El tiempo final según Lutero

René Malgo

En 2017, Alemania celebra los 500 años de la Reforma Protestante. Esta comenzó en el año 1517, cuando un profesor de Biblia y monje en la ­ciudad sajona de Wittenberg (Alemania) publicara 95 tesis contra irregularidades de la iglesia católica. Desde una mirada imparcial, estas tesis no eran demasiado revolucionarias; sin embargo, era el tiempo adecuado, y de esta chispa acabó surgiendo un incendio. Este monje hoy es muy conocido: Martín Lutero. El año 1517 (que fue llamado como “el año de Lutero”) es recordado por la manera en la que él hizo surgir de la iglesia católica una alternativa evangélica. Con eso, como dicen algunos, dio fin a la Edad Media y comienzo a la Edad Moderna.
 
Esto no era en realidad lo que Lutero tenía en mente. El reformador alemán nunca se vio a sí mismo como precursor de una nueva época sino como un pregonero de los últimos días, al estilo de Noé. Cuando Lutero hizo sus descubrimientos “evangélicos”, no tenía en mente la fundación de una nueva iglesia sino la necesaria reforma de la iglesia existente, poco antes del inicio del “Día del Juicio”, antes del fin del viejo mundo.

En el comienzo de la Reforma, Lutero le escribió a un amigo diciendo: “Estoy convencido de que el último día está en el umbral.” Siguió enfatizando esto aun veinte años después: “Es la última hora”. Él creía que Jesucristo volvería pronto, juzgaría a la creación antigua y traería un nuevo mundo celestial. Por esta razón, por ejemplo, en su tiempo, se casó con la monja Katharina von Bora para mostrar la libertad en Cristo basada en la Biblia; asumió el matrimonio aun cuando, según su punto de vista, en realidad faltaba “solo un corto tiempo” hasta que “el juez justo” Jesucristo vendría.

Martín Lutero creía que la mayoría de las profecías que Jesucristo y los apóstoles habían dado para el tiempo del fin se estaban cumpliendo en sus días, y que por eso el fin estaba cercano. Ya en la fase inicial de su Reforma, Lutero llegó a la convicción de que “el papado era la sede del verdadero anticristo personificado”, ya que el Papa quería “tener a Dios y Su Palabra debajo de sí, y estar sentado encima”. No obstante, Lutero no describía a un Papa determinado como anticristo; para él “anticristo” era un “concepto genérico para una institución que falsificaba la verdad de Cristo”, explica el biógrafo de Lutero, Robert Bainton. Por eso Lutero afirmaba que el diablo “en estos últimos tiempos, ya desde hace algunos siglos, logra que el anticristo y su reino anticristiano se hagan fuertes”. Según Lutero, el papado ya hacía 400 años (visto desde sus días) que se había vuelto anticristiano, había soltado al diablo y había comenzado la última época de la persecución apocalíptica.

Lutero vio su teoría confirmada cuando el importante teólogo católico, Silveste Prierias, redactó una reacción a las tesis reformatorias de Lutero. El historiador eclesiástico, Heiko Oberman, señala que Prierias decía sin rodeos que el Papa no conocería a ningún juez por encima de él y que tampoco podría ser cesado de sus funciones  aun si “llevaba consigo a las naciones en masas al diablo en el infierno”.

Martín Lutero veía al mundo lleno “de los ejemplos de la ira y el juicio de Dios”. Él veía a la humanidad y estaba convencido de que ya estaba cercano el Día del Juicio Final. Lutero se consideraba a sí mismo como un predicador apocalíptico del arrepentimiento, como Noé. Si bien no se ponía al mismo nivel que Noé, él y sus predicadores evangélicos llamaban a “papistas”, nobleza, ciudadanos y campesinos al arrepentimiento y a la conversión a Dios, semejante a lo que hizo Noé en tiempos antiguos, “porque el Día del Señor está a la puerta”. A los ojos del reformador, el Apocalipsis era inminente.

Lutero encontraba la razón para su comparación con Noé, en los discursos sobre el tiempo del fin hechos por Jesucristo en el Monte de los Olivos (Mt. 24-25). “Porque Cristo mismo testifica que los últimos tiempos serán semejantes a los tiempos de Noé”, decía Lutero, y veía que esos últimos tiempos habían llegado en sus días, “ya que las señales que Cristo y los apóstoles Pedro y Pablo anunciaron, ahora casi todas han ocurrido”. Si bien el día exacto de la venida del Señor “no se podría saber así”, “es seguro que es el fin.”

El historiador eclesiástico, Heinz Schilling, escribió que, por ejemplo, en las nuevas enfermedades que llegaban a Europa desde las “islas descubiertas en el océano”, Lutero veía una señal del fin del mundo. También las catástrofes ­naturales, en parte extraordinarias, de su tiempo, como tormentas e inundaciones, contaban para el reformador alemán entre las señales del tiempo.

El Papa y sus seguidores, para él, eran los “falsos profetas” de los últimos días que Cristo anunciara desde el Monte de los Olivos. La Roma religiosa, por lo tanto, era la ramera seductora, la Babilonia de Apocalipsis 17, en cuyas manos estaba la sangre de los verdaderos creyentes. Y cuando el Imperio Otomano llegó ante las puertas de Viena, Lutero reconoció en eso tanto un castigo de Dios para la Europa cristiana, como también un instrumento de Satanás en su rebelión contra Dios. Lutero consideraba a los turcos a veces como “Gog y Magog” de Apocalipsis 20, otras como la primera bestia de Apocalipsis 13, la cual él ya había comparado con el emperador de Habsburgo. Lutero era capaz de modificar su interpretación de la profecía bíblica y de adaptarla cuando le parecía necesario. En definitiva, para él, el papado de Roma y el islam de los turcos formaban la seducción y persecución del anticristo del último tiempo, mencionado en la Biblia; y el verdadero evangelio, redescubierto y ahora predicado por Lutero, era la respuesta de Dios a esos ataques apocalípticos del diablo. Para el reformador alemán esto demostró ser una señal infalible de que el fin debía ser inminente (cp. Mt 24:14).

Por eso Lutero en su “tiempo libre” (como él mismo dijo) realizó algunos cálculos aproximativos sobre el tiempo del fin, cálculos que lo hicieron llegar a la conclusión de que el mundo “ya no duraría ni 100 años”; sin embargo, nunca se comprometió con una fecha determinada. Cuando su amigo, el matemático Michael Stiefer, calculó la segunda venida del Señor Jesús para el 19 de octubre 1533, Lutero inmediatamente rechazó la afirmación como no bíblica, pero atenuó el hecho afirmando que tan solo se trataba de un pequeño tropiezo. Mientras la mirada del creyente no fuera desviada de Cristo, Lutero podía vivir con especulaciones; para él era importante que sola y únicamente Cristo y Su Santa Escritura quedaran en el centro.

Lutero mismo decía que se podría llenar un libro entero con las señales del fin del mundo que se aproximaba. En su interpretación de las señales a veces él era bastante creativo. Cuando las sublevaciones campesinas llegaron a su apogeo, vio en un arco iris invernal una señal de la ira divina, mientras que el insurgente, Thomas Müntzer, interpretaba lo mismo como “garantía de aprobación y ayuda divinas”, informa Schilling. Para Lutero, los acontecimientos que se sucedían en la iglesia y el mundo simplemente coincidían demasiado con las profecías de la Biblia. No podía llegar a ninguna otra conclusión más que: “el Día del Juicio tiene que estar cercano, porque el texto lo obliga poderosamente”. Por eso el reformador deseaba que la comunión de los cristianos representara un “muro contra la ira de Dios”, al ellos luchar hasta la “hora del juicio”, orando, predicando y llorando por la humanidad perdida, llenos del Espíritu Santo. La profecía apocalíptica cumplida y las muchas señales que Lutero creía ver en sus tiempos, las aprovechaba para llamar a la gente a convertirse a Dios.

Lastimosamente, en aquellos días también el odio hacia los judíos era algo corriente. El muy ponderado humanista, Erasmo de Rotterdam, por ejemplo, elogió a Francia por ser libre de judíos, y consideraba el odio hacia este pueblo como una virtud cristiana. Los judíos hacían de chivo expiatorio de los temores de los cristianos. Inglaterra, Francia, España y Portugal habían echado a los judíos de sus tierras; vivían en Europa en perpetua servidumbre “a causa de la culpa irredimible por la muerte de Jesús”. Muchas profesiones no las podían ejercer, por lo cual solo les quedaba el negocio con el dinero, aprovechando también que la iglesia prohibía a los cristianos beneficiarse con negocios de intereses. Los bancos judíos eran imprescindibles para la sociedad; pero si a través de ellos los judíos llegaban a ser acaudalados, atraían sobre sí la ira de la población, ya que esta suponía que ellos estarían “aliados con poderes demoníacos”, explica el historiador Thomas Kaufmann.

El antisemitismo estaba motivado cultural y religiosamente. A pesar de rivalidades locales, no era tanto la procedencia étnica la que mantenía unida la sociedad medieval, sino más bien la religión juntamente con diversos tipos de supersticiones sobre brujas, santos protectores, duendes y asesinatos rituales, que desastrosamente les eran atribuidos a los judíos. Lutero se movía en un mundo en el cual el antisemitismo era loable.

Parece ser un milagro que el cuerpo extraño judío no haya sido totalmente extinguido. Eso los judíos se lo debían (hablando humanamente) al padre de la Iglesia Católica, Agustín de Hipona. El hecho es que el cristianismo se encontraba ante un problema: si la iglesia debía ser el “verdadero Israel espiritual” (como los cristianos ya creían desde mediados del siglo II o incluso antes), ¿por qué entonces todavía había un Israel étnico, un pueblo judío? Agustín de Hipona presentó una solución notable: los judíos seguirían existiendo para confirmar la verdad del cristianismo; su existencia y sus sagradas escrituras demostraban que los cristianos no habían inventado las profecías sobre el Mesías. De este modo, Agustín de Hipona aseguraba por lo menos que los judíos fueran tolerados en la sociedad cristianizada de Europa. El “padre de la Iglesia Católica” también creía que en el fin de los días, durante la “persecución por el anticristo”, muchos judíos se convertirían, y entonces regresaría Jesucristo trayendo la gloria eterna del cielo y el fin del viejo mundo.

Tomás de Aquino, el teólogo más influyente de la Edad Media después de Agustín de Hipona, también creía en “una conversión futura de los judíos como pueblo”.

Con este trasfondo, Lutero decía que la Reforma había “comenzado una nueva era final para los judíos”. En una interpretación de los Salmos, decía que Dios convertiría a los judíos cuando “la plenitud de los gentiles habría entrado a la salvación”, y eso debía suceder en el tiempo del fin que, según Lutero, había llegado. Por esta razón no es de sorprender que al principio de la Reforma todavía escribía con optimismo: “Como recién se ha levantado y brilla la dorada luz del evangelio, existe esperanza de que muchos de entre los judíos se conviertan de manera meticulosa y leal, y sean atraídos hacia Cristo de verdad”.

La amabilidad que Lutero mostrara frente a los judíos en el principio de la Reforma estaba íntimamente ligada con sus nuevos conocimientos reformadores y su expectativa del tiempo final. Previo al descubrimiento del evangelio, se encuentran formulaciones antisemíticas y características de la Edad Media en las interpretaciones del entonces todavía profesor de Biblia católico Martín Lutero. Cambió su actitud hacia los judíos casi al mismo tiempo en que empezó a decir que el papado era anticristiano y que los últimos días habían comenzado.

Hoy Lutero sufre de mala fama por las declaraciones antisemíticas del otoño de su vida, pero no fue siempre así. Cuando sus adversarios en el comienzo de la Reforma le acusaban de cuestionar el nacimiento virginal de Cristo (aunque realmente él no lo cuestionaba), se defendió con un escrito excepcional para su época que llevaba el título: Sobre el hecho de que Jesucristo era judío de nacimiento.

Jesucristo era y es “judío de nacimiento” (cp. 2 Ti 2:5,8). Lutero reconocía esto y por eso se expresaba con benevolencia hacia el pueblo del cual procedía su Señor y Dios hecho hombre. Él lamentaba que los cristianos le hubieran causado tanto mal a los judíos y dijo: “Y si yo hubiera sido judío, y hubiera visto a tales necios gobernar y enseñar la fe cristiana, hubiera preferido ser más bien un puerco que un cristiano”.

El reformador alemán tenía la esperanza de que “si se trataba a los judíos con amabilidad y se los instruía correctamente en las Sagradas Escrituras, muchos de ellos deberían llegar a ser cristianos correctos, y volverse a la fe de sus padres, los profetas y patriarcas”. Lutero sabía que los apóstoles también eran judíos, y que ellos trataban a los no judíos como a hermanos, llevándolos a la fe; así también debería ser a la inversa.

Para Martín Lutero, su redescubrimiento del evangelio y la propagación de sus ideas reformadoras eran una señal de los últimos tiempos. En sus días veía el cumplimiento de las profecías del Señor Jesús en el Monte de los Olivos: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mt 24:14). El fin estaba cercano porque ahora en todo el mundo se predicaba el verdadero evangelio.

Con base en esta expectativa, él se mostraba muy optimista con respecto al pueblo judío y llamaba a la amabilidad hacia ellos; porque pronto vendría el judío Jesucristo y con Él, el Día del Juicio Final, y quizás todavía en ese momento algunos de sus hermanos “según la carne” lo reconocerían como su Mesías.

No obstante, aun en sus escritos más amables hacia los judíos, Lutero no veía un futuro para Israel como Estado. Más tarde, incluso juraba que él sería el primero en hacerse circuncidar, “si alguna vez los judíos lograban volver a fundar un Estado”, escribe Oberman. Consideraba posible una conversión de los judíos en gran escala antes del fin del mundo, pero en su opinión nunca sucedería que “ellos se volvieran a la tierra judía y construyeran una ciudad”.

No obstante, la postura decididamente positiva de Lutero cambió cuando la esperada conversión apocalíptica de los judíos no se produjo, y algunos rabinos, después de un encuentro con Lutero, incluso se expresaron despectivamente sobre Cristo. Martín Lutero recordaba una y otra vez este suceso tan doloroso para él. El historiador y lingüista, Dietz Bering, señala que irónicamente muchos judíos religiosos veían en los cambios profundos del tiempo de la Reforma una señal “para la pronta venida” de su Mesías, y no pensaban en el verdadero Mesías Jesucristo; los hermanos carnales del Señor le daban la espalda a la Reforma evangélica.

La resistencia del pueblo judío hacia el evangelio redescubierto por Lutero, hizo que él se amargara. Nada menos que su última prédica terminó con una advertencia mordaz contra aquellos judíos que no querían convertirse, y que “no tramaban otra cosa sino aprovecharse de los cristianos y matarlos”. De este modo, en cuanto a los judíos, Lutero no tomó en consideración su propio llamado: “¡Perseveren, que la esperanza es segura!”.

Martín Lutero no era un santo; de eso era demasiado consciente. Él enfatizaba en que “los arrebatos de ira y verborragia” eran sus mayores problemas. Una de las manchas oscuras en el legado del reformador es su relación envenenada con el pueblo judío hacia fines de su vida: aconsejaba (entre otros) quemar sus sinagogas, destruir sus casas y confiscar sus escritos judíos.

El antisemitismo de Lutero es un hierro tan candente que ya han sido formuladas algunas propuestas para excusarlo. La científica berlinés, Eva Berndt, opina que los escritos antisemíticos de Lutero serían falsificaciones; él mismo siempre habría mantenido una postura amable hacia los judíos. Ese es un pensamiento atractivo pero lastimosamente no ha sido confirmado por la investigación histórico-eclesiástica. Y después de todo, los historiadores cristianos, y especialmente los luteranos, estarían interesados en limpiar en este sentido a su mayor héroe. 

Una parte de la explicación del odio de Lutero hacia los judíos es el clima antisemítico de su tiempo, y el hecho de que la tan esperada conversión apocalíptica del pueblo judío no surgiera. Otra explicación para la postura de Lutero se encuentra también en su punto de vista respecto al tiempo del fin (en el cual creía estar viviendo), ya que eso fortalecía aún más su severidad antisemita: según Lutero, el mundo estaba “bajo el diablo”, su fin era inminente, y por eso, él disparaba artillería tan fuerte contra todos los que él identificaba como enemigos del evangelio.

El antisemitismo de Lutero no tenía nada que ver con el odio racial de los alemanes nacionalsocialistas de unos 400 años después de él, sino probablemente más bien con su creencia en el tiempo del fin y el diablo. Él estaba convencido de que el ser humano se encontraba en medio de la última fase de la lucha cósmica entre Dios y el diablo. Entonces, toda persona que se oponía a Cristo demostraba ser una herramienta del diablo en este conflicto apocalíptico. Heiko Oberman enfatiza que también los escritos tajantes contra los fieles al Papa y los campesinos revoltosos, veinte años antes de sus ataques antisemitas, testifican de sus prédicas de odio. Para Lutero, los judíos, al igual que anteriormente los campesinos, fieles al Papa, idealistas y “falsos hermanos” en general, se habían convertido en instrumentos apocalípticos del diablo. Schilling señala que el reformador entendía que este tipo de personas oscurecía el camino a la salvación que él “después de tan largos sufrimientos del alma había redescubierto para sí y el mundo”. Por esta razón Lutero también se entregaba de cuerpo y alma a furiosas controversias; se trataba del evangelio redescubierto, que no podía desaparecer en vista de la ira de Dios en el Día del Juicio que se estaba acercando velozmente.

Lutero veía el rechazo y las injurias recibidas de los judíos como endurecimiento y ceguera diabólicos. Contrario a su opinión anterior, él decía más adelante en su vida que Israel estaría “condenado para siempre”;  veía a los judíos de su tiempo literalmente como aliados del diablo. La convicción de Lutero sobre el tiempo del fin fue igual durante toda su vida, pero su contenido cambió: si al principio de la Reforma él era más bien optimista, hacia el final de su vida llegó a ser cada vez más pesimista.

De hecho, Lutero consideraba sus terribles recomendaciones antisemíticas como una “misericordia ejercida a los golpes”; según su opinión, esta podría contribuir a que algunos de los atrapados por el diablo todavía fueran sacados del fuego de la ira divina. Sin embargo, Dietz Bering constató que Lutero juzgaba más duramente al pueblo judío que a todos los demás que él entendía que estaban del lado satánico. En este caso parecería que, además de las convicciones sobre los tiempos del fin y el diablo, volviera a filtrarse el hombre tradicionalmente antisemítico de la Edad Media. Realmente, Lutero fue hasta el final un hombre medieval, que también creía en brujas y hechicerías.

Para Lutero la ira de Dios que en el Día del Juicio Final vendrá sobre todas las personas no salvas, era una realidad concreta e inmediata. Cristo “bajará en el Día del Juicio con majestad y gloria grandes y poderosas, y con él un ejército entero de ángeles; y se sentará en las nubes y todos lo verán. Nadie será capaz de esconderse de él como para escapar, sino que todos deberán salir”.

Eso será terrible para todos los que no pertenecen a Jesucristo. Lutero reconocía que “Dios en Su carácter y en Su majestad es nuestro enemigo, Él exige el cumplimiento de la ley y amenaza a los transgresores con la muerte”. El problema infranqueable es que ningún ser humano puede cumplir la ley de Dios ni agradarle a Él; es necesario que Dios mismo tome la iniciativa. Lutero sigue exponiendo: “Cuando Él se combina con nuestra debilidad, ya no es nuestro enemigo”.

Esta conexión solo puede suceder en la cruz, donde ocurre el “gozoso cambio” y “la pobre, despreciada y maligna ramera” se convierte en la novia de Cristo. Por eso, el Día del Juicio será por un lado un día terrible, pero por otro lado también un día consolador: terrible para todos los no creyentes e impíos que no tienen a Jesucristo, consolador para todos los creyentes y piadosos que por medio de su fe están unidos a su Salvador.

De modo que la expectativa de los cristianos del tiempo del fin, según la planteaba Lutero, en definitiva no era pesimista sino optimista. Su “teología de la cruz” estaba inseparablemente ligada con una “teología de la resurrección”. Él estaba convencido de que los cristianos en cualquier momento, “en un abrir y cerrar de ojos”, podrían resucitar y ser transformados (1 Co. 15:52). Eso sucederá en el comienzo del Día del Juicio, cuando los creyentes, fallecidos o aún con vida, “serán arrebatados en el aire, al encuentro del Señor, y podrán estar con Él eternamente”. Por esta razón, según Lutero, los creyentes deberían decir más bien: “Ven ansiado Día del Juicio, amén”.

Según lo expresaba Lutero muy gráficamente, “los salvos pasarán de tener un cuerpo mortal y maloliente, a tener un cuerpo lindo, precioso, fragante”. Un hombre seguirá siendo un hombre, una mujer, mujer, “cada cual según su naturaleza y tipo, si bien el aspecto y el uso del cuerpo serán diferentes”. Por eso cuando falleció Magdalena, la hija de Lutero que tenía tan solo trece años, él podía consolarse a sí mismo con lágrimas de seguridad: “Oh, tú, querida Lena, tú resucitarás y brillarás como las estrellas y el sol”.

El Día del Juicio traerá una verdadera vida de resurrección en un nuevo universo en la presencia de Dios. Eso Lutero lo creía: “Yo espero una vida diferente que me es más segura que la que tengo delante de mí”. Él también tenía claro “que el hombre fue creado para la vida”. Por eso “esperamos suspirando con todo derecho a aquel día en el que todo será restaurado”. Lutero creía que la creación entera llegará a ser “transformada y linda al igual que nosotros”. Él no era ningún profeta del fin del mundo, sino un predicador de la renovación del mundo: “Cielo y Tierra serán hechos nuevos por causa de nosotros”. Para los cristianos esta vida es “una preparación para la futura”; y si “Dios decora esta vida perversa con tantos e incontables bienes, ¿qué no hará en la futura, donde el pecado cesará y solamente reinará la justicia eterna?”.

Así el nuevo mundo de Dios “será iluminado por la presencia de Cristo; y entonces será cien mil veces más glorioso que ahora”. “Y entonces yo”, decía Lutero, “saldré de mi tumba como una estrella brillante”, y enfatizaba: “Quien no dirige su corazón hacia aquella vida, no sabe lo que es la fe y lo que es el evangelio”.

A pesar de eso, el reformador explicaba: “Tanto como los niños en el vientre materno saben de su llegada, así de poco sabemos nosotros de la vida eterna”. Así él se cuidaba en cuanto a especulaciones sobre la nueva creación después del Día del Juicio Final.

En definitiva, cuando hablaba del Día del Juicio, Lutero esperaba a una persona: a Jesucristo. “Porque Él viene, dice el apóstol, con seguridad; y aparecerá y se mostrará como verdadero Dios y verdadero Salvador. Entonces todo será glorioso”. Al igual que una novia, él esperaba ansiosamente al Novio que vendría y llevaría a su esposa para siempre consigo a su casa celestial. En una carta Lutero animó a un pastor con estas palabras: “Resucitaremos con él y nos quedaremos con él por la eternidad. Cuídate, por lo tanto, de no menospreciar tu llamamiento santo. Él vendrá, y no tardará quien nos librará de todo mal”.

Como Jesucristo era el centro del pensamiento de Martín Lutero, él se mantenía tranquilo en relación con la segunda venida. Para Lutero no se trataba de estar con vida a toda costa cuando Jesús viniera; más bien se trataba de finalmente poder ver a su Señor y Salvador, y si para eso debía morir antes de la segunda venida de Jesucristo, también le parecía bien. Cuando, por ejemplo, una princesa le deseó una larga vida, Lutero (en una de sus fases más bien depresivas) dijo resueltamente: “¡Eso esté lejos de mí! Aun si Dios me ofreciera el paraíso para que yo viviera otros cuarenta años en esta vida, no lo aceptaría. Preferiría pagarle a un verdugo para que me cortara la cabeza. Tan malo es este mundo ahora”.

De modo que el deseo de vivir el tiempo hasta su final, se mantenía en sus límites en el caso de Lutero. Él sencillamente quería ver a Jesús, ya fuera a través de la muerte o a través del comienzo del Día del Juicio. Lutero sabía que resucitará, y eso le era suficiente. Su expectativa de la inminente venida del Señor se trataba de la persona de Jesucristo.

Su comprensión del tiempo del fin y su expectativa de la pronta venida de Cristo, no hizo que Lutero cayera en una espera pasiva ni que se abstuviera de la vida cotidiana. Al contrario: como él esperaba a Cristo y la resurrección (no el juicio), su teología no era ni tenebrosa, ni difícil, ni abrumadora, sino aceptando la vida dada por Dios, porque donde “está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:17). Para él, la espiritualidad en el tiempo del fin significaba llevar una vida “quieta y reposada en toda piedad y honestidad” ­(1 Ti. 2:2). En una formulación exagerada Lutero decía: “Gestar descendientes, amar a sus esposas, obedecer a las autoridades, esos son frutos del Espíritu”.

Se trata de honrar a Dios con una vida fructífera que sea “piadosa y cristiana”; de eso es de lo que más debemos preocuparnos. Y eso es posible si el Espíritu Santo da a las personas la fe en Cristo, y renueva su carácter y comportamiento, al “escribir” los mandamientos de Dios en sus corazones ­hechos nuevos. Porque el Espíritu Santo es quien otorga fuerza a los creyentes, quien consuela sus “conciencias acobardadas, desalentadas y débiles”, y quien les da el verdadero temor de Dios y amor de Dios. Y el Espíritu Santo a su vez está y trabaja allí donde es predicado Cristo, quien para Martín Lutero era el centro de las Sagradas Escrituras.

Por eso él recomendaba: “¡Saquen de la fuente y lean asiduamente la Biblia!”. Con respecto a los ataques del diablo, Lutero contaba: “Cuando echo mano de la Escritura, entonces gano”. Él mismo experimentó que su débil fe era fortalecida cuando él “tan pequeño como es, echa mano del Señor y de su Palabra”. La Palabra de Dios tenía un rol clave en el pensamiento de Lutero, ya que “donde está la Escritura, allí está Dios”.

Justamente en los ataques del diablo, era donde Lutero experimentaba “lo justa, lo verdadera, lo dulce, lo poderosa, lo consoladora que es la Palabra de Dios”. Después de todo son las Sagradas Escrituras las que transforman a aquel “que las ama”, a través del obrar del Espíritu Santo. Junto con esto también va el “muro de hierro” de la oración incesante: “Eso debemos saber, que toda nuestra protección consiste solamente en orar”. De este modo, los creyentes pueden subsistir en la lucha apocalíptica de la fe, “a través de oración y la lectura de las Sagradas Escrituras”.

Sin embargo, la batalla de la fe no es un asunto de lucha solitaria. Para Lutero, un cristianismo individualista era inconcebible; en su época, por ejemplo, había muchos que no podían leer, y mucho menos comprarse una Biblia.  En definitiva, solo se puede luchar exitosamente en comunión con los santos, en la Iglesia del Dios vivo.

