La gloria inefable de nuestro alto llamado-Parte 2

Benedikt Peters

En Apocalipsis 21:9 al 22:5, podemos encontrar la única descripción acerca de la gloria de aquella ciudad que ya Abraham estaba buscando, la ciudad que Dios mismo edificó (Hebreos 11:10) y la cual añoramos (Hebreos 13:14) desde que nos hemos vuelto extranjeros en este mundo (1 Pedro 2:11). A continuación, daremos nuestro punto de vista al respecto.

Puertas. ¿Para qué se necesitan puertas en el muro? Para que se pueda entrar y salir. Y por eso, el mismo salmo dice sobre la Jerusalén terrenal: “Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas, oh Jerusalén” (Sal. 122:2). Todos los que han sido lavados por la sangre del Cordero (Apocalipsis 1:5, 22:14) deben ser recibidos (Romanos 15:7). Estos redimidos deben tratar con la gente de mundo, acercarse a ellos para ganarlos para el Hijo de Dios y hacer que entren por “la puerta” (Juan 10:9) hacia la comunión con los santos. El muro tiene tres puertas en cada uno de sus lados, mostrando a la Iglesia la misión de alcanzar a la humanidad con el evangelio (Hechos 1:8), a “toda criatura” (Marcos 16:15) y a “todas las naciones” (Mateo 28:19; Romanos 1:5). También nosotros, como iglesia local, debemos hacer lo posible para alcanzar a la gente de todos los contextos sociales, más allá de su franja etaria o nivel socioeconómico, con el fin de que conozcan la vida verdadera. Una ciudad auténtica debe tener ambos elementos: muros altos y puertas funcionales. Hay iglesias, hoy en día, que abren tanto sus puertas que los muros carecen de propósito. Todos y todo entra sin dificultad, atravesando la comunidad con supersticiones, impurezas y falsas doctrinas, haciendo que la santidad de Dios no sea visible.

Contrario a esto, otras iglesias poseen tan solo muros y ninguna puerta, no estando apartadas para el Señor –ya que si lo estuvieran, responderían al llamado de ir al mundo (Juan 20:21; Hechos 26:17)–. Estas son las iglesias que se distancian, en todo sentido, de la gente. Debemos ir por el mundo como extranjeros (1 Pedro 2:11) y, aunque estamos de camino a la ciudad celestial (Hebreos 11:10), no debemos desalojarnos del mundo (1 Co 5:9,10). Eso sería insensible. ¿Cómo podemos ver el amor de Dios en nuestra congregación con tanto desinterés por la humanidad?

Cimientos. El pasaje de Apocalipsis continúa diciendo: “y el muro de la ciudad tiene cimientos”. Efesios 2:22 dice que la Iglesia está edificada sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, eso significa, sobre todo, que se ha construido sobre la base de sus mensajes y enseñanzas. Hechos 2:42 lo resume como “la doctrina de los apóstoles”. Claro que estos cimientos no se basan tan solo en el Nuevo Testamento, sino también en el Antiguo. Tanto es así que los autores neotestamentarios citan, muchas veces, pasajes del Antiguo Testamento, con el propósito de establecer las bases del Nuevo Testamento. Podemos afirmar entonces que la Iglesia debe considerar tan solo la Palabra de Dios como su fundamento, sin excepción. Una iglesia edificada en parte por la Palabra de Dios y en parte por las doctrinas humanas, como son la psicología, la gestión de empresas, las estrategias de mercadeo, etc., no resiste a los desafíos del tiempo. El fundamento fallará y la casa se derrumbará. ¿Acaso el Señor no lo dijo ya en Mateo 7:24-27? Por esta razón, una iglesia que desea ser un reflejo de la gloria de Dios, debe orientarse de manera radical y exclusiva hacia la Palabra de Dios, descansando en su fundamento (2 Timoteo 3:15-17; Josué 1:8; Salmos 1).

Finalmente, la Iglesia alcanzará su plenitud. La altura, el largo y el ancho de la ciudad son iguales (Apocalipsis 21:16), teniendo la forma de un dado –tal como el lugar santísimo del templo de Salomón (1 Reyes 6:20)–. Es posible que esto signifique que el pueblo de Dios alcanzó la plenitud de su tamaño, es decir, que la Iglesia ha llegado por fin a su medida completa. Ahora puede comprender “la anchura, la longitud, la profundidad y la altura” de la salvación divina, habiendo llegado así a “toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:18, 19).

“[…] La longitud, la altura y la anchura de ella son iguales”. La ciudad tiene una simetría divina –todo está equilibrado a la perfección, en su lugar y en perfecto equilibrio–. Qué diferente es todo aquí en la Tierra. Cada uno de nosotros, como también nuestras congregaciones, somos incompletos. Sin embargo, en la Jerusalén celestial todo estará equilibrado y en su sitio. Habremos alcanzado, en ese tiempo, toda la plenitud de Dios (Efesios 3:19).

El número doce es la base de todo, ya que significa que el pueblo de los redimidos estará administrado de manera perfecta por Dios, al igual que se registraban en Israel los nacimientos según las doce tribus, por clan y familia (compárese con Números 1-4). Esto trae armonía y una inalterable reciprocidad (Efesios 4:16); porque cada uno estará justo donde Dios, en su sabiduría, lo ha puesto. En nuestra condición terrenal, la armonía del cuerpo de Cristo se ve interrumpida una y otra vez por nuestro interés personal, nuestra envidia y nuestra petulancia (1 Corintios 12:12-21). No obstante, la Iglesia glorificada será tal y como Dios ha decretado que sea.

En estos tiempos, la Iglesia solo tendrá una naturaleza divina. El jaspe que forma los muros (Apocalipsis 21:18) es una figura de la gloria de Dios (4:3, 21:11). Es precisamente Su gloria la que actúa como un muro de protección y división, prohibiendo y evitando la entrada de impurezas a la ciudad. Si dejáramos que la gloria de Dios se revelara un poco más en nuestras vidas, no se introducirían tantas inmundicias en la Iglesia. Si viviéramos para Dios, en santidad y amor, no cerraríamos todas las puertas por temor –como hicieron en aquel entonces los discípulos por miedo a los judíos (Juan 20:19)–. Contrario a esto, podríamos dejarlas abiertas en todo tiempo, como en la Jerusalén celestial, donde nunca hay noche (Apocalipsis 21:25).

Hechos de los Apóstoles ilustra muy bien esto. La Iglesia, en los primeros días, era dirigida de tal modo por el amor y la santidad divina, que era difícil que algo impuro entrase o se quedase en ella. Leemos en Hechos 4:34-35: “Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad”. Este fue un testimonio poderoso acerca del amor que se tenían los discípulos.

A este acontecimiento, le sigue la mentira de Ananías y Safira, y el subsiguiente juicio de Dios (Hechos 5:1-11). Esa fue una revelación poderosa de aquella santidad que según Salmos 93:5 conviene a la casa de Dios. Nadie se animaba a unirse a esta comunidad (Hechos 5:13), lo que no significa que la gente no se salvara; por el contrario: “y los que creían en el Señor aumentaban más” (Hch. 5:14).

Apocalipsis sigue describiendo a la Jerusalén celestial diciendo: “la ciudad era de oro puro”. Leemos en los siete mensajes a las iglesias, cómo el Señor aconseja a la iglesia en Laodicea a comprar oro y vestiduras blancas (Apocalipsis 3:18). Así como las vestiduras blancas hacen referencia a la justicia divina, el oro simboliza también la divinidad. El oro, un elemento natural, posiblemente sea un indicio de la naturaleza divina. En la Jerusalén celestial, la naturaleza adánica ya no obstaculizará el desarrollo de la naturaleza divina, la cual nos fue dada con el nuevo nacimiento (2 Pedro 1:4). “[…] seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2). Esto significa que ninguna necedad, pecado, pereza, impureza o falta de conocimiento –todo lo que nos asedia día a día– empañará nuestra dichosa comunión con él y entre nosotros. Todo es oro puro, sin mácula, sin escoria, traslúcido como el vidrio (v. 21), así es la naturaleza divina; esta y solo esta gobernará y determinará la comunión de los redimidos.

