Israel, un pueblo muy especial - Parte 4

Thomas Lieth

En Génesis 21:1-3 leemos: “Visitó Jehová a Sara, como había dicho, e hizo Jehová con Sara como había hablado. Y Sara concibió y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios le había dicho. Y llamó Abraham el nombre de su hijo que le nació, que le dio a luz Sara, Isaac”.

Las promesas hechas a Abraham –las cuales Dios se comprometió a cumplir– pasarían de forma directa a su heredero, Isaac (Gn. 21:12). Pese a esto, leemos en Génesis 22:1-2: “Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”.

Considerando la promesa que se le había dado a él y a su hijo, debió ser un gran golpe para Abraham. Dios le ordenó sacrificar a su heredero, a su hijo, el único de Sara. Pero ¡qué fe y qué confianza demostró Abraham a Dios! De seguro, debió haberse sentido confuso y desesperado. Primero, Dios le había hecho una promesa tras otra, luego les regaló a él y a su esposa, cuando ya eran ancianos, un hijo que debía ser el heredero y del cual nacería una nación grande –¡y ahora esto!–. 

No sé cómo hubiera reaccionado en esta situación –quizás me hubiese negado a actuar–, pero Abraham emprendió un nuevo camino, como Dios le había dicho. Esta fe, esta infinita confianza profesada a su Dios, le fue contada por justicia (He. 11:17-19).

La fe verdadera, el sacrificio y la profunda seguridad en Dios hacen que seamos capaces de renunciar a lo más preciado que tenemos en la tierra. Abraham estuvo dispuesto a entregar a Dios su posesión más amada. Para nosotros, nada debe ser más importante que Jesucristo; no solo en teoría, sino en nuestro diario vivir. ¿Hay posesiones en nuestra vida que si el Señor nos las demandara, no estaríamos dispuestos a soltar ni entregar? ¿Son tan importantes los bienes materiales e individuales que somos capaces de olvidar a nuestro Señor por ellos?

El misionero Jim Elliot dijo: “No es necio aquel que da lo que no puede guardar, para obtener lo que nunca podrá perder”.

Lo terrenal es pasajero, y nada de eso podremos llevarnos a la eternidad, ni al cielo ni al infierno. No me serviría de nada si algún día se escribiese sobre mi tumba: “Aquí descansa el más rico y más amado esposo del mundo”. Sin embargo, no perderemos la bendición del Señor, la vida eterna, porque no es efímera, sino que Dios nos la ha prometido a quienes estamos dispuestos a confiar toda nuestra vida a su Hijo Jesucristo. “La bendición de Jehová es la que enriquece, y no añade tristeza con ella” (Pr. 10:22).

Dios impidió la inmolación de Isaac, pero no lo hizo, muchos siglos más tarde, con su único y amado Hijo (Mt. 3:17), el cual se sacrificó por amor a nosotros. El lugar que debía ocupar Isaac fue reemplazado por un carnero ofrecido como holocausto al Señor. El Antiguo Testamento nos enseña que no podemos acercarnos a Dios sin derramamiento de sangre (He. 9:22). Así sucedió ya en el principio, cuando más de un animal debió ser sacrificado para vestir con su piel a Adán y a Eva, el día que fueron expulsados del Paraíso.

De igual manera, Jesús obtuvo la completa expiación por medio de su sangre derramada en la cruz del Gólgota (He. 9:11-13).

Tiempo después, Isaac se casó con una mujer llamada Rebeca, con la cual tuvo dos hijos (Gn. 25:21-26). Dios anunció que el heredero no sería el primogénito, Esaú, sino su hermano menor, Jacob. De todos modos, más tarde se evidenciaría que Esaú no era digno de esa bendición. Tenía una mentalidad mundana y terrenal (Gn. 25:19-24). Los goces de este mundo eran lo más importante para él, al parecer ni siquiera esperaba una resurrección. “Porque ¿qué aprovecha al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? […]” (Mt. 16:26). Jacob, por el contrario, tenía una actitud espiritual y anhelaba la resurrección más que los bienes mundanos.

Esaú no solo despreció su derecho como primogénito, sino que también se casó con mujeres extranjeras (Gn. 26:34-35; He. 12:16). Esto es comparable a que yo, siendo cristiano, desposara a una musulmana de Siria. No creo que mi entorno familiar lo viera con buenos ojos, lo que no tiene que ver en absoluto con una actitud xenofóbica. Es que, si mi compañera de vida honra a otro dios, solo tendremos problemas. Luego, Esaú se casó también con una hija de Ismael (Gn. 28:9).

De Esaú nació el pueblo de los edomitas y Jacob finalmente usurpó el derecho a la bendición de su padre (Gn. 27:1-40). Al leer la historia de Jacob y Esaú, podríamos compadecernos con este último. Sin embargo, él mismo se autocompadeció en su tristeza. Al final, lloró, pero no a causa de reconocer su mal proceder delante de Dios o por sentirse arrepentido. No, más bien se lamentaba y lloraba por la pérdida de sus ganancias materiales (He. 12:17). Era como quien pierde su fortuna en un juego de azar clandestino y llora con desesperación, pero no comprende que todo su comportamiento es condenable.

Podemos ver en esta historia familiar cómo cada uno de sus miembros quiso hacerse de su felicidad, en lugar de confiar y dejar actuar a Dios (Sal. 37:5). Cada uno intentó ayudar a Dios a cumplir Sus promesas. De esta forma surgió la mentira y el engaño.

Isaac sabía que Dios había anunciado que el hijo mayor serviría al menor. No obstante intentó, contra la voluntad de Dios, conceder la bendición al mayor (Gn. 27:1-4). Isaac tenía preferencia por Esaú (Gn. 25:28) y este, por otra parte, no se negaba a recibir la bendición de su padre, quebrando así la palabra dada a Jacob (Gn. 25:33), cuando juró entregar a su hermano la primogenitura por un guisado de lentejas.

Para complicar más la situación, Rebeca y Jacob intervinieron con toda astucia. En realidad, tenían una razón para hacerlo. Rebeca sabía que el mayor debía servir al menor y quería impedir que su esposo bendijera a Esaú. De acuerdo a la promesa de Dios, la bendición le correspondía a Jacob. Sin embargo, la forma en la cual obraron dejó mucho que desear. No confiaron en el Señor y tomaron el destino en sus manos. Como consecuencia, la familia se separó a causa de esta gran discordia, y ninguno de ellos quedó absuelto.

Todos debieron luchar contra el resultado de la mentira y el engaño. Isaac fue defraudado por su esposa y engañado por su hijo. Rebeca perdió a sus dos hijos y nunca volvió a ver a su preferido. Jacob huyó, vivió como refugiado, siendo más tarde embaucado. Y Esaú perdió todos sus derechos como hijo mayor y vivió amargado. En verdad, no podríamos decir que se trataba de una familia feliz.

Aunque Dios de ningún modo aprobaba tales actitudes, nunca desistió de su plan original. Esaú demostró no ser digno de continuar la línea de bendición de Abraham. Sus defectos de carácter eran un impedimento para ese llamado (Gn. 28:6-8). Al fin y al cabo, era la soberana voluntad de Dios que la bendición dada a Abraham e Isaac continuara por la línea de Jacob (Ro. 9:11-12).

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