El sufrimiento por causa de Cristo (Filipenses 1:29-30)

Nathanael Winkler

“Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él, teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí.” (Filipenses 1:29-30).

Dos cosas nos fueron concedidas: por un lado, el poder creer en Jesucristo, y por otro lado, el padecer por Él, como el apóstol Pablo lo dice en Filipenses 1:29: “Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él”. La versión Dios Habla Hoy lo traduce así: “Pues a causa de Cristo, ustedes no solo tienen el privilegio de creer en él, sino también de sufrir por él”. La Nueva Traducción Viviente dice: “Pues a ustedes se les dio no solo el privilegio de confiar en Cristo sino también el privilegio de sufrir por él”.

Nuestra fe no se basa en nuestro propio mérito o en nuestras obras; es un regalo por gracia. Como cristianos nunca deberíamos pensar que si hacemos esto o lo otro tendremos más puntos delante de Dios. El sacrificio de Jesucristo fue completo y suficiente, y la justicia de Dios se recibe “por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Rom. 3:22), “no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil. 3:9). Como hijos de Dios, es imprescindible que tengamos esto bien claro: es un regalo, no creemos porque lo hemos merecido, sino porque Dios nos ha regalado el creer. Tú eres un hijo o una hija de Dios porque Jesucristo murió por ti y porque Él te buscó.

En la carta a los filipenses, Pablo habla una y otra vez de gozarnos en el Señor. Este gozo no depende de las circunstancias en las cuales nos encontremos: es independiente de si estamos bien de salud o estamos enfermos, de si estamos sufriendo persecución o disfrutamos de una vida tranquila. Es un gozo constante el que experimenta el creyente, porque mira hacia alguien mucho más grande; pone sus ojos en Jesucristo y en la eternidad que pasará con Él.

En Occidente, estamos viviendo en una sociedad del entretenimiento, a la que los cristianos parecemos adaptarnos cada vez más. En las campañas evangelísticas se habla mucho de la libertad y del gozo de ser un hijo de Dios, lo cual es absolutamente cierto. Sin embargo, pocas veces se habla la otra cara: la vida de fe también implica sufrimiento por causa de Cristo. Este sufrimiento nos ha sido “concedido”, como nos dice Pablo en Filipenses 1:29, y lo vemos, por ejemplo, en las palabras de Juan en Apocalipsis 1:9: “Yo Juan, vuestro hermano, y copartícipe vuestro en la tribulación, en el reino y en la paciencia de Jesucristo, estaba en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo”.

Un pastor evangélico lo formuló así: “Si los creyentes individuales y las congregaciones no experimentan ninguna resistencia por su fe en Jesús, se deberían preguntar si todo está en orden con su vida espiritual y su conducta”.

Un comportamiento cristiano genuino provoca oposición. Esto lo pueden testificar muchos de los que se convierten en un contexto donde no se conoce a Cristo; de repente, su círculo de amigos y familiares no quiere saber más nada de ellos. Es lo que experimentó un amigo mío en Israel, que consumía drogas y tenía una mala relación con sus padres. Cuando se acercó a su padre después de haber tenido un encuentro personal con Cristo y de haberse separado de su vieja vida, él le dijo: “Mejor sería que hubieras muerto por las drogas, a que creas en Jesús”.

La oposición no es nada extraño. En el sermón del Monte (Mateo 5:10-12), el Señor Jesús dice: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”. Esto contradice nuestra lógica humana: cuando sufrimos por causa de Cristo, cuando se burlan de nosotros a causa de Él, ¿realmente debemos alegrarnos? Sí; también los profetas y muchos hombres y mujeres de Dios tuvieron que caminar por esta senda (comp. Hebreos 11:35-40).

Este tipo de sufrimiento no tiene nada que ver con autoflagelación como la encontramos en diferentes religiones, ni tampoco se trata de querer experimentar en carne propia el sufrimiento de Cristo en la cruz. Pablo está hablando del sufrimiento que viene por causa de nuestra fe en Jesucristo. Entonces, ¿por qué es un privilegio el sufrir por Cristo?

El honor radica en que el sufrimiento es una prueba de nuestra fe. Satanás no quiere que hombres perdidos se conviertan en hijos de Dios, y si ya somos hijos de Dios, usará todos los métodos posibles para complicarnos la vida. Además, el sufrimiento, por ejemplo, por persecución, también nos puede fortalecer. El sufrir persecución nos lleva más cerca de Dios: “Después de que hayáis sufrido un poco de tiempo… Él (Dios) mismo os perfeccionará, afirmará, fortalecerá y establecerá”, leemos en 1 Pedro 5:10. Si sufrimos siendo perseguidos, Cristo está obrando en nosotros, y de esta manera nos asemejaremos cada vez más a Él, como afirma Pablo en Filipenses 3:10: “…a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte”. El Señor quiere perfeccionarnos en los tiempos de dolor, y finalmente, nuestro sufrimiento y la persecución traerán recompensa eterna: “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”, dice Mateo 5:12. Y en 2 Corintios 4:17 nos asegura el apóstol Pablo que “esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria”.

Además, el sufrimiento de los cristianos puede llevar a la conversión de otras personas: si sufrimos por causa de Cristo con perseverancia, manteniendo firme nuestro compromiso y nuestra confianza en Él, esto despertará grandes preguntas en los no creyentes. Durante los primeros 300 años de la historia eclesiástica, la Iglesia se formó y creció a través de muchas persecuciones. Cuanto más se perseguía a los creyentes, tanto más crecía el número de convertidos. Cuando los cristianos eran quemados vivos o arrojados en la arena delante de ­animales salvajes para que los devoraran, sucedía que los espectadores en las tribunas tomaban decisión de fe, conmovidos por la entrega de los mártires.

Tanto Pablo como la iglesia de Filipos tenían luchas espirituales: “Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él”, les escribió Pablo, y sigue: “teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí”. Los hermanos de Filipos habían visto cuánto tuvo que padecer Pablo cuando estuvo allí. El pasaje de Hechos 16:22-25 relata el siguiente episodio: “Y se agolpó el pueblo contra ellos; y los magistrados, rasgándoles las ropas, ordenaron azotarles con varas. Después de haberles azotado mucho, los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con seguridad. El cual, recibido este mandato, los metió en el calabozo de más adentro, y les aseguró los pies en el cepo. Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían”. ¿Por qué hicieron esto? ¿Cómo podían ser agradecidos en su sufrimiento? Esta muestra de su gozo trajo como fruto la conversión de otras personas. A través del sufrimiento Dios obró de manera milagrosa en la vida del carcelero pagano: “Y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” (Hch. 16:30). En aquella noche se convirtió una familia entera.

Pablo escribió a los filipenses desde la cárcel en Roma: “Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio, de tal manera que mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás. Y la mayoría de los hermanos, cobrando ánimo en el Señor con mis prisiones, se atreven mucho más a hablar la palabra sin temor” (Fil. 1:12-14). Durante la estadía de Pablo en la cárcel se convirtieron personas en el pretorio, en la casa y entre la guardia personal del emperador. Y los creyentes que lo escucharon fueron fortalecidos por este testimonio, entendiendo que tenían “el mismo conflicto” (Fil. 1:30), y cobraron ánimo para luchar ellos también y seguir adelante con perseverancia.

A Timoteo Pablo le dijo: “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio, en el cual sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor; mas la palabra de Dios no está presa. Por tanto, todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús, con gloria eterna” (2 Tim. 2:8-9).

El significado de nuestro sufrimiento como cristianos va mucho más allá de nuestra situación momentánea que está a la vista. Un ejemplo de esto es China, el país donde más crece la Iglesia de Jesús actualmente. Allí, a pesar de las concesiones del Estado, muchos cristianos tienen que sufrir todavía por su fe. La historia nos permite notar que muchos avivamientos comenzaron con sufrimiento; la Iglesia del Dios viviente se ha formado a través de muchos padecimientos.

A nosotros en occidente nos va bien en este sentido; no sufrimos persecución. Sin embargo, puede ser por ejemplo, que alguno sea burlado en el lugar de trabajo o que tenga que soportar acoso laboral porque cree en Cristo. Pero conforme a las palabras del Señor Jesús y de los apóstoles, es un motivo de gozo, siendo que sufre por causa de Cristo.

Muchos de nosotros tenemos el privilegio de vivir en países en los cuales podemos practicar nuestra fe con total libertad, y justamente por esta razón deberíamos sentir vergüenza por el cristianismo occidental, que parece haber entregado sus principios y valores como nunca antes en su historia. Muchos creyentes tratan de conformarse al mundo sin darse cuenta de que se trata de mucho más que de su situación actual. Como hijos de Dios, debemos poner nuestros ojos en lo eterno, cada área de nuestra vida tiene una sola meta: todo debe apuntar a lo futuro, a lo mejor, a lo que viene todavía.

Por eso, la iglesia debe ser activa en la evangelización, aunque esto signifique que con cada esfuerzo por difundir el evangelio tenga que soportar más oposición, pues justamente de estas dificultades surge mucho fruto. La gran comisión de Mateo 28:18-20 es para cada miembro de la Iglesia individualmente, aunque no todos sean misioneros a tiempo completo. Tú eres un misionero en tu lugar de trabajo y allí donde el Señor te ha puesto; por todos lados podemos dar testimonio si Dios nos da una oportunidad. Un día, cuando estemos delante del Dios vivo, quizás recibamos una triste sorpresa al ver en cuántas situaciones de nuestra vida debimos haber compartido nuestro testimonio y no lo hicimos, o en cuántos momentos incluso hemos dado un mal testimonio. Por eso, es sumamente importante que nuestro estilo de vida sea conforme a la voluntad y a la norma de Cristo, como nos dice Pablo en Efesios 4:1-3: “Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. Simplemente no podemos ser semejantes al mundo, y esto despierta cierta oposición. Tenemos que luchar por la verdad bíblica, no podemos callarnos; está en juego lo eterno. Jesucristo dio todo por nosotros, y por eso debemos procurar con diligencia presentarnos a Dios aprobados, “como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2ª Tim. 2:15).

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