Sigue diciendo el pasaje: “los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados con toda piedra preciosa. El primer cimiento era jaspe […]”. El primer elemento nombrado es el jaspe. ¿Qué podemos aprender de esto? Como hemos visto, el jaspe representa el carácter y la gloria de Dios. Dios ha querido redimir a los pecadores y unirlos en una comunión perfecta. La primera y primordial razón de su accionar es la revelación de su gloria. Dios creó todo y todo existe por “su voluntad” (Apocalipsis  4:11), tanto la creación como la redención. Todo está hecho para la alabanza de su gloria: “Bendecid a Jehová, vosotras todas sus obras, en todos los lugares de su señorío” (Sal. 103:22).

La Iglesia es transparente como el vidrio limpio. “Pero [la calle de] la ciudad era de oro puro” (Ap. 21:18). Para designar una calle se utiliza la palabra griega plateia, con el mismo significado del término italiano piazza. La piazza es todavía hoy muy similar a las calles de la ciudad de los siglos tempranos: un lugar de encuentro, para nada pasajero. Los santos disfrutarán de un trato entre sí basado en la pureza y el amor divino. Nada pecaminoso podrá perturbarlo. Nada solapado romperá la comunión, ya que esta será “como el vidrio transparente”. Andaremos en la luz, con una comunión perfecta unos con otros (1 Juan 1:7).

Cada puerta de la ciudad corresponde a una perla: “Las doce puertas eran doce perlas” (Ap. 21:21). Esto nos recuerda a la parábola de la perla preciosa (Mateo 13:45-46), donde representa el pueblo de Dios. La parábola nos enseña que el Señor dio todo para adquirirlo. ¡Cuánto debe amar a Su pueblo! (Efesios 5:25). Un amor que será anunciado en toda dirección hasta abarcar al universo entero. Esta es la razón de que las puertas sean perlas, por ser lo primero que uno ve cuando se acerca a una ciudad, provocando como primera impresión la sensación del gran amor que el Señor tiene por Su pueblo. Así le sucede a todo aquel que se convierte de las tinieblas a la luz, y es introducido en la Iglesia de Dios. Lo primero que recibe es una nueva conciencia de que Cristo ama a Su Iglesia, enseñándole a amar del mismo modo a todos aquellos que le pertenecen (1 Juan 5:1, 2).

Dios mismo es su templo. Como lo describe Apocalipsis 21:22: “Y no vi en ella templo”. En la Jerusalén celestial, los redimidos estarán siempre en la presencia de Dios, por eso no habrá un templo allí. Antes, el templo era la morada de Dios entre Su pueblo y el medio para que este se acercara a Él. Al mismo tiempo, era un recordatorio diario acerca del pecado que lo separaba de Dios, el cual debía ser cubierto por medio de los sacrificios. En la ciudad celestial no habrá más pecado, por lo que no será necesario romper la distancia. Dios está con Su pueblo y este está con Él. Él mismo “es templo de ella”. Allí, el redimido tendrá un trato inmediato con su Dios y Redentor.

“La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna” (Ap. 21:23), ya que la gloria de Dios es su luz. En la Jerusalén celestial, Dios mismo, la fuente de toda luz, alumbrará a los redimidos. Esta luz no está limitada por la creación. El redimido no necesita ninguna fuente secundaria para iluminarse –al leer el relato de la creación, el cual dice que la luz fue primero, antes que el sol y la luna fueran creadas, podemos interpretar que estos astros son considerados fuentes secundarias de luz–. En la Jerusalén celestial, ya nada es indirecto, los santos perfeccionados tienen trato directo con el autor de la vida. Dios mismo es su luz y el Cordero su lumbrera. Una lumbrera es una luz que se usa de manera planificada. En Jesucristo, la luz ha tomado forma de siervo y ha venido a este mundo en tinieblas (Juan 1:5; 8:12) para buscar y salvar a los pecadores.

Allí, las naciones andarán en su luz: “Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella” (Ap. 21:24). Con naciones se refiere a las personas que poblarán la Tierra durante el reino de mil años. La luz en la que andan es “la gloria de Dios” que refleja la ciudad (v. 11 y 23). Esto significa que las naciones verán la luz y el amor de Dios a través de su pueblo redimido, lo que les indicará el camino a transitar.

Con respecto a lo dicho en Apocalipsis acerca de que las puertas de la ciudad nunca están cerradas, “pues allí no habrá noche”, vale aclarar que en el milenio aún reinará en la antigua Tierra el orden de la primera creación. Este orden recién dejará de existir cuando, al final de este período, la Tierra sea disuelta y haya un cielo y tierra nuevos en los que more la justicia (2 Pedro 3). Así como dejará de existir el mar (Apocalipsis 21:1), también la noche desaparecerá (22:5).

La gente de la Tierra “[llevará] la gloria y la honra de las naciones” a la ciudad de Dios, expresando que le deben a Dios lo hermoso y lo bueno, y todo el fruto de su obra. Él puso en ellos la voluntad y la capacidad de hacerlo (Filipenses 2:13), y es por esta razón que le dan todo el honor.

El Trono de Dios y del Cordero. Del trono de Dios parte la vida, es más, este es descrito como “un río limpio de agua de vida” (Ap. 22:1). Donde Dios reina, no puede haber muerte, por tratarse del Dios viviente, la fuente de la vida y de la luz. Además: “no habrá más maldición”. ¡Qué promesa! Toda la miseria que ha contaminado a esta creación desde la primera maldición proferida por Dios (Génesis 3:17), desaparecerá. ¿Cómo es posible que esto suceda?: “el trono de Dios y del Cordero estará en ella”.

Esta es la razón principal: el trono de Dios se encuentra allí. El sufrimiento entró al mundo por medio de la rebelión del ser humano contra Dios. Una vez que este se someta nuevamente a Su voluntad, el sufrimiento cesará. El trono de Dios también es el trono del Cordero, ya que Dios establece Su dominio por medio de Él, a través del sufrimiento y muerte de Su Hijo. Dios puso sobre Él la maldición que había entrado al mundo a causa del pecado, es más, él mismo se hizo maldición por nuestra causa (Gálatas 3:13,14). Sin su obra redentora no habría siervos que le sirvieran, no habría almas redimidas que vieran su rostro, no habría seres humanos que recibieran la bendición de Dios.

Servir tiene el propósito de ver al Señor: “Sus siervos le servirán, y verán su rostro”. Para eso, Dios nos ha dado ojos. Mientras no le hayamos visto, nuestros ojos siempre irán de aquí a allá, pero nunca se saciarán (Eclesiastés 1:8). Pero en el momento en que nuestros ojos ven Su gloria, le pertenecemos, nos entregamos y lo servimos a Él.

Absalón pudo regresar a Jerusalén, negociando su perdón, pero se le prohibió ver el rostro del rey (2 Samuel 14:24). Sin el perdón de nuestros pecados no soportaríamos la presencia del Señor. Nosotros, sin embargo, añoramos ver Su rostro y lo veremos con toda franqueza y regocijo, ya que nuestros pecados no existen más. En verdad son “Bienaventurados los que lavan sus ropas” en la sangre del Cordero (Apocalipsis 22:14).

En la nueva creación no habrá “noche”, sino un día eterno. Dios mismo “brillará” sobre los redimidos, sin embargo, la primera creación vivió este fenómeno natural; esto es un ejemplo de cómo toda creación puede ser sometida a cambios. Así también, el ser humano, al que Dios creó para dominar sobre la creación, también será transformado. ¿Podrían entonces los redimidos ­dejar el bien por el mal como lo hizo Adán? El ser humano redimido es bueno y no puede desobedecer a Dios, por lo que no dejará el bien como el primer hombre. En la nueva creación, solo habrá un día eterno, el cual nunca será desplazado por la noche.

Porque Dios brilla sobre los justos hechos perfectos (He. 12:23), ellos pueden “reinar de eternidad en eternidad”. Su luz les da lo necesario: el conocimiento y la inteligencia. Por eso, nunca fracasarán ni se rebelarán contra Él. No pueden hacerlo ni querrán hacerlo porque ven Su rostro. Saben eternamente quién es su Dios, que Él los ha amado con amor eterno, y es por eso que lo aman con un amor que crece con el tiempo, hasta el infinito. Y este amor será en el infinito tan amplio, profundo y potente como el amor que Dios ha tenido por ellos desde la eternidad (Jeremías 31:3).

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