Israel, un pueblo muy especial - Parte 15

Thomas Lieth

En la época en que Samuel era juez en Israel, después de la muerte de Josué –el líder que guió a los hebreos a la Tierra Prometida–, el pueblo comenzó a pedir un rey. Hasta el momento, los israelitas se componían de doce tribus completamente autónomas. El estado moral de Israel y su corrupción política habían llegado a su punto más bajo. Por ejemplo, lo hijos del sacerdote Elí abusaban de su ministerio sacerdotal para enriquecerse y divertirse con mujeres. En lo que respecta a la política exterior, Israel se encontraba debilitado por sus enemigos –acosado especialmente por los amonitas. Como respuesta a esta situación, los israelitas pidieron un rey que lo guiara en la guerra. Antes, cuando el pueblo se encontraba en algún apuro, se dirigía a Dios, pero ahora imploraba por la ayuda de un hombre. Lo mismo sucede hoy día: se busca con desesperación a hombres que sean capaces de sacarnos de nuestros problemas. Israel quería ser como los demás pueblos, un pueblo con un rey propio. Su rey ya no sería Dios, sino uno de ellos: 

«Aconteció que habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos por jueces sobre Israel. Y el nombre de su hijo primogénito fue Joel, y el nombre del segundo, Abías; y eran jueces en Beerseba. Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho. Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: he aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones. Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron: danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró a Jehová. Y dijo Jehová a Samuel: oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también contigo. Ahora, pues, oye su voz; mas protesta solemnemente contra ellos, y muéstrales cómo les tratará el rey que reinará sobre ellos» (1 S. 8:1-9; compárese con 1 Samuel 8:10 y ss.).

Este es el fin de la teocracia y el comienzo de la monarquía. De esta manera, Israel ya no buscaría la solución a sus problemas a través del acercamiento a Dios, sino por medio de una nueva estructura política. Aunque no agradó a Dios el deseo de Su pueblo, se lo concedió. Actuó conforme al principio de la libertad del hombre, sin obligarlos a nada. Si buscamos a Dios a través de nuestro libre albedrío, Él nos guiará por buenas sendas y nos protegerá. Sin embargo, si elegimos voluntariamente andar por nuestros propios caminos, sin preguntar nada a Dios o incluso dándole la espalda a Su voluntad, Él nos dejará ir. Quisiera mostrar este principio con un pequeño ejemplo.

Caminaba por un glaciar en compañía de un guía de montaña. De repente, me dirijo directo a una grieta, fruto de mi absoluta ignorancia. Mi guía se da cuenta del peligro y me grita que pare. Me explica: «No podemos seguir por aquí, es demasiado peligroso. Debemos rodearlo». Si confío en mi guía, entones seguiré sus órdenes, aunque su advertencia me parezca exagerada y piense que se podría haber cruzado ese campo sin problema.

Lo mismo debería pasar en nuestra relación con el Señor Jesucristo. Aunque opinemos diferente en un asunto, debemos confiar en Él. Si lo buscamos, si deseamos que esté a nuestro lado en todos nuestros caminos, pidiéndole consejo y obedeciéndolo, Él nos guardará de caer al abismo.

Pero imaginemos por un momento que hay otra persona al otro lado de la grieta. Me hace señas para que me acerque a ella y grita: «¡Tranquilo. Puedes cruzar, el hielo está firme, te sostendrá. No es necesario que des la vuelta; yo mismo crucé por aquí!». Si sigo esta invitación, a pesar de las serias advertencias que mi guía vuelve a hacerme, seré el único responsable de las posibles consecuencias. No podré culpar a mi guía ni a la persona que está al otro lado de la grieta –si bien lleva algo de culpa–, ya que soy el único responsable de mis acciones. Nadie me obliga a tomar ese camino. También Adán y Eva fueron los únicos responsables de haber pecado. Ni Dios ni la serpiente los obligaron a comer del fruto del árbol prohibido. Lo mismo vale para nuestra vida en la fe. Si confiamos más en otros que en nuestro Dios, si hemos dejado de preguntarle por Su voluntad o incluso decidimos pasarla por alto, no debemos quejarnos si caemos por la grieta. No tendríamos el derecho de acusar a Dios ni decirle: «¿Por qué permitiste esto? ¿Dónde estuviste, Dios?». No, sino que deberíamos observarnos a nosotros mismos, arrepentirnos y pedir perdón.

Dios deja que Su pueblo decida. Como consecuencia, Saúl, de la tribu de Benjamín, es ungido como rey, siendo así el primer rey de Israel (1 Samuel 10:17-24).

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