Israel, un pueblo muy especial - Parte 3

Thomas Lieth

El llamamiento de Abram

En Génesis 12:1-3 leemos: “Pero Jehová había dicho a Abram: vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra.”

Este pacto con Abram no es solo importante para Israel, sino también para la Iglesia. Pues no-sotros, gentiles creyentes en Jesucristo, fuimos incluidos, por el Mesías judío, en las promesas de bendición de este pacto (como explica la Epístola a los gálatas). Aunque ahora quisiera concentrarme en lo que ha significado este importantísimo pacto en la historia de Israel. De cierto, es con este pacto que comienza en realidad su historia.

Dios eligió a un hombre llamado Abram, de Ur de los caldeos, alrededor del año 2000 antes de Cristo. El Señor tenía la intención de formar un pueblo a partir de Abram. Quería hacer historia, no solo con él, sino también con su descendencia. El pueblo que proviniera de Abram tendría el compromiso de glorificar al único Dios verdadero: “Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará”, dice Isaías 43:21. Debía, por así decirlo, conformarse como un representante y embajador de Dios en la tierra, para que el resto del mundo reconociese quién es Dios: “Y me dijo: mi siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré” (Is. 49:3).

A causa de la santidad de Israel, conducta, servicio y adoración a Dios, el mundo, sumergido en pecado, debía reconocer su propia impureza y necesidad de redención. Recordemos el pecado original de los primeros hombres y los cometidos en la época de Noé. Pronto, después del diluvio universal, los hombres recomenzaron a pecar. Hagamos memoria acerca de la torre de Babel, la inmoralidad de los pueblos y su idolatría. Las naciones habían olvidado quién era su Creador y poseían sus dioses muertos e inútiles; agregando a esto guerras, asesinatos y horror. Todavía encontramos situaciones similares en ciertas tribus nativas, las cuales, por miedo a los demonios y a sus “dioses”, buscan el éxtasis y el autocastigo. En aquel tiempo, ofrendaban incluso a sus hijos para aplacar la ira de los falsos dioses. La misión de Israel era abrir los ojos de estos pueblos para que reconocieran quién los había creado. El mundo debía aprender de Israel lo que Dios quería y exigía si pretendían ser hombres justos:

“Mirad, yo os he enseñado estatutos y decretos, como Jehová mi Dios me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la cual entráis para tomar posesión de ella. Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta” (Dt. 4:5-6).

Las doce tribus de Israel, descendientes de Abraham, debían llevar la salvación eterna a los demás pueblos de la tierra. Israel debía vivir en medio de estos pueblos y alcanzar, desde ese lugar, a todos ellos con la Palabra de Dios. Ser el pueblo elegido implicaba una gran honra, pero también una enorme responsabilidad y compromiso: “Oíd esta palabra que ha hablado Jehová contra vo­sotros, hijos de Israel, contra toda la familia que hice subir de la tierra de Egipto. Dice así: a vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades” (Am. 3:1-2).

De seguro, muchos judíos querrán no pertenecer al pueblo elegido de Dios. Además de la gran responsabilidad que esto implica, nuestro Dios y Creador no es amado en todos los lugares; y donde la gente se rebela contra él, rechaza de manera obligatoria a Israel. Así como la simpatía de un embajador, que debe representar los intereses de su país en el exterior, no alcanza si su nación es impopular en esa región, hay judíos que piensan que si no pertenecieran al pueblo elegido, les iría mucho mejor, por lo menos vivirían tranquilos. Y es cierto, el pueblo judío sería más aceptado si no existiera la batalla de Satanás contra Dios y, por lo tanto, contra sus embajadores y representantes.

A pocos les importan los derechos de los coptos en Egipto, de los armenios o de los curdos en Turquía. Nadie pregunta por los aborígenes americanos o australianos, nadie se interesa por la situación de los moros en el Líbano, y la lista podría ser más amplia. Sin embargo, en todo el mundo se lucha con vehemencia a favor de los palestinos. La razón no radica en el amor al prójimo ni en la compasión por este pueblo, sino que su motivación nace en el perjuicio a Israel. Si el enemigo de los curdos no fuera Turquía, sino Israel, todo el mundo prestaría atención a sus derechos. Israel ha sido involucrado, contra su voluntad, en una lucha entre Dios y Satanás.

Sin embargo, hasta hoy, el pueblo judío no ha reconocido este hecho ni ha cumplido con su mandato misionero. Quitando algunas excepciones, no ha correspondido a esta noble responsabilidad. En lugar de guardar los mandamientos y decretos de Dios, y testificar de este Dios-Creador a los demás pueblos, ha elegido sus propio camino. Recién cuando todo Israel se convierta a Jesús, su Mesías, será, sin excepción, una bendición y un embajador digno para todas las naciones de la tierra. Pero esto acontecerá recién en el umbral hacia el Milenio.

Volvamos a Abraham. Dios eligió a un hombre llamado Abram. Luego cambió su nombre por Abraham, en el comienzo de una nueva etapa en la historia de la salvación. Dios hizo un pacto con Su elegido y le prometió, entre otras cosas, que sería el padre de muchas naciones, que serían bendecidos los que lo bendijesen, y que su simiente (su descendencia) traería la salvación para la humanidad. Podemos afirmar que su descendencia, los judíos, a pesar de sus muchos errores, han sido una gran bendición para la humanidad, desde el simple hecho de que fueran judíos quienes nos dejaron la Biblia. Fueron ellos quienes dieron a conocer a los gentiles al único y verdadero Dios-Creador. ¡Pero mucho más significativo es el hecho de que haya nacido de este pueblo el Salvador, Redentor y Ungido: Jesucristo! Él es la simiente anunciada en el Antiguo Testamento, el cual traería –y de hecho trajo– la salvación a la humanidad: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gá. 3:16).

Dios prometió a Abraham un heredero, a pesar de que ya era anciano y no tenía hijos (Gn. 15:2-5). Por la impaciencia de su esposa Sara, que era estéril, Abraham tuvo un hijo de su sierva egipcia, Agar. Este tuvo por nombre Ismael (Gn. 16). Él también recibió promesas específicas. Del mismo modo, los descendientes de Ismael serían numerosos. Sin embargo, no era él el heredero de Abraham, como podemos leer en Génesis 17:15-21.

De Ismael descendieron finalmente los beduinos. Pero Dios reafirmó su promesa a Abraham acerca de que tendría un hijo, esta vez de su propia esposa, el cual sería su heredero.

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