El sentir de la familia de Dios (Filipenses 2:1-4)

René Malgo

“Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.” (Filipenses 2:1-4).

El estar “en Cristo” es una importante verdad que Pablo subraya una y otra vez en la Carta a los Filipenses. Escribe la carta a los santos “en Cristo Jesús” (Fil. 1:1). En el primer capítulo habla de sus prisiones “en Cristo” (Fil. 1:13). Menciona la gloria de los filipenses “en Cristo Jesús”, o su profunda satisfacción “en Cristo Jesús”, como lo expresa La Biblia de las Américas en Filipenses 1:26.

Pablo pone toda su esperanza en el “día de Jesucristo” (Fil. 1:6.10), es decir, el día del regreso de Cristo, el cual es su motivación para la obra; para él “el vivir es Cristo” (1:21). Incluso tiene el “deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Fil. 1:23). Pablo escribe a los filipenses que les fue regalada la fe, pero también el sufrimiento “por causa de Cristo” (1:29). Su tema es únicamente Cristo y Su evangelio, y Pablo está feliz mientras Cristo sea predicado (Fil. 1:14-17.27).

Por eso no nos sorprende que después de exhortar a los filipenses a andar “como es digno del evangelio de Cristo”, Pablo vuelva al tema “Cristo” y todo lo que tenemos en Él, antes de entrar en detalles sobre el comportamiento de los creyentes.

Escribe en Filipenses 2:1-4: “Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros”.

En breves palabras, Pablo invita en este pasaje a la unidad y a la humildad, dos puntos fuertes en nuestras vidas, como bien se sabe… ¿O quizá no? ¿Es verdad que nosotros los cristianos casi nunca nos peleamos? ¿Acaso la unidad entre nosotros es especialmente entrañable cuando distan nuestras convicciones teológicas? Por ejemplo,  ¿existe más linda comunión que cuando un calvinista, un pentecostal, un fundamentalista y un cristiano con tendencia a lo místico se sientan juntos? Y si se une al grupo todavía un protestante que cree en la reconciliación final de todos, tenemos el cielo en la tierra en cuanto a unidad y humildad, ¿verdad? Sí, claro, nosotros los cristianos siempre tenemos un mismo sentir y un mismo amor; la pendencia es algo completamente ajeno a no­sotros. Lo más lógico es que estimemos al otro ­como superior a nosotros mismos. Lo hacemos veinticuatro horas al día, y se demuestra en nuestro comportamiento, siempre dando la preferencia al otro, y sin contiendas en nuestras iglesias. ¿Verdad que nunca nadie se siente discriminado? Nunca nadie se enoja, por ejemplo, cuando el que predica tiene unas convicciones dogmáticas algo diferentes. Entre nosotros siempre todo es paz y alegría, porque vivimos en unidad y llenos de humildad… ¿No es verdad?

Me temo que sabemos que nada de esto es así. Y Pablo también lo sabía. En la familia de Dios, muchas veces las cosas no se hacen con amor familiar. Por eso el apóstol comienza su llamado a la unidad y humildad en Filipenses 2:1 refiriéndose a todo lo que nos es dado en Cristo. Es como si nos hiciera preguntas retóricas como: “¿Realmente existe alguna consolación en Cristo?”, “¿Realmente existe algún consuelo de amor?”, “¿Realmente existe la comunión del Espíritu?” y: “¿Realmente existen el afecto entrañable y la misericordia?”. Y su conclusión es: si realmente existen, entonces completen por favor mi gozo buscando la unidad y la humildad.

Por eso nos preguntamos también a nosotros mismos: ¿Verdaderamente existen la consolación en Cristo, el consuelo de amor, la comunión del Espíritu, el afecto entrañable y la misericordia?

¡Por supuesto que sí! Este es el mensaje del evangelio: en Cristo recibimos ánimo, consuelo, exhortación y ayuda. Su amor nos trae consuelo; el amor de Dios va tan lejos que no escatimó a Su propio Hijo para poder redimirnos. Por el Espíritu Santo fuimos bautizados en Su cuerpo, y tenemos a través del Espíritu Santo comunión con Dios el Padre, con el Hijo y con los que creen en Él. Hemos experimentado el afecto entrañable y la misericordia de Dios cuando Él nos salvó de nuestra vana manera de vivir e hizo de nosotros nuevas criaturas. Lo experimentamos diariamente cuando Él nos acompaña y nos fortalece en nuestras vivencias, y va completando la buena obra que comenzó en nosotros (como dice Filipenses 1:6).

Después del mensaje enfático de Pablo en el capítulo uno en relación con que Cristo es la vida, la reacción de los filipenses a las palabras “si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia…”, seguramente habrá sido muy positiva: ¡Por supuesto que lo hay! El apóstol lo sabe y por eso sigue: “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo…” (Fil. 2:2).

Pablo exhorta a los creyentes a tener un mismo sentir, y lo hace sabiendo que en realidad este no siempre está presente en los corazones. En el capítulo cuatro incluso tiene que exhortar con nombre a Evodia y a Síntique a ser “de un mismo sentir en el Señor” (Fil. 4:2). Se ve que los filipenses, tan ejemplares en otras áreas, tenían aquí un problema.

A decir verdad, ¿no tenemos también nosotros muchas veces este mismo problema? ¿Puede alguno de no­sotros decir con buena conciencia que siempre es de un mismo sentir con sus hermanos, que siempre tiene un mismo amor, no importa a quién tenga en frente?

Quizás pensemos: “Yo siempre viviría en armonía con los demás y amaría a todos por igual si los demás también compartieran el sentir que yo tengo y amaran de la misma manera que yo amo…”. Aunque la mayoría de nosotros no diría esto abiertamente, seamos sinceros: ¿No van nuestros pensamientos peligrosamente en esta dirección? El problema son los otros, y si ellos no estuvieran yo podría obedecer mucho más fácilmente los mandamientos que Dios ha dado a Su familia espiritual.

Parece casi imposible vivir en armonía y con un mismo amor con todos los cristianos: por ejemplo, hay uno que tiene una fe y un hablar más bien místicos. Pero ¿cómo puedo yo sentirme uno con un místico? Otro hermano cree en la predestinación. ¿Cómo puedo yo sentirme uno con alguien que cree que Dios predestinó a determinados hombres para el infierno? Aquel cree que estamos absolutamente libres en nuestra elección: ¿cómo puedo sentirme uno con alguien que cree que la salvación depende de nosotros mismos? Y podríamos seguir enumerando ejemplos. Según Pablo, a pesar de todo esto es posible que tengamos un mismo sentir si creemos que en Cristo hay consolación, que Su amor consuela, que la comunión del Espíritu Santo es una realidad y que Dios verdaderamente es afectuoso y misericordioso.

Podemos tener un mismo sentir y amar a todos por igual cuando estamos en Cristo. Incluso tres cristianos tan diferentes como un calvinista, un hermano con tendencia hacia el misticismo y un hermano pentecostