En el mundo tenéis aflicción

Samuel Rindlisbacher

Jesucristo dice: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). He aquí unas palabras de aliento.

El temor tiene muchas caras. Está el temor a perder el lugar de trabajo, o de ya no poder satisfacer las exigencias de la actual sociedad competitiva. El temor a que en el futuro las jubilaciones puedan no estar aseguradas. O el temor a la enfermedad, a una vejez con una larga enfermedad. Y también está el creciente temor a los extraños, a la creciente llegada de refugiados extranjeros. Desde 2015, Alemania ha recibido mucho más de un millón de pedidos de asilo, cuya afluencia aún no se ha interrumpido. Esto fomenta los  temores, aun cuando algunos políticos no quieran admitirlo. Es el temor a preguntarse a dónde llevará todo eso, el temor a la inseguridad y a la creciente islamización de occidente, con todas las consecuencias que ya se están haciendo sentir en el presente.

Hasta cierto punto, el temor es parte de nuestra vida, como lo dijo Jesús: “En el mundo tendréis temor” (trad. literal del alemán). Pero Él no se detuvo ahí, sino que agregó: “Pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). Jesús está ahí. Él no solamente conoce nuestros temores, sino que también nos presenta Su ayuda en medio de esos temores. Es más, Él conoce la posible salida de los mismos.

El rey David también conocía el temor. Como pastorcito fue menospreciado, fue públicamente burlado por su esposa, como rey fue destronado por su propio hijo y su vida fue amenazada de muerte. El planteamiento de solución de David lo encontramos en su “diario”, los salmos, donde él dice: “Oye, oh Jehová, mi voz con que a ti clamo; ten misericordia de mí, y respóndeme. Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro” (Sal. 27:7).

En su temor, David se dirige a Dios, es más, él conscientemente busca la cercanía y el consuelo de Dios: “Tu rostro buscaré, oh Jehová; no escondas tu rostro de mí. No apartes con ira a tu siervo; mi ayuda has sido. ¡No me dejes ni me desampares, Dios de mi salvación!” (Sal. 27:8-9; cp. v.19). Y mientras hace esto, experimenta lo siguiente, como él mismo lo dice: “Hubiera yo desmayado, si no creyese que veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes. Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová” (Sal. 27:13-14). ¡Qué consuelo! ¡Aun cuando nos viéramos abandonados por todos los humanos: Dios está presente! Él no nos abandona. A Él podemos ir por refugio y Él nos dirige por el camino correcto.

En eso podemos ejercitarnos: en dirigir nuestra mirada a Jesús, en mirarlo a Él, el principio y el fin de nuestra fe. Al hacer esto, debemos aprender a pensar diferente: “Dejen que su ser sea transformado a través de la renovación de vuestra mente” (Ro. 12:2). Cuidémonos, por lo tanto, en cuanto a cómo y qué pensamos, ya que nuestro pensamiento determina nuestro actuar.

Mirándolo de forma realista, puede que el futuro no sea exactamente color de rosa. Pero, con Jesucristo de nuestro lado, tenemos Su maravillosa promesa que dice: “Todo está en mi poder, de la A a la Z. Yo soy el principio, y yo soy la meta, dice Dios el Señor. Él siempre está presente, desde todo principio, y él vendrá: el Señor sobre todo” (Ap. 1:8, trad. del alemán). El hecho es, que como hijos de Dios, no estamos a merced del destino, ni somos un juguete de la naturaleza. No, sino que nuestra vida está en las manos de Dios. También de nuestra vida, Él es el comienzo y la meta. Él es el Señor–también de nuestras aflicciones y temores, y Él viene otra vez.

Es tal como dice un antiguo dicho: “¡Busca a Jesús y Su luz, todo lo demás no ayuda!”. Nosotros como cristianos tenemos un consuelo maravilloso y una esperanza divina. Un poema de un misionero, fusilado en el año 1935 por los comunistas de la China, habla de eso. Él escribe:
 
“¿Temor? – ¿de qué temor?
¿Temor de que el espíritu sea redimido y libre
De aflicción, en completa paz?
¿De que la lucha y la tensión terminen,
Que Dios con un tirón lo cambie todo?
¿De eso tendrías temor?
¿Temor? – ¿de qué temor?
¿De ver el rostro del Salvador?
¿De que alegremente te salude con Su “Bienvenido a casa”?
¿Temor de que el brillo divino de Sus heridas
Te obsequie el perdón eterno?
¿De eso tendrías temor?

¿Temor? – ¿de qué temor?
Un relámpago – un disparo – el corazón se para, oscuridad
¡En el cielo – todo luz!
En vida y muerte estar unido a Él,
Como quien tiene parte en Sus heridas.
¿De eso tendrías temor?

¿Temor – de qué temor?
¿De qué tu muerte alcance una victoria
Que en la vida – sólo era añoranza?
¿Con sangre bautizado un lugar pedregoso,
Para que una cosecha floreciente abra luz en ese lugar?
¿De eso tendrías temor?”

Durante Su última celebración de la Pascua, antes de la traición, de la negación, de la terrible muerte en la cruz y del ser abandonado por Dios Su padre, Jesús les dijo a Sus discípulos: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). Con eso Cristo expresamente hizo recordar a Sus discípulos los acontecimientos y Sus palabras, que acompañaron la última cena de la Pascua con ellos. Jesús desea que siempre tengamos presentes las últimas horas de Su camino de pasión (Jn. cps. 13-17).

Nuestro Señor sabe que nosotros somos personas con temores, aflicciones, tentaciones y limitaciones, y por eso fue que hizo lo siguiente por Sus discípulos: “Se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (Jn. 13:4-5).

El Señor aquí hizo el servicio del esclavo más bajo. Con eso Él, en cierto sentido, nos quiere decir: “Aun cuando sé quién eres y conozco tu debilidad, incluso así estoy dispuesto a servirte, dispuesto a lavarte siempre los pies como el esclavo más bajo, todos los días. Estoy dispuesto a lavarte la suciedad de la calle, a perdonar tus transgresiones y pecados.”

Él nos dice: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:2-3). Cristo desea que Lo miremos a Él, que levantemos la mirada al cielo, que no nos quedemos paralizados en nuestros problemas, sino que miremos hacia arriba, hacia la meta, donde realmente estaremos en casa, es más, que Lo esperemos a Él, que tengamos la seguridad de Su regreso. ¡Podría ser hoy!

Jesucristo vive, a través de Su Espíritu Santo, en toda persona nacida de nuevo. Él está allí presente y nunca más se apartará: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14:16; cp. v.18). Solamente Dios mismo puede – en medio del temor – dar paz a Sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn. 14:27).

Esta es una paz doble. Por un lado paz con Dios, porque la culpa está perdonada, el pasado está limpiado y el futuro se encuentra en Su mano. Es la paz de la que leemos: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1). Por otro lado, es la paz que Dios una y otra vez nos entrega, aun en las situaciones complicadas de nuestra vida. Es la paz de la que Pablo dice: “Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones” (Col. 3:15). Esta paz fue la que Esteban pudo experimentar al enfrentar la muerte (Hch. 7), la que permitió a Pedro dormir tranquilamente en la cárcel (Hch. 12), y la que hizo que Pablo cantara estando en cautiverio (Hch. 16).

Jesús sigue diciéndoles a Sus discípulos–en medio del temor: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ya vo­sotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:1-5).

Podemos quedarnos cerca de Él. Él cuida de nosotros. Él tomó sobre Sí la responsabilidad. El Padre es responsable del cultivo, del cuidado, y de los frutos, y nosotros mismos simplemente podemos quedarnos con Jesús. Y al mismo tiempo Él nos da la garantía de que, si realmente somos hijos de Dios, llegaremos a la meta: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15:16).

El permanecer en Él no tiene nada que ver con esfuerzo. Más bien se trata de caminar con Él a través del día, de vivir para Él, de contar con Él, de ir a Él–incluso cuando hayamos caído de bruces. Es tal como lo expresa Pablo: “¡Porque Cristo para mí lo es todo; él es mi vida!” (Fil. 1:21). Es la vida que mana de Él, de Su Palabra, la Biblia, de la conexión con Él a través de la oración, la vida en el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros (yo no lo logro – ¡pero Él sí!).

Todo esto les deseo de todo corazón: que aun cuando vivimos en medio de este mundo caído, en todo temor puedan experimentar lo que dice el Señor Jesucristo: “¡Confiad, yo he vencido el mundo!” (Jn. 16:33).

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