La cruz y el fin de los tiempos - Parte 1

René Malgo

Cuando Cristo apareció en Israel, el pueblo judío esperaba a un salvador fuerte que desplazara a la potencia invasora romana y asumiera el dominio mundial. En lugar de ello, Cristo nació en un pesebre y murió en una cruz. ¿Qué significa este giro sorprendente para nuestra vida, nuestro diario vivir y el fin de los tiempos?

Alguien que trabaja con personas anímicamente quebrantadas dijo una vez: “Muchos cristianos que asisten a la iglesia en lo profundo de su corazón no creen que Dios los ama”. Simplemente no pueden creerlo. Se sienten demasiado sucios para Dios. Sienten que Dios está demasiado lejos, es demasiado diferente, demasiado inaccesible.

El Dios viviente dice: “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is. 55:9). Dios es más alto y es diferente de nosotros, las personas. Él es Dios, “y no hay otro Dios, y nada hay semejante [a él]” (Is. 46:9). Antes de él “no fue formado dios”, ni lo será después de él. Es el Señor (Is. 43:10-11). “No tiene principio ni fin […]. Da origen a todas las cosas, eternidad a sí mismo […]. Él ordena cuantas cosas existen en el mundo con su palabra, con su razón las gobierna, con su virtud las perfecciona. No puede ser visto, pues es más resplandeciente que la vista; no puede ser tomado pues es más sutil que el tacto; no puede ser valorado pues es más grande que los sentidos, infinito, inmenso, y en toda Su grandeza es conocido solamente por sí mismo. Nuestro intelecto, en cambio, es estrecho para comprenderlo…” (Minucio Félix, Octavio 18:7-9). Él es “fuego consumidor, Dios celoso” (Dt. 4:24). “Muy limpio” es él “de ojos para ver el mal” (Hab. 1:13). Y “horrenda cosa es caer en manos” de este “Dios vivo” (He. 10:31). Este es Dios.

¿Creemos realmente que este Dios insondable y grande puede amarnos?

Sí, él nos ama, y la prueba de esto la vemos en el Señor Jesucristo, concretamente en Cristo crucificado, “para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Cor. 1:23), tal como Pablo les escribe a los corintios: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:2).

¿Por qué todo depende de nuestro Señor crucificado? Porque Dios se revela precisamente ahí, y lo hace de una manera sorprendente. En cuanto al fin de los tiempos y la profecía bíblica deberíamos considerar lo siguiente: cuando Jesús vino al mundo, los ángeles de Dios dijeron que el Señor había nacido (Lc. 2:11). En el Nuevo Testamento “Señor” se utiliza en relación a Jesús como título divino (cf. Lc. 1:43). Más adelante, el discípulo Tomás dijo también a Jesús: “Señor mío, y Dios mío” (Jn. 20:28). Jesús es el Señor. Él es Dios. Este es uno de los grandes misterios de la fe cristiana: Dios se convirtió en hombre en la persona de Jesucristo. “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne...” (1 Ti. 3:16).

Dios se manifestó al convertirse en un hombre de carne y hueso en su hijo Jesucristo. Y cuando esto sucedió, Dios revolucionó todas las expectativas humanas y también las ideas sobre él. Sí, los profetas del Antiguo Pacto habían anunciado la llegada del Mesías y la llegada de Dios. Pero, ¿quién hubiera imaginado que vendría de esa forma?

¿Cómo llegó Dios a la tierra en aquel entonces? Lo recordamos todas las Navidades: llegó por el vientre de una joven judía, una muchacha sencilla. Ella era insignificante. No pertenecía a las familias que marcaban las pautas en esa época en Israel: no procedía de la nobleza dominante, ni de los herodianos, ni de los fariseos, ni de los saduceos. Su esposo era un carpintero, no un escriba; dicho con palabras modernas, no era un teólogo, ni un profesor, ni un presidente, ni un miembro del Consejo.

¿Y Jesús, el Dios hecho hombre? Como no había lugar para él en un cuarto normal, siendo un bebé recién nacido fue colocado en un pesebre para animales. Y éste no estaba particularmente esterilizado; seguramente tampoco olía bien. Dios Hijo vino al mundo en pobreza. Creció como hijo de un carpintero y durante 30 años no se oyó casi nada de él. Llevó una vida sencilla y simple entre personas sencillas y simples. ¿Te hubieras imaginado la aparición de Dios en la tierra de esta manera?

Varios cristianos acusan rápidamente a los judíos porque rechazaron a Jesús y muchos lo siguen rechazando. Pero imaginemos la situación en aquel entonces: los profetas judíos anunciaron que Dios vendría y reinaría y viviría en medio de Su pueblo. Se hablaba de poder y de gloria, y eso era lo que Israel esperaba. Pero Dios, con la venida del Señor Jesús, revolucionó todo lo que uno hubiera podido imaginar sobre Su aparición, Su poder y Su gloria.

Y luego, cuando Jesús apareció públicamente, pareciera que no hizo más que volver a desairar a la elite religiosa de Israel. Nosotros tendemos a ignorar el episodio, pero en los Evangelios hallamos un ejemplo importante de esto: El Señor fue a la sinagoga, leyó un pasaje sobre la aparición del Mesías y Salvador de Israel y explicó que él era el cumplimiento (Lc. 4:16-21; Is. 61:1-2). Los judíos se maravillaban “de las palabras de gracia que salían de su boca” (Lc. 4:22). ¿Y cómo reaccionó el Señor Jesús a esto? No aprovechó su admiración como motivo para decir cosas bellas y para ganarse a estos judíos para sí. Él ya sabía que más tarde lo rechazarían. En lugar de eso, los ofendió diciendo:

“Y en verdad os digo que muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en toda la tierra; pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el sirio” (Lc. 4:25-27).

La viuda de Sidón era una mujer gentil, no judía. Naamán el sirio era un gentil, un no judío. Ante los ojos de la elite religiosa judía, los gentiles eran la escoria espiritual. No pertenecían a Dios, no eran nada. Y ahora, en cierto modo, Cristo le mostró a su pueblo que ya en el pasado Dios se había ocupado de dos gentiles despreciados, antes que de las muchas viudas y de los leprosos de Israel mismo. Estas son palabras muy duras. No es de extrañar, humanamente hablando, que luego los judíos quisieran apedrear al Señor (Lc. 4:28-30).

Y así continuó. Cristo escogió a doce israelitas totalmente normales como lo eran Sus apóstoles. Ninguno era de la élite religiosa. Eran pescadores que, desde un punto de vista espiritual, eran lentos de entendimiento. Entre ellos, dos hermanos coléricos, los “hijos del trueno”, Jacobo y Juan, o el impertinente Pedro. También había un publicano entre ellos, famoso por sus estafas y odiado y despreciado en todo Israel. También se encontraba entre ellos un zelote, un luchador por la libertad que había cometido atentados contra los ocupantes romanos; hoy diríamos “un terrorista”.

Y aún falta más. Jesús cenó con publicanos y pecadores, con aquellos que eran despreciados por la élite religiosa. El Señor llamó “generación de víboras” (Mt. 12:34) y “sepulcros blanqueados” a los predicadores estelares y a los estupendos teólogos supuestamente piadosos de su época (Lc. 11:44- Mt. 23:27). Él consideró a las prostitutas, y estando solo se ocupó de una mujer adúltera junto a un pozo, sin preocuparse por su buena reputación.

Cuando Dios se hizo hombre en Jesucristo, revolucionó todas las ideas de poder y de gloria. Nuestro Señor mostró su poder divino y soberanía dejando de lado a aquellos que se consideraban espiritualmente sanos y buenos, y yendo hacia aquellos que eran despreciados, que estaban quebrados, que estaban sedientos de sanidad. Hizo lo que su madre María expresó en una alabanza: “Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes” (Lc. 1:52). O como el Señor Jesús mismo dijo en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5:3). Él vino a anunciar buenas nuevas a los pobres, libertad a los cautivos, vista a los ciegos y libertad a los oprimidos (Lc. 4:18).

¿Y después? Después este Dios hecho hombre, que de manera consciente y determinada se ocupó de los despreciados, de los pobres y de los oprimidos de Israel, se dejó arrestar, acusar, calumniar, torturar y clavar en la cruz del Gólgota. La aparición de Dios en Jesucristo desembocó en Su terrible muerte en una cruz fuera de los muros de Jerusalén, lleno de vergüenza y oprobio. Precisamente allí conocemos a Dios.

¿Quieres saber cómo es Dios? ¿Quieres saber si Dios te ama? Entonces ve al pesebre y a la cruz, porque allí comprenderás quién es Dios realmente.

Sí, el santísimo y glorioso Dios es inaccesible e inconcebible para nosotros, pero se hizo accesible y concebible al manifestarse en Su Hijo Jesucristo. Y no se mostró con bombos y platillos como un poderoso general, ni como un gran hombre de Estado o como un héroe insuperable, sino como una persona sencilla. Dios se humilló a sí mismo y vino a nosotros a la suciedad. Él cumplió la profecía del Antiguo Pacto de una manera sorprendente. Trajo el fin de los tiempos de una manera asombrosa (Gál. 4:4; 1 Cor. 10:11).

Ahora podríamos preguntarnos: ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros? Es hermoso y bueno que Dios se haya humillado a sí mismo de esta forma. ¿Pero qué nos aporta a nosotros? ¿Es simplemente un bello ejemplo? No, se trata de mucho más. En la cruz sucedió algo, algo que es realmente una buena noticia para los pobres, luz para los ciegos y libertad para los cautivos y los oprimidos.

No es que Jesucristo simplemente murió. Tampoco fue un error en el plan de Dios. Era su meta, quería morir por nosotros. Llevó sobre sí nuestros pecados. En Jesucristo Dios se vinculó con los hombres para llevar el pecado y la culpa humana contra Él. Jesús sufrió la horrible y solitaria muerte de un hombre que es castigado por sus pecados. Pero no quedó allí; se levantó de entre los muertos. Su cuerpo maltratado fue resucitado a una nueva vida. Así, en la cruz, venció al pecado, al infierno, a la muerte y al diablo.

En cuanto a la cruz, Cristo dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado” (Jn. 12:23). Esta es una palabra asombrosa. El Señor habla de glorificación en relación a la terrible tragedia de la cruz. A este horrible crimen lo llama su glorificación. La crucifixión del Hijo de Dios es la glorificación del Hijo de Dios. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo algo tan horrible puede ser glorioso?

Otra vez: esta es la teología de la cruz. Dios revoluciona todas las expectativas humanas de poder y de gloria. Él demuestra Su poder y su gloria precisamente en Su hora más oscura, en el mayor dolor y en el sufrimiento más profundo. Para Dios sería fácil exterminarnos y aplastarnos, pero ¿dónde se puede encontrar un Dios así que muera como hombre por los pecadores? Esto es verdadero poder.

Cuando Cristo sufrió y murió, sucedió lo inconcebible: Él llevó sobre sí nuestros pecados. Pero esto no fue todo: Jesucristo fue y es la única persona en la tierra que vivió también de manera totalmente justa y sin pecado. No fue cegado por el diablo ni por otras personas ni por el pecado, sino que siempre hizo lo correcto. En la cruz tiene lugar un intercambio: Cristo nos da su justicia y toma nuestros pecados sobre sí, quitándolos mediante Su muerte sacrificial en la cruz. “Al que no conoció pecado [a Jesús], por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21).

Ya nada ni nadie nos puede condenar a los pecadores creyentes, porque el Dios perfecto se ha unido a nosotros en el perfecto Dios hecho hombre, Jesucristo. La llave de este tesoro de la perfección es nuestra fe. Solamente Cristo es nuestra garantía. Así la vergüenza de la cruz se convierte en la gloria de Dios. Porque Jesucristo ahora compra con Su santa y preciosa sangre a incontables personas “de todo linaje y lengua y pueblo y nación” para el nuevo reino celestial de Dios (Ap. 5:9).

Dios, el poderoso León de Israel, ha vencido por todos como cordero inmolado. Él anuló “el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2:14-15). El diablo no tiene nada más en su mano que pueda utilizar contra nosotros. El castigo por todos nuestros pecados ha sido pagado. La aparente derrota de Dios fue Su victoria absoluta. Así Dios mostró Su poder y gloria en el drama sangriento de la cruz.

Para nuestra vida esto significa que somos libres. “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn. 8:36). Jesucristo nos liberta de nuestros pecados, de nuestra culpa, de nuestras ataduras, de nuestras cargas, de nuestra mala conciencia, de todo lo que nos pueda embaucar y hacer caer. Esta es la buena nueva: ahora, limpios por la valiosa sangre de Jesús, podemos comenzar una nueva vida. Una vida para Dios, que da felicidad, y una vida con el Dios que nos hace felices.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad