblo que estaba en ella. Y los que mató al morir fueron muchos más que los que había matado durante su vida” (Jue. 16:28-30).

La actual situación de Israel, este pequeño país en el medio del mundo al cual todos los pueblos miran críticamente y rechazan, es descrita proféticamente en el verso 27: “Y la casa estaba llena de hombres y mujeres, y todos los principales de los filisteos estaban allí; y en el piso alto había como tres mil hombres y mujeres, que estaban mirando el escarnio de Sansón”. “Tres mil...” Israel es punto de intersección de tres continentes: Asia, África y Europa. Aún está en el período del “palpar”, del apoyarse en la fuerza y ayuda de las naciones, como lo describe el verso 26 de Jueces 16: “Entonces Sansón dijo al joven que le guiaba de la mano: acércame, y hazme palpar las columnas sobre las que descansa la casa, para que me apoye sobre ellas”. En la columna derecha pensamos en el mundo occidental, al tal nombrado capitalismo. Israel intenta desesperadamente apoyarse en los EE.UU. Pero también busca en la columna izquierda una ayuda; quiere arreglar el asunto con Rusia y quiere una relación diplomática. Esto es lo fatal del Israel ciego: que aún se apoya en las naciones.

Sansón se abre camino al arrepentimiento y grita hacia Dios: “Señor Jehová, acuérdate ahora de mí, y fortaléceme, te ruego, solamente esta vez, oh Dios...”. Aquí él experimenta la gracia restauradora. Su cabello había crecido otra vez, la fuerza de antes viene nuevamente ­sobre él. Y así como Sansón experimentó la gracia restauradora basada en su arrepentimiento, lo mismo vendrá poderosamente también dentro de poco sobre Israel. “...ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (Ro. 11:25b).

En aquel entonces, en el Sinaí, sin sospechar, Israel estaba en supremo peligro porque ante todo no reconoció que el Señor mismo se había apartado de él, hasta que la palabra directa de Dios a través de Moisés deshizo su ilusión errónea. También hay entre mis lectores tales personas que no saben que su fuerza espiritual, sí, el Señor mismo, se ha apartado de ellos. Del rey Saúl leemos lo mismo: “El Espíritu de Jehová se apartó de Saúl, y le atormentaba un espíritu malo de parte de Jehová” (1 S. 16:14). Esa fue su decadencia. Tengo la triste impresión de que muchos creyentes no toman nota de que hay muchas cosas sin aclarar, muchas cosas oscuras entre su alma y Dios, de modo que Él se ha apartado de ellos. Por aquel entonces, cuando mentiste, cuando calumniaste y difamaste, cuando te diste a la idolatría, al espíritu de la fornicación, a acciones sospechosas, avaricia, odio y envidia, etc., se extendió una oscuridad sobre tu alma, y tu espíritu de oración se paralizó. Por favor, toma en cuenta lo que dice la Sagrada Escritura al respecto: “Porque sabéis esto, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Ef. 5:5). ¿Por qué? Porque tales han desperdiciado su herencia y el Señor se ha apartado de ellos. Aun más detallado está escrito en 1 Corintios 6:9-10: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.” ¿Por qué no? Porque Él no está contigo. Tú eres como el hijo pródigo, que desperdició su heredad. ¿Aún no sabes que el Señor y Su fuerza se han apartado de ti?

Sobre Israel leemos: “Y oyendo el pueblo esta mala noticia, vistieron luto, y ninguno se puso sus atavíos. Porque Jehová había dicho a Moisés: Di a los hijos de Israel: Vosotros sois pueblo de dura cerviz; en un momento subiré en medio de ti, y te consumiré. Quítate, pues, ahora tus atavíos, para que yo sepa lo que te he de hacer. Entonces los hijos de Israel se despojaron de sus atavíos desde el monte de Horeb” (Éx. 33:4-6). Otros traducciones en vez de “se despojaron” dicen: “quitaron de sí” o “arrancaron de sí”.

Dios parte del luto de la asamblea de Israel para llevarlo a un arrepentimiento consciente. Él comisiona a Moisés a entregar un cuádruple mensaje.

1. Lo primero es el juicio de Dios sobre la posición interior de Israel, que, a pesar del reconocimiento de su abierta rebelión, sigue siendo la misma. Es retraimiento y oposición. Se asemeja a la cerviz de un animal de tiro que se opone al yugo. Así hay muchos, los cuales, aunque se humillan exteriormente, no lo hacen interiormente y, en consecuencia, son incapaces de recibir la gracia restauradora de Dios.

2. A esa comprobación de la posición interior le sigue la razón de la separación de Dios de Su pueblo Israel. Aquí se describe el peligro mortal que se origina del contacto de Dios para con el pueblo caído. De una relación constante de vida entre Dios y Su pueblo, ahora en tales circunstancias, ha llegado a no haber ya más comunicación, aunque el pueblo la busque. Lo último es más estremecedor. Un momento de contacto con el Dios vivo sería suficiente para juzgar al Israel que no está dispuesto a oír, ni a obedecer: “...Yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino”. ¿No se encuentra aquí la razón por la cual hoy muchas personas e iglesias oran vanamente por un avivamiento? Dios no oye, porque si lo hiciera, sucedería lo mismo como fue en la iglesia primitiva: tan pronto como alguien pecaba conscientemente, era juzgado. Pensemos en Ananías y en Safira. ¿Qué fue lo que hicieron? Según nuestros parámetros nada extraordinariamente malo. Hicieron como si diesen una colecta, o sea, una ofrenda de gratitud, que correspondía al ingreso total de la heredad vendida. Pero no era así. Ellos habían apartado algo para sí, “para los días de su vejez”. Eso en sí no sería tan malo, sí, hasta habrían podido quedarse con toda la recaudación. Pero: Por “hacer como si”, mintieron al Espíritu Santo y cayeron muertos (Hch. 5:1-11), porque entraron en contacto con el Dios Santo. Porque la Iglesia primitiva era una Iglesia de avivamiento, y los pecados de los creyentes eran castigados inmediatamente.

3. Al necesario distanciamiento de Dios sigue la amonestación de sufrir las consecuencias y proseguir el luto, esto es, despojarse de los atavíos. ¿Será que esos atavíos se relacionaban con ídolos, amuletos y hechicería? Yo creo que sí. Pensemos lo que Jacob hizo con su familia en su camino de regreso del extranjero a su tierra natal: “Entonces Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia, y ha estado conmigo en el camino que he andado. Así dieron a Jacob todos los dioses ajenos que había en poder de ellos, y los zarcillos que estaban en sus orejas; y Jacob los escondió debajo de una encina que estaba junto a Siquem” (Gn. 35:2-4). En el llamado de Moisés para despojarse de los atavíos, se profundizó el requerimiento a rehusar totalmente a toda y cualquier idolatría.

4. Con eso llegamos al cuarto mensaje que Dios transmite a través de Moisés. A la dolorosa exigencia, el misericordioso Dios le agrega una benévola promesa, por cierto en forma conmovedora e insegura y al mismo tiempo muy ansiosa: “...Para que yo sepa lo que te he de hacer”. Traducido de otra manera: “Para que yo vea lo que pueda hacer por ti”. Dios quiere transformar la maldición en bendición, y del mismo atavío, que era el símbolo de su apostasía, quiere hacer el propiciatorio y el tabernáculo, los símbolos de Su ayuda y cercanía. Y, así, Él también quiere cambiar la maldición en bendición en tu vida, si tú quitas de ti el atavío, esto es, los símbolos, los indicadores de la idolatría. ¡Entonces Él verá lo que ha de hacer contigo, porque Él es clemente y misericordioso!

El fruto del mensaje de Dios a Israel es que el pueblo “arrancara” su atavío. En esa expresión se encuentra la seriedad y la intensidad de su obediencia, de su luto y de su voluntad hacia la renuncia, porque Israel sabe que se encuentra en extremo peligro. Oh, que sea así: que tú también te vuelvas obediente en el aspecto que el Señor ya hace tiempo lo exige de ti, y que renuncies al punto de la idolatría del que te hace falta renunciar. Dios el Señor dejó de ejecutar el juicio sobre Israel por la lucha sacerdotal de Moisés, pero no significa que lo suprimió. Esto sale del verso 34 de Éxodo 32: “Vé, pues, ahora, lleva a este pueblo a donde te he dicho; he aquí mi ángel irá delante de ti; pero en el día del castigo, yo castigaré en ellos su pecado”. Es decir, donde la gracia restauradora de Dios no puede abrirse camino, porque no existe un arrepentimiento radical, el juicio de Dios amenaza – esto también vale para el creyente apóstata. No hay otra alternativa que el aplazamiento: “Él entonces, respondiendo, le dijo: Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después” (Lc. 13:8-9). Vivimos en un tiempo muy serio; en las últimas horas antes del gran ajuste de cuentas. Si este aplazamiento no es transformado en gracia restauradora—también en tu vida—, al culpable lo alcanzará el juicio divino.

Pensemos en el hijo pródigo. Esta parábola muchas veces se interpreta de una forma muy bonita, pero mayormente el trasfondo es poco iluminado: el hijo pródigo se ha apartado de su padre y ha malgastado su fortuna, su heredad. Y entonces, cuando estaba en medio del juicio de Dios y teniendo hambre, dice: “Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:14-24). ¡Padre e hijo nuevamente unidos! Diez veces en esa parábola es utilizada la palabra “padre”, que corresponde a la plenitud de la misericordia de Dios. Y aquel perdido, separado del padre “volvió en sí” (“golpeando en sí”) \ – y ya no (golpeando) en su alrededor, como hoy muchos culpables apóstatas y blasfemos lo hacen.

Lo que aquí se debe destacar es la gracia restauradora que se hizo poderosamente efectiva en el hijo pródigo cuando este se arrepintió. En otra versión leemos ese encuentro entre padre e hijo así: “Cuando todavía estaba lejos, su padre corrió hacia él lleno de amor, y lo recibió con abrazos y besos. El joven empezó a decirle: ‘¡Papá, me he portado muy mal contra Dios y contra ti! Ya no merezco ser tu hijo’” (TLA). Seguramente cada día el padre esperaba ansiosamente el regreso de su hijo, una prueba de Su amor que jamás se ha apagado. Y ahora, cuando al fin regresa, lo divisa desde lejos. La situación deplorable de su hijo retornado mueve el corazón del padre hasta una desgarradora misericordia. Incondicionalmente, se apura el amante padre al encuentro del retornado y se echa sobre su cuello y lo besa, como si nunca se hubiesen entenebrecido las relaciones con el hijo. Cuán maravilloso y extraño: en vez del hijo echarse al cuello del padre, lo hace el padre al hijo. Una recepción tan singular seguramente no la había esperado el hijo. Ni una palabra de reproche, ni un regaño acerca de la vida espantosa y licenciosa del hijo se puede oír de la boca del padre. El padre aquí es también el gran discreto que calla con amor. Esto es demasiada bondad y amabilidad con respecto al retornado. Su petición de poder obtener del padre solo una posición como un jornalero ya no la puede expresar. La paternal recepción le es demasiado grande y sobremanera sublime. Él es colmado con la gracia restauradora. Otra versión dice: “Pero antes de que el muchacho terminara de hablar, el padre llamó a los sirvientes y les dijo: "¡Pronto! Traigan la mejor ropa y vístanlo. Pónganle un anillo, y también sandalias. ¡Maten el ternero más gordo y hagamos una gran fiesta, porque mi hijo ha regresado! Es como si hubiera muerto, y ha vuelto a vivir. Se había perdido y lo hemos encontrado” (TLA).

Pero, ¿por qué hablamos aquí del hijo pródigo, que en arrepentimiento regresa a su padre? ¿Qué tiene que ver esto con Israel en el desierto? Respuesta: ¡porque el Señor le contó esa parábola al mismo pueblo de Israel siglos antes en el desierto de Sinaí! Porque aquel Padre era y es el propio Dios, que hablaba a través de Moisés a Su pueblo.

En otra traducción, Éxodo 33:4 es reproducido de la siguiente manera: “Cuando los israelitas oyeron estas palabras tan duras, hicieron duelo y dejaron de usar joyas y ropa fina” (NTV). Israel había desechado al Dios a quien los cielos no pueden contener, el Dios quien se manifiesta en la Palabra y como Señor supera nuestra conciencia. En cambio, se había elegido a un dios que mora en lo creado, al cual se le puede conocer por los sentidos, y que tiene como fin satisfacer las demandas humanas. Entonces Dios le dice lo siguiente: “He aquí mi ángel irá delante de ti... pero yo no subiré en medio de ti”. Dios le promete hacer efectivo Su juramento dado a los antepasados: la entrada a la tierra prometida, la guía por Su ángel, la expulsión de los seis hasta siete pueblos delante de Israel, y la recompensa con el paraíso donde fluye “leche y miel”. Esto es todo el cumplimiento de aquello que sus antepasados habían esperado, a lo cual apuntaba toda su historia. Todo lo concede Dios, solamente una cosa ya no: Su presencia y comunión personal. Como un golpe atraviesa esta renuncia a través de las cadenas de promesas: “...Pero yo no subiré en medio de ti.”

Sin embargo: ¡incluso en ese juicio hay gracia! Si Dios priva a Israel de Su presencia, entonces eso sucede para que Israel no tenga que ser exterminado. Porque la presencia de Dios se asemeja al fuego – en sí una potencia de bendición – que en un lugar donde hay materiales explosivos, se vuelve una amenaza mortal. El Rey no puede convivir con rebeldes. Su cercanía se volvería para ellos en juicio. Rebeldes de “dura cerviz” son ellos. Dureza de oído, dureza de corazón y dureza de cerviz significan la gradual rebelión que había ocurrido sobre el oído, la voluntad y las actitudes, retraimiento al cual el pueblo de Israel se había acostumbrado en su relación con Dios.

Mas ahora se muestra en el verso 4 que Israel es diferente de los otros pueblos, que Israel es, a pesar de tener una apariencia igual a los demás, el pueblo de Dios. Todos los otros pueblos estarían muy agradecidos por las tremendas cadenas de promesas: “Y yo enviaré delante de ti el ángel, y echaré fuera al cananeo y al amorreo, al heteo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo (a la tierra que fluye leche y miel)” (Éx. 33:2-3). Mas Israel interpreta como juicio ese encargo de marchar en el desierto en dirección a la tierra prometida. El cumplimiento de todas las promesas sin lo único que tiene valor, sin que el Señor vaya adelante, es para Israel una “mala palabra”, por la cual lleva luto.

De un lado está el desierto con Dios, del otro lado está la entrada en el paraíso con su riqueza y la patria con sus bendiciones sin Dios. Para Israel el paraíso y la abundancia de todos los dones divinos no son ganancia, sino pérdida, castigo, si Aquel, que es el Autor del paraíso y de la patria, no está en ella. Para ese pueblo la pérdida de la comunión con Dios es suma desventura personal y nacional, es noticia de desgracia y de duelo. Por eso no se coloca su atavío y tiene un gran duelo con todo el pueblo, es decir, un arrepentimiento general—en medio de la partida hacia la tierra prometida.

¿Y tú? ¿También te encuentras en el camino hacia la tierra prometida, y tienes que reconocer y confesar que el Señor no va contigo, por causa de tanta idolatría? ¿También es tu pesar el paraíso sin Él? ¡Entonces ven ahora en contrición y arrepentimiento a Dios, para que Él vaya contigo!

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