Martín Lutero se dio cuenta de que “cuando Eva salió a pasear sola por el paraíso, el diablo la engañó. He experimentado que nunca caí más hondamente en pecado que cuando estuve solo. Por eso, busca a un hermano cristiano, a un consejero sabio. Fortalécete en la comunión de la iglesia”. Lutero recomendaba “compañía, también femenina”, y hablaba de “comer, bailar, hacer bromas y cantar”. Esto, no obstante, siempre en un sentido de castidad; la liberalidad sexual y el libertinaje le repugnaron durante toda su vida.

La receta de Lutero para una vida fructífera es “reconfortante por ser sencilla y rotunda”, nota el historiador eclesiástico Carl Trueman: “El cristiano avanza al leer y escuchar la Palabra de Dios y eso principalmente en comunidad”. Una iglesia cristiana está en todo lugar donde la Palabra es predicada y enseñada, memorizada y vivida en la forma de un “catequismo evangélico”; porque “el Espíritu Santo constantemente tiene que trabajar en nosotros a través de la Palabra”, decía Lutero.

El reformador alemán veía muchas señales, pero según su convicción, la señal decisiva de la proximidad del Día del Juicio Final podría haber sido que la Palabra de Dios era ignorada. “No puede venir una mayor ira de Dios que quedar sin su Palabra”, enfatizaba Lutero una y otra vez. “Si yo quisiera maldecir mucho a alguien y desearle mucho mal, le desearía desprecio por la Palabra divina; allí lo tiene todo junto, la desgracia interna y la externa, de la que el mundo todavía se cree a salvo”.

La gran característica del anticristo papal para Lutero no era su decadencia o la obvia inmoralidad, sino el hecho de que se ponía por encima de la Palabra de Dios y no aceptaba ni predicaba la Biblia como autoridad. Declive moral, situaciones sociales penosas y costumbres pervertidas son un resultado inevitable de despreciar la Palabra de Dios; de eso Lutero estaba convencido. Por eso, su legado en todas las cosas es: “Si yo tuviera que morir en esta hora, no les recomendaría otra cosa a mis amigos que ellos después de mi muerte tuvieran más dedicación hacia la Palabra de Dios”.

Con respecto al “Año de Lutero 2017”, se aprovecha para decir y escribir mucho sobre él. Creyentes y no creyentes se esfuerzan por encontrar palabras de elogio sobre el reformador alemán, que luego olvidan rápidamente. Pero como Lutero mismo profetizaba, el problema es que muchos “veneran la cáscara cuando se está muerto, es decir el nombre, pero no la esencia”. Quien desea honrar a Lutero en la manera correcta tiene que llegar a la esencia, a lo que él representaba, y eso fue y sigue siendo la Palabra de Dios.

La decadencia moral de nuestra sociedad actual demuestra cuán grande es el desprecio por la Palabra de Dios. Ya en sus días Lutero se quejaba sobre la falsa seguridad que se había propagado entre muchos que se decían “cristianos”, y sobre el hastío de las personas frente a la palabra divina. Lutero señalaba cuántos creyentes había que, si bien escuchaban la Palabra, la dejaban “entrar por un oído, y salir por el otro”. Eso era lo peor para Lutero; él entendía que cuando la iglesia del Dios vivo ignoraba Su Palabra, esa era una señal segura del juicio de Dios. “Contra ese tipo de falsa seguridad oro constantemente”, explicaba el reformador, “y estudio la doctrina y oro diariamente para que Dios me sostenga por su santa y pura Palabra, para que no me canse de la misma o crea haber terminado de estudiarla”.

Ese era el ruego de Lutero, y también debería ser el nuestro: en estos últimos tiempos es más importante que nunca mantenerse categóricamente con lo esencial, y eso es y seguirá siendo por la eternidad Jesucristo y el evangelio revelado en Su Palabra.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad