Israel, un pueblo muy especial - Parte 10

Thomas Lieth

Luego de la salida de Egipto, comenzó una gran caminata para los israelitas. Debieron vagar por el desierto durante 40 años, hasta que por fin alcanzaron la Tierra Prometida, la misma tierra desde donde sus antepasados, Jacob y sus doce hijos, habían partido hacia Egipto. Era una tierra en la que fluía leche y miel. De hecho, la tierra prometida por Dios era sobremanera fértil, ya que la había bendecido y preparado para Su pueblo (Deuteronomio 8:7-9).

En breve, sucedería el nacimiento de la nación de Israel. Ya habían comenzado los dolores de parto. En Abram se había formado una familia: Isaac, Jacob y sus hijos. En Egipto, esa familia se había convertido en un pueblo numeroso, el cual se fue desarrollando en su camino por el desierto hacia la Tierra Prometida, donde se consolidaría finalmente como una nación. De manera lamentable, durante esta peregrinación, surgieron continuas murmuraciones y rebeliones, a pesar de que todos experimentaron siempre el obrar de Dios de forma personal. Sin embargo, luego de breves períodos de reflexión, los israelitas volvían a estar insatisfechos, se quejaban y murmuraban contra Moisés y su Dios, quienes los habían guiado y liberado del cautiverio. Este fue el motivo por el cual demoraron tanto, unos cuarenta años, hasta que por fin la segunda generación llegó a la Tierra Prometida (Salmos 106:7; Éxodo 17:3; Números 14:11; compárese con Éxodo 16:3; Números 11:4-5, 14:2).

De la misma forma en la que la salida de Egipto había sido un milagro de Dios, la peregrinación por el desierto solo podía explicarse con la intervención personal de Dios, es decir, a través de otro milagro.

Unas tres millones de personas debieron ser alimentadas durante cuarenta años en un desierto árido y estéril. Esta empresa hubiese sido imposible de gestionar para Moisés y el pueblo: solo Dios tiene el poder de hacerlo.

Moisés habría necesitado, tan solo para preservar al pueblo de la inanición, unas 1.500 toneladas diarias de alimentos. Y para alimentarlos como se acostumbra –esto es, no solo para sobrevivir, sino también para saciarse– unas 4 000 toneladas. Para ese fin, debería haber contado con dos trenes de carga, cada uno de 1.5 kilómetros de largo. Además, precisaría unos 45 millones de litros de agua para beber y lavar. Imaginemos lo que hubiese significado, en medio del desierto, conseguir esa cantidad de agua. ¡Pues para ese fin habría sido necesario un gigantesco tren cisterna, cada día, durante cuarenta años! Pero Dios sabía qué necesitaba el pueblo para su sobrevivencia, por lo que cuidó que comiera, bebiera y viviera. ¡Qué Dios! Además, Deuteronomio 8:4 dice que durante esos cuarenta años, los vestidos de los israelitas no se gastaron y sus pies no se hincharon –y eso sin que contaran con costosos zapatos para caminar.

Sin embargo, y de forma lamentable, el pueblo no siempre reconoció este milagro. Lo olvidó o no lo supo siquiera valorar. ¿No actuamos hoy de forma semejante? ¿Aún somos agradecidos y seguimos valorando los milagros que Dios hace a diario en nuestras vidas?

¿Usted ha estado alguna vez en el desierto? Estuve tan solo un día en el Sinaí, como parte de un viaje a Israel. El grupo, que durante los días anteriores había pasado de maravilla en esta nación, se llenó de descontento a causa de un mínimo contratiempo en la organización. Por lo que comenzaron las quejas: que hacía calor, que estábamos cansados, etcétera. Todos éramos cristianos, habíamos disfrutado de muchos días maravillosos, pero ahora incurríamos en la misma actitud que Israel tuvo durante la peregrinación por el desierto, con una pequeña diferencia: este pueblo había transitado por ese desierto durante cuarenta años y nosotros apenas si estuvimos allí unos cuarenta minutos. ¿Puedes sacudir tu cabeza por la actitud de Israel? Por un lado, sí. Pero por otro lado, te recomiendo que vayas al desierto; entonces quizá puedas comprender en algo al pueblo desde el punto de vista humano. No lo digo para justificar su proceder, sino tan solo para demostrar cómo nosotros no somos mejores que ellos. Antes de querer sacar la paja del ojo de Israel, deberíamos primero retirar la viga del nuestro.

Sin embargo, no fue solo la murmuración lo que causó la perdición de Israel, sino más bien su desconfianza en Dios, el miedo a los “gigantes” de la tierra y, por último, la rebelión contra Dios y la resistencia del pueblo a tomar posesión de Canaán, una tierra que ya le pertenecía a él. El pueblo no le tenía confianza (Números 13 y 14).

La peregrinación por el desierto significó una prueba para el pueblo escogido, un examen continuo para ver hasta qué punto estaba dispuesto a confiar en su Dios y guardar Sus mandamientos (Deuteronomio 8:2).

Al igual que en un matrimonio, cuando todo marcha bien y sin contratiempos, no es difícil decirle a nuestra pareja que la amamos. Pero, ¿qué sucede cuando de repente se presentan algunos problemas?

El verdadero amor, la confianza y la entrega se muestran realmente en tiempos de crisis. El pueblo tenía la oportunidad de manifestar su entrega a Dios en medio de las dificultades.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad