Israel, un pueblo muy especial - Parte 12

Thomas Lieth

En el pacto del Sinaí, Dios le ordenó al pueblo de Israel: «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos» (Éx. 25:8).

Los israelitas construyeron entonces el tabernáculo conforme al diseño y las instrucciones dadas por Dios, con el propósito que Él viviera en medio de ellos. En Éxodo 40:34, leemos cómo la gloria de Dios llenó el tabernáculo. Una nube reposaba sobre el santuario, justo encima del lugar donde se encontraba el arca del pacto. Esta columna de nube indicaba la presencia de Dios y era además la que mostraría el camino que debía seguir el pueblo de Israel. Cuando la nube se levantaba del tabernáculo, era tiempo de embalar las carpas y prepararse para la partida, según se ordenara. Luego se ponían en marcha en la dirección que Dios indicaba, hasta que la nube se detenía. Una vez llegaran al nuevo destino, debían armar otra vez el tabernáculo, donde la nube descendería nuevamente. Por lo tanto, todo se efectuaba según el orden establecido por Dios (Números 10:12). No había caos, incertidumbre o desorientación cuando el pueblo se levantaba para continuar su marcha por el desierto. También en esto reconocemos un rasgo del carácter de Dios: el orden.

Dios era el líder de Su pueblo, Él era quien decidía cuándo se viajaba y cuándo se descansaba (Números 9:15-23). Éxodo 13:21 dice: «y Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles, a fin de que anduviesen de día y de noche».

También debían llevarse a cabo en el tabernáculo las numerosas ofrendas que Dios había ordenado luego de la caída del hombre, con el fin de ofrecerle al pueblo la posibilidad de acercarse a través de ellas a Su presencia y así arrepentirse de sus faltas. Después de que el hombre cayó en pecado y se separó consecuentemente de Él, le era imposible volver a tener comunión con el Dios santo. El puro y santo Dios no puede tener contacto con la inmundicia y la impureza del hombre pecaminoso, al igual que el plástico no es atraído por el imán.

Por medio de las ofrendas, Dios le dio al hombre la posibilidad de acercarse a Él, es más, esta era la única manera de hacerlo. Una vez al año, se celebraba una gran fiesta de expiación. En esta ocasión, la ofrenda no tenía el propósito de cubrir los pecados conscientes, sino más bien pagar los pecados generales de todo el año. Y aunque hoy en Israel ya no se presentan ofrendas, el pueblo celebra cada año el Día de la Expiación, Día del Perdón o Yom Kipur.

En el antiguo pacto, el sumo sacerdote entraba al lugar santísimo el Día de la Expiación, para recibir el perdón por sus pecados, los de su casa y los de todo el pueblo de Israel. Sin embargo, el pecado individual no era perdonado de forma completa, sino tan solo cubierto. Toda la suciedad e inmundicia acumulada a lo largo de la vida de una persona era tan solo tapada o maquillada. Esto nos hace pensar en la época de Luis xiv, cuando la falta de higiene era compensada con el uso de fuertes perfumes y talcos. La suciedad permanecía, aunque por momentos no era evidente. Solo era una cuestión de tiempo para que surgiera nuevamente a la vista.

Antes de la venida de Cristo, los pecados de los hombres eran cubiertos en espera de la ofrenda perfecta de Jesús, la cual se haría una vez y para siempre. Por eso, los israelitas debían seguir presentando sus ofrendas, dependiendo cada año del gran Día de la Expiación.

En contraste, la sangre del Hijo de Dios es la única por la cual los pecados son perdonados para siempre. A través de ella, los pecados no son cubiertos, sino perdonados y olvidados. Mediante la ofrenda de Jesús, el Cordero de Dios, la suciedad y la inmundicia del alma son purificadas, por lo que no se cubren ni se maquillan. Este hecho es confirmado por el bautismo en el nombre de Jesús. Solo una persona pura y limpia puede tener contacto y comunión con el Padre santo: «de modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17).

La carta a los Hebreos subraya: «Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. […] En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (He. 10:4, 10). Como dice este pasaje, la sangre de un animal no podía quitar el pecado, sino tan solo cubrirlo por un cierto tiempo. Esta es la razón por la cual necesitaban volver a sacrificar una y otra vez. Tan solo la sangre expiatoria de Jesús derramada en el Gólgota es capaz de quitar los pecados.

Por esta razón, no es necesaria ninguna otra ofrenda. Todo fue consumado para el perdón de nuestra culpa, una vez y para siempre. Basta con aceptarlo.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad