La calumnia: otro criterio de prueba de una fe genuina

Fredy Peter

Una interpretación de la Epístola de Santiago, Parte 11: Santiago 4:11-12: Sobre el problema cuando juzgamos a los demás y así juzgamos a la ley y a Dios en lugar de a nosotros mismos.

Mientras Santiago 3:1-12 habla acerca de nuestra forma de hablar en general, el capítulo 4:11-12 ataca el problema específico del hablar mal acerca de otros, calumniar o murmurar. Es el noveno criterio en esta serie de pruebas de una fe auténtica (Todos los textos citados son tomados de la Nueva Biblia de Las Américas).

Calumniar significa atribuir falsa y maliciosamente a alguien palabras, actos o intenciones deshonrosas. Significa hablar mal de una persona, difamarla en su ausencia, criticar y cuestionarla sin que la persona afectada pueda defender o justificarse. El objetivo de la calumnia es arrojar mala luz sobre el carácter y la motivación de la otra persona. Esto daña y destruye algunas de las cosas más preciadas que posee una persona: su credibilidad, su testimonio, su reputación. Porque: “Más vale el buen nombre que las muchas riquezas, Y el favor que la plata y el oro” (Pr 22:1).

La calumnia ensucia a la otra persona mientras que el calumniador se exalta a sí mismo luciéndose a expensas de la víctima. Esto es todo lo contrario a la humildad que Santiago demanda en el versículo 10. Calumniar es un acto de arrogancia, altanería y prepotencia.

La calumnia era un problema entre los cristianos judíos a mediados del siglo I a quienes Santiago dirige su carta, y sigue siéndolo entre nosotros hoy día. Sin embargo, el problema de la calumnia comenzó ya mucho antes, concretamente en Génesis 3, cuando el padre de la mentira hizo su aparición en la maravillosa creación de Dios y destruyó la gloriosa comunión de la primera pareja humana con su Creador. El diablo lo consiguió mediante la calumnia: “¿Conque Dios les ha dicho…?” (Gn 3:1).

Con mala intención, quiso poner en duda el carácter y las intenciones de Dios. Intentó sembrar la duda acerca de la bondad y el amor del Señor, así como también duda sobre la Palabra de Dios, y finalmente, duda sobre el juicio del Creador, diciéndoles con voz conspirativa: “Ciertamente no morirán. Pues Dios sabe que el día que de él coman, se les abrirán los ojos y ustedes serán como Dios, conociendo el bien y el mal” (V. 4-5).

Como Eva le prestó oídos, comió y también Adán, y al igual que todos sus descendientes, estamos infectados con el mismo vicio: cada uno de nosotros tenemos el potencial de practicar el devastador pecado de la calumnia. Y como este abuso de la lengua es tan fácil, ­porque no necesita de gran preparación y se pronuncia muy rápidamente, la calumnia se ha extendido a todo el mundo y se encuentra en todos los ámbitos.

Por eso, la Biblia nos advierte en muchos pasajes a no calumniar a los demás. 

Sin embargo, algunas personas que son culpables de calumniar ni siquiera son conscientes de todo el alcance y de las aterradoras consecuencias de sus actos, porque el que calumnia no solo juzga al prójimo sino también juzga la ley y juzga a Dios. Oh ¡cuánto más saludable hubiera sido juzgarse a sí mismo!

Esto es lo que vemos en nuestro texto:

Otros jueces
“Hermanos, no hablen mal los unos de los otros. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley. Pero si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez de ella” (Sant 4:11).

No debemos calumniar a nuestros hermanos y hermanas en la fe. Santiago dice: ¡Basta ya! La calumnia caracteriza a los impíos (Romanos 1:30) y es un peligro para los creyentes (2 Corintios 12:20). Prestemos atención a la severa advertencia de Dios en el Salmo 101:5: “Destruiré al que en secreto calumnia a su prójimo”. Y en Gálatas 5:15, Pablo nos amonesta encarecidamente: “si ustedes se muerden y se devoran unos a otros, tengan cuidado, no sea que se consuman unos a otros”.

¿Por qué un hermano condena al otro sin escucharle antes? ¿De verdad cree que sabe más que los demás? No prestes oídos ni permitas las críticas a espaldas de otros. La calumnia causa heridas y deja daños duraderos. Entristece y perturba las relaciones, y tiene la tendencia de crecer sin freno y sin control. Todo esto está totalmente en el espíritu del inventor, el diablo; no en vano es llamado “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa delante de nuestro Dios día y noche” en Apocalipsis 12:10.

Santiago menciona este origen infernal de la calumnia en el capítulo 3:6 donde escribe: “La lengua es como un fuego, un mundo de maldad. Es uno de nuestros órganos y contamina todo el cuerpo; y encendida por el infierno, prende fuego a todo el curso de la vida”.

Alguno se pregunta ahora quizás: ¿No puedo decir nada en absoluto sobre mi hermano? ¿No se me permite tener una opinión sobre esto o aquello? 

Por supuesto que sí. En 1 Tesalonicenses 5:21, el apóstol Pablo incluso alienta a examinar todo cuidadosamente. Pero, por desgracia, nos apresuramos a juzgar al hermano y olvidamos la segunda parte del versículo: “…retengan lo bueno”. El Señor Jesús mismo dice: “…por sus frutos los conocerán” (Mt 7:20). Esto significa que debemos juzgar, debemos mirar y escuchar con atención y no tolerar el pecado. Sin embargo, no debemos juzgar a los demás precipitadamente y según las apariencias externas. 

Nunca debemos cuestionar o juzgar las motivaciones de otro, porque no podemos ver su corazón. “Dios no ve como el hombre ve, pues el hombre mira la apariencia exterior, pero el Señor mira el corazón” (1 Sam. 16:9).

Cuán injustos somos muchas veces al juzgar los motivos de los demás. Si otra persona actúa de manera inapropiada, es un sinvergüenza; si nosotros hacemos lo mismo, nos excusamos diciendo que fueron los nervios. Si otra persona insiste en su opinión, es terca; si lo hacemos nosotros, afirmamos que es firmeza. Si a otro no le gustan nuestros amigos, tiene prejuicios; si no nos gustan los suyos, únicamente estamos demostrando nuestro conocimiento de la naturaleza humana. Si otro intenta complacernos, es un adulador; si lo hacemos nosotros, estamos siendo corteses. Solo el Señor conoce el corazón, los pensamientos y las motivaciones de nuestro prójimo. “Por tanto, no juzguen antes de tiempo, sino esperen hasta que el Señor venga, el cual sacará a la luz las cosas ocultas en las tinieblas y también pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces cada uno recibirá de parte de Dios la alabanza que le corresponda” (1 Co. 4:5). 

Nuestros hermanos y hermanas en la fe fueron redimidos por gracia igual que nosotros. Dios alcanzará su meta con ellos igual que con nosotros. Su amor y su misericordia son los mismos tanto para ellos como para nosotros. ¿Por qué habríamos de levantarnos como jueces sobre ellos y calumniarlos?

En su comentario sobre la carta de Santiago, John MacArthur lo expresa así: “El primer paso para evitar el pecado de la calumnia no es cerrar los labios, sino pensar correctamente de los demás”.

Aquellos que han sido absueltos del pecado y la culpa a través del sacrificio sustitutivo de Jesucristo en la cruz no pueden ser calumniados o juzgados por nadie. 

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1 RVR60).

Algunas personas que calumnian y juzgan a los demás ni siquiera son conscientes de lo que hacen en realidad. Santiago escribe: “El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley” (Sant. 4:11).

Este es el segundo punto:

Juzgar la Ley
¿A qué ley se refiere? ¿La ley de Moisés? No, sino a la ley de la libertad (Santiago 1:25; 2:12) —la ley real que Santiago menciona en el capítulo 2:8: “Si en verdad ustedes cumplen la ley real conforme a la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», bien hacen.”

Este mandamiento fue introducido en la Ley mosaica (Lev 19:18) y descrito por Jesús en Marcos 12:31 como el mayor mandamiento. Y en Mateo el Señor Jesús lo resume así: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mt. 22:37-40). 

Al calumniar a mi hermano o hermana, peco contra este mandamiento, me hago culpable de no amar a mi prójimo. Así que ni me someto a esta ley ni la cumplo, sino que con mi comportamiento doy testimonio de que la ley no tiene sentido para mí, que creo saber mejor cómo comportarme. Doy a entender que para mí la ley es defectuosa y debería adaptarse y al hacerlo, me convierto en la norma.

Santiago dice que una persona que actúa así “…habla mal de la ley y juzga a la ley “. ¡La palabra de Dios nos examina y nos juzga a nosotros y nunca al revés! Pero aquí se ha producido una extraña inversión de esta realidad. Porque —continúa Santiago— “…si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez de ella”. Esto nos plantea un problema mucho mayor, y Santiago nos lo cuenta en el versículo siguiente.

Cuando calumniamos y juzgamos, nos convertimos en los nuevos legisladores, decidiendo lo que está bien o mal. El pequeño, impotente y vanidoso ser humano se arroga el cargo de juez del Todopoderoso y santo Dios. 

Juzgar a Dios 
Santiago lo deja claro: “Solo hay un Legislador y Juez, que es poderoso para salvar y para destruir…” (Sant. 4:12).

La palabra “Legislador” únicamente aparece en este pasaje del Nuevo Testamento. Habla de Dios. El Señor ha dado la ley, y ella es la expresión de su voluntad. Solo Él tiene el poder de ponerla en vigor y solo Él vela por su aplicación. Dios no solamente tiene el poder legislativo, sino también el ejecutivo y judicial. Esta ley de libertad, esta ley de la realeza, no es un consejo optativo, sino un mandato que hay que cumplir. 

Él tiene el poder de salvarnos —en el contexto del texto esto significa absolvernos—, o de destruirnos —es decir, condenarnos—. Quien calumnia juzga a su hermano con falsa autoridad. El calumniador también infringe la ley porque usurpa la autoridad del Legislador. Toda ofensa a la ley es una ofensa a Dios. La falta de amor del calumniador es, en definitiva, una ofensa al Todopoderoso.

El Padre se sienta en el trono; nuestro lugar está delante del trono, y allí estamos codo con codo con nuestros hermanos y hermanas. Consecuentemente, Santiago formula entonces solamente una pregunta retórica, dirigida a los engreídos y arrogantes calumniadores: “tú, ¿quién eres que juzgas a tu prójimo?”.

De esto trata el cuarto y último punto:

Juzgarse a sí mismo 
El apóstol Pablo nos hace la misma pregunta en Romanos 14:4: “¿Quién eres tú para juzgar al criado de otro? Para su propio amo está en pie o cae. En pie se mantendrá, porque poderoso es el Señor para sostenerlo en pie” (Rom. 14:4).

Juzguémonos a nosotros mismos, examinémonos, pongámonos en la posición correcta ante Dios, es lo que dice Santiago 4:10: “Humíllense en la presencia del Señor y Él los exaltará”.

¿Edificamos a los demás o estamos ocupados en derribarlos con malicia? ¿Tenemos un alto concepto de nuestros hermanos y hermanas? Preguntémonos antes de criticarlos: ¿Por qué lo hago y a quién le sirve? ¿Sirve a mi propio ego solamente o sirve al hermano y sirve para la gloria del Padre? Si realmente hay algo que observar, dilo directamente a la persona afectada y hazlo con amor. “Hermanos, aun si alguien es sorprendido en alguna falta, ustedes que son espirituales, restáurenlo en un espíritu de mansedumbre, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gá. 6:1).

Y si hablamos acerca de otros, hagámoslo como lo hizo el hijo de Saúl en 1 Samuel 19:4: “Jonatán habló bien de David”. Decir no a la calumnia es poner en práctica la exhortación de Santiago 4:7-8 que dice: “Resistan, pues, al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios…”; esta es la actitud correcta frente a la Ley de Dios y por tanto también para con el Dador de la Ley. Si hacen esto, experimentarán también los benditos efectos que siguen: “…y Él se acercará a ustedes”.

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