La fe, el amor, el sufrimiento y la segunda venida del Señor

Norbert Lieth

Con pocas palabras, el apóstol Pablo enseña el significado de una fe viva y un amor activo en el contexto de nuestro sufrimiento y de la segunda venida del Señor. Una interpretación y enseñanza práctica para nuestra vida.

Al comienzo de su Segunda carta a los tesalonicenses, el apóstol Pablo escribe: “Debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es digno, por cuanto vuestra fe va creciendo, y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás; tanto que nosotros mismos nos gloriamos de vo­sotros en las iglesias de Dios, por vuestra paciencia y fe en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis” (2 Ts. 1:3-4). Antes, en su Primera carta, ya había dicho: “Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo memoria de vosotros en nuestras oraciones, acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts. 1:2-3). En el tiempo transcurrido entre ambas epístolas, los tesalonicenses confirmaron su fe y su amor, incluso habían crecido en ambos, de modo que Pablo se vio obligado a sentirse agradecido: “Debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es digno” (2 Ts. 1:3).

De seguro, cada uno de no­sotros ha dado gracias por alguien, pero ¿cuántos nos hemos sentido obligados a hacerlo? Todos conocemos bien los sentimientos de culpa que experimentamos cuando desaprovechamos las oportunidades, cuando reaccionamos de manera equivocada, cuando tenemos un comportamiento indebido o cuando pecamos, pero la vergüenza de deber a Dios el agradecimiento por otros es algo que probablemente muy pocos conocen: “Dios, te debo el agradecimiento por mi hermano, por mi hermana, por mi esposa, mi esposo, por nuestros hijos, por los padres, por otra obra misionera…”. Debemos a Dios las gracias por lo que Él ha puesto en otros con el fin de glorificarlo, engrandecer Su nombre y bendecir a las demás personas. Debemos a Dios el agradecimiento por la honra que le brindan otros creyentes, por la obediencia de ellos y su buen testimonio.

La deuda de agradecimiento de Pablo, Silvano y Timoteo se basaba en dos razones:

La primera de ellas fue “[…] por cuanto vuestra fe va creciendo […]” (2 Ts. 1:3). En la Primera carta a los tesalonicenses, el apóstol había escrito: “Orando de noche y de día con gran insistencia, para que veamos vuestro rostro, y completemos lo que falte de vuestra fe” (1 Ts. 3:10). Ahora, en su Segunda carta, Pablo expresa un gran gozo, pues la fe de ellos había crecido sobremanera. ¿Cuándo fue la última vez que agradecimos a Dios por la fe de nuestro hermano? ¿Qué ven los demás de nosotros? ¿Se gozan por cómo nuestra fe crece sobremanera? ¿Se puede apreciar este tipo de cambio en nosotros, al punto de provocar el asombro de otros y comprometerlos a dar gracias por ello?

Es notable la importancia que la Biblia da al crecimiento: “Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús, que de la manera que aprendisteis de nosotros cómo os conviene conduciros y agradar a Dios, así abundéis más y más” (1 Ts. 4:10).

Hagámonos la siguiente pregunta: ¿puede nuestra fe seguir creciendo? ¿No es suficiente la fe que hemos demostrado en nuestra conversión? ¿Qué significa una fe que crece sobremanera: resucitar a los muertos, mover las montañas, hacer lo imposible? ¿Se puede creer más allá de creer? ¿No es que tan solo creemos o no creemos?

¿Qué significa entonces una fe creciente? El propio contexto lo aclara: se trata de la “obra de vuestra fe” (1 Ts. 1:3), de una progresiva firmeza y fidelidad en medio de las persecuciones y aflicciones: “[…] por vuestra paciencia y fe en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis” (2 Ts. 1:4).

La fe de los tesalonicenses mostraba cada vez más frutos, evidenciándose en su diario vivir. ¿Podemos decir lo mismo de no-sotros? ¿Podríamos declarar que, en lugar de debilitarnos con el tiempo, presentamos evidencia de nuestra fe y nos volvemos más firmes?

La segunda de las razones es porque “[…] el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás” (2 Ts. 1:3). No solo la fe iba en aumento y daba resultados visibles, sino también el amor. No simplemente el amor de la iglesia, sino el de cada individuo. El Espíritu Santo se enfoca en cada cristiano de forma individual. Él ve tanto el amor de nuestra comunidad como el que ejercemos de manera personal. Este tipo de amor es para todos, sin excepciones. La simpatía y la antipatía son dominados por el amor, no al revés. El amor es lo más grande. Jacques Prévert dijo: “No son seis o siete las maravillas del mundo. No hay más de una: el amor”. Este mismo amor motivó a Pablo a ser agradecido y a dar honra: “Tanto, que nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios, por vuestra paciencia y fe en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis” (2 Ts. 1:4).

Pablo se gloriaba por la obra de los tesalonicenses. ¿No es esto un tanto orgulloso? Quizá, aunque en un sentido bueno y espiritual. Era parte de la cosecha de Pablo y sus colaboradores, una reafirmación de su trabajo para Dios. Así como los padres se alegran de sus hijos obedientes, un maestro artesano de su aprendiz, un profesor de un estudiante, o un jardinero de una de sus plantas, Pablo se alegraba de los tesalonicenses y, en cierto sentido, se gloriaba de ellos. Después de todo, esta iglesia evidenciaba la buena obra que el Espíritu Santo había realizado a través del apóstol y sus colaboradores. Si bien todo provenía de una gracia inmerecida, aun así era digno de gloria.

Segunda de Tesalonicenses 1:4-6 dice: “[…] en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es demostración del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual asimismo padecéis. Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan”. Este texto, no tan sencillo, nos da información acerca del sentido del sufrimiento. A menudo pensamos que el sufrimiento, la persecución y la aflicción son injusticias, pero este pasaje abre nuestros ojos a otra verdad: son señales del justo juicio de Dios.

Nada menos que el último libro de la Biblia, el libro del juicio y del “día del Señor” es el que señala los justos caminos y los veredictos de Dios –aquellos que testifican acerca de esto, deberían saberlo–. Los vencedores “[…] cantan el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos. ¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues solo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado” (Ap. 15:3-4). Más adelante, en Apocalipsis 16:5, 7 dice: “Y oí al ángel de las aguas, que decía: justo eres tú, oh Señor, el que eres y que eras, el Santo, porque has juzgado estas cosas […]. También oí a otro, que desde el altar decía: ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos”. Además, una gran muchedumbre en el cielo testifica: “Porque sus juicios son verdaderos y justos; pues ha juzgado a la gran ramera que ha corrompido a la tierra con su fornicación, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella” (Ap. 19:2). Por último, Apocalipsis 19:11 dice: “Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”. 

1. Para los creyentes 
El sufrimiento es una “evidencia del justo juicio de Dios” y es necesario “[…] para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual asimismo padecéis” (2 Ts. 1:5). No debemos confundir esto con la justicia por obras. Sabemos que somos salvos tan solo por gracia y que únicamente por ella llegamos a la gloriosa meta celestial para morar eternamente con Dios. Esta es una verdad básica e inamovible: “Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:5-9). Pero el sufrimiento es una demostración adicional de la gracia. Dios lo permite en la vida de su Iglesia como otra señal, es decir, como un medio de gracia. Sufrir por Su reino sirve para glorificar Su nombre y para ser “tenidos por dignos del reino de Dios” (2 Ts. 1:5). La Carta a los romanos nos da más información al respecto: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados. Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:17-18).

No somos salvos para dejar de sufrir, sino para sufrir y heredar por gracia el reino de Dios. Esta es la razón por la cual las siguientes características resultan inseparables:

• Nos hemos convertido en coherederos.
• Padecemos con Él.
• Somos glorificados juntamente con Él.

Por último, 1 Pedro 5:10 dice: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca”. 

2. Para los incrédulos 
Segunda de Tesalonicenses 1:6 dice: “Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan”. 

La Iglesia de Jesús ha sido oprimida y perseguida hasta la actualidad por los enemigos de Dios. Dios vengará a los creyentes haciendo pagar a los incrédulos, esto es absolutamente justo. Por eso dice en otro pasaje: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Ro. 12:19). El justo juicio de Dios perfecciona a los creyentes y los retribuye del sufrimiento a mano de los incrédulos. Ambas acciones son plenamente justas y compensatorias.

El tiempo apocalíptico mencionado en el siguiente versículo corresponde al período de retribución, de venganza, de la ira de Dios sobre los hijos de incredulidad. Es por eso que la Iglesia no pertenece a este tiempo: “Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Ro. 5:9).

En el tiempo actual de salvación, Dios permite que sus hijos sufran el juicio de aquellos que no obedecen la fe, con el fin de glorificar a la Iglesia. No obstante, en la transición hacia los tiempos postreros, los incrédulos serán juzgados por los que ahora sufren: “Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder” (2 Ts. 1:7).  La revelación mencionada en el texto es la de Jesucristo, la cual es descrita en detalle en el libro del Apocalipsis. Personalmente, entiendo que la Iglesia entrará antes al reposo celestial, ya que será salvada de la ira venidera y la retribución de Dios, por lo que no tendrá que pasar por el terror de la Gran Tribulación (compárese con 1 Tesalonicenses 1:10; 4:13 y ss.; 5:9). Esta es la razón por la cual los muertos en Cristo y los posteriores mártires se encuentran bajo el altar, en el reposo de Dios (compárese con Apocalipsis 6:11; 14:13). La resurrección de los muertos y el arrebatamiento son precisamente la entrada a este reposo.

Luego de esto, la Iglesia volverá de allí triunfante, juntamente con Cristo, sus apóstoles y los ángeles de su poder, el día que el Señor Jesús se revele desde el cielo. Si la Iglesia estuviese aún en la Tierra, no podríamos hablar de reposo. Contrario a esto, esta reposará mientras la Tierra es juzgada.

En el Antiguo Testamento, la Iglesia no había sido aún revelada, por este motivo, los profetas solo podían hablar acerca de la venida del Señor con sus santos: “Y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos” (Zac. 14:5). Enoc tampoco la vio: “De estos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: he aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él” (Jud. 1:14-15).

En el Nuevo Testamento, mientras se desarrolla la revelación del misterio de la Iglesia, queda claro que esta estará presente en la segunda venida del Señor: “Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con no­sotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder” (2 Ts. 1:7); “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:4); “Para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts. 3:13); “Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos” (Ap. 19:14).

En este tiempo, Jesús juzgará al mundo desde el cielo, con los ángeles de Su poder. También nosotros, desde el cielo, juzgaremos con Él a la Tierra, porque la Iglesia, como cuerpo de Cristo, es el órgano ejecutivo de la cabeza: “¿O no sabéis que los santos han de juzgar el mundo? […] ¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? […]” (1 Co. 6:2, 3). Por eso también leemos: “En llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Ts. 1:8).

Este versículo aclara que el apocalipsis del Señor afecta a toda la tribulación –el juicio en llamas de fuego y el tiempo de retribución–, no solo su aparición al final de este período. Estas menciones son una breve referencia de lo que Apocalipsis explica con detalle. Solo necesitamos leerlo para apreciar lo mucho que habla acerca del juicio de fuego. Un tema que recorre todo este último libro de la Biblia: “Y el ángel tomó el incensario, y lo llenó del fuego del altar, y lo arrojó a la tierra […]. El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba verde. El segundo ángel tocó la trompeta, y como una gran montaña ardiendo en fuego fue precipitada en el mar; y la tercera parte del mar se convirtió en sangre” (Ap. 8:5,7-8); “Por estas tres plagas fue muerta la tercera parte de los hombres; por el fuego, el humo y el azufre que salían de su boca” (Ap. 9:18); “Si alguno quiere dañarlos, sale fuego de la boca de ellos, y devora a sus enemigos; y si alguno quiere hacerles daño, debe morir él de la misma manera” (Ap. 11:5); “Y salió del altar otro ángel, que tenía poder sobre el fuego, y llamó a gran voz al que tenía la hoz aguda, diciendo: mete tu hoz aguda, y vendimia los racimos de la tierra, porque sus uvas están maduras” (Ap. 14:18); “El cuarto ángel derramó su copa sobre el sol, al cual fue dado quemar a los hombres con fuego” (Ap. 16:8); “Por lo cual en un solo día vendrán sus plagas; muerte, llanto y hambre, y será quemada con fuego; porque poderoso es Dios el Señor, que la juzga” (Ap. 18:8).

Aquí se cumple lo que el Antiguo Testamento había predicho sobre el día del Señor, y lo que no se había aplicado al tiempo de gracia en el período de la Iglesia. Isaías ya había profetizado sobre la aparición apocalíptica del Señor: “Porque he aquí que Jehová vendrá con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego” (Is. 66:15). Otros pasajes lo confirman: “Fuego irá delante de él, y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos alumbraron el mundo; la tierra vio y se estremeció. Los montes se derritieron como cera delante de Jehová, delante del Señor de toda la tierra. Los cielos anunciaron su justicia, y todos los pueblos vieron su gloria” (Sal. 97:3-6); “Porque nuestro Dios es fuego consumidor” (He. 12:29). Durante esta revelación, la Iglesia estará en reposo y juzgará al mundo (al cosmos) juntamente con Cristo, como ya ha sido mencionado. Aquellos que rechazaron el evangelio serán juzgados: “[…] a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Ts. 1:8). Esto hace referencia también a gran parte del pueblo judío. Justamente, Pablo dice de ellos en la Carta a los romanos: “[…] para que sea librado de los rebeldes que están en Judea” (Ro. 15:31). Además, menciona en otras cartas: “Nadie os engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia” (Ef. 5:6); “Cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia” (Col. 3:6).

Es en este contexto que quisiera mencionar los versículos que trataremos por separado más adelante: “Inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Ts. 2:9-12).

El juicio recae sobre los incrédulos que se cierran al evangelio, no sobre aquellos que creen en Jesús. Por esta razón, me parece evidente que la Iglesia esté exenta. Por lo tanto, no se encontrará en la Tierra, sino que aparecerá con Él en Su gloriosa revelación. El siguiente versículo lo aclara aún más: “Los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts. 1:9). Otra traducción dice: “Estos sufrirán como castigo la perdición eterna, lejos del rostro del Señor y alejados de la gloria de su poder”. Aquí se nos recuerda el juicio final: “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos” (Ap. 20:11). Las palabras perdición eterna significan que se han apartado de delante del rostro del Señor, que se separaron de Su gloria y están perdidos. Aquí no se trata de destrucción, sino de perdición –aunque es probable que la palabra destrucción tenga el significado simbólico de estar perdido. 

Segunda de Tesalonicenses 2:10 dice: “Y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden […]”. “Perderse” significa separarse de Dios. Perderse de Dios o perder a Dios te excluye de absolutamente todo lo que Él es y tiene. Es estar lejos de la gloria de Su poder. Su poder se expresa en el perdón y en la potencia de Su amor. Quien no está a su alcance, lo ha perdido todo y se encuentra perdido.

Lo contrario a perderse está expresado en el siguiente versículo: “Cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron (por cuanto nuestro testimonio ha sido creído entre vosotros)” (2 Ts. 1:10). Es precisamente el ser glorificado juntamente con él, experimentando de forma directa Su presencia. Cuando Jesús regrese, los creyentes serán partícipes de esta venida: ellos se encuentran en Su gloria desde el día en que fueron arrebatados. En su segunda venida también ellos serán revelados con el Señor en Su gloria. Jesús vendrá con las nubes, acompañado de Sus santos, y allí será glorificado. Él será contemplado por los que creyeron. 

Para un mejor contexto, lo compararemos con otros dos versículos: “Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder” (2 Ts. 1:7); “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:4). Estos pasajes tratan sobre todo de la venida de Cristo y su glorificación. Jesús es el centro de toda adoración, exaltación y admiración.

Pablo enfatiza: “[…] por cuanto nuestro testimonio ha sido creído por vosotros” (2 Ts. 1:10). La fe es la única base para poder participar en esto. Es decir, aquel que reciba el testimonio de las Sagradas Escrituras con fe, tendrá parte en toda Su gloria: “Por lo cual asimismo oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento, y cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder, para que el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, por la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” (2 Ts. 1:11-12). Dios es el origen de todas las cosas, Él es el que produce tanto el querer como el hacer, Él es el autor y consumador de la fe (compárese con Filipenses 1:6; 2:13; Hebreos 12:2). Todo en nosotros es y sigue siendo una dádiva proveniente de la gracia de Dios en Jesús.

Además, Dios es quien nos hace dignos del llamamiento, con el fin de que seamos capaces de alcanzar la meta a la cual fuimos llamados. Otra traducción del pasaje lo dice así: “En vista de eso también oramos todo el tiempo por vosotros, que nuestro Dios los tenga dignos por el llamamiento (definitivo), y los lleve a la consumación con poder, a todo gozo en lo bueno y el trabajo de la fe (en vosotros)” (2 Ts. 1:11). Una tercera traducción dice: “Por tener todo esto delante nuestro, no cesamos de orar por vosotros. Pedimos a nuestro Dios, quien los ha llamado a la fe, que les ayuda a llevar una vida que sea digna de este llamamiento, y que en Su poder haga que todo lo bueno que vosotros planifiquéis se haga realidad, y que todo lo que hagáis sobre la base de la fe llegue a su cumplimiento”. Y otra versión lo escribe de la siguiente manera: “En vista de eso siempre oramos por vosotros. Pedimos a Dios, que Él los haga dignos de este llamamiento y que, a través de Su poder, toda buena intención y buena obra de la fe lleve al perfeccionamiento”.

Es probable que Pablo haya querido decir que oraba para que el Señor, por medio de Su poder, los perfeccionara en todo lo bueno, en toda la obra y trabajo de fe realizado, y para que nada de esto se perdiese. Es decir, que el Señor los considerara dignos y les diera la capacidad de poner en práctica las enseñanzas de fe de los apóstoles, a través de la obediencia y el gozo en lo bueno, con el fin de perfeccionarse. También nosotros deberíamos tener el fuerte deseo de orar por estas cosas, que el Señor nos ayude a no ser negligentes, sino estar firmes y ser fieles hasta el final: “Para que el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros, y vo­sotros en él, por la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” (2 Ts. 1:12).

El capítulo 1 termina diciendo: “[…] para que el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros”. Esta siempre es la meta suprema: que el nombre del Señor sea glorificado en nuestra congregación, en nuestro trabajo y naturalmente en nuestras vidas. Ese era el principal anhelo en la oración de Pablo. Esto sucede cuando Él cumple “[…] todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder” (1:11). Cuando somos capaces de ver Su obra a pesar de la fatiga, las adversidades, las luchas y las tribulaciones, y somos fieles en todo momento. Hasta allí ese era el caso de los tesalonicenses, y Pablo oraba para que continuara siéndolo. Es así como podemos ser de buen testimonio para el nombre del Señor, si vencemos y completamos la obra con la ayuda de Dios, tal como Él la completó. De este modo, demostraremos ser Sus discípulos; personas que seguimos y representamos Su nombre, cristianos que provienen de Cristo. Es por eso que el pasaje continúa diciendo: “[…] y vosotros en él […]” (1:12).

Según los versículos 7 y 10, la Iglesia será revelada cuando Él regrese en Su gloria. Podemos apreciar entonces la reciprocidad: nosotros lo glorificamos por medio de nuestra fidelidad y así seremos glorificados en él en su regreso.

El versículo 12 dice además: “[…] por la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” (2 Ts. 1:12). Ya fue mencionado que el Señor es quien nos da la gracia, las fuerzas y la insistencia en el Espíritu, pero de todas formas, debemos responder a esto con fidelidad. Si con el tiempo nos volvemos infieles y negligentes con la obra que nos ha sido encomendada, el nombre de Jesús no será glorificado en nosotros. Por eso debemos orar y cuidar de que este no sea el caso, sino que por el contrario, la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo continúe obrando en nosotros, y que su obra no sea en vano.

Estás en el lugar que Dios te ha dado,
el lugar do Él te quiso tener;
solo allí será Él tu Escudo, tu Cayado,
allí da fruto y obra con poder.

Si te quiere bendecir, te busca,
no en el mundo vasto e ilimitado,
solo te busca en tu lugar,
el lugar, do Él te ha colocado.

Quédate en el sitio de Sus promesas,
persevera allí y sé fiel:
si es una cruz, no desciendas,
si fuego abrasador, no huyas de él.

No mires con suspiros a diestra ni siniestra,
aunque parezca pequeño terrenal e ignorado;
en ese lugar, que Dios te ha otorgado,
Él quiere por ti ser alabado.
Hedwig von Redern (1866-1935).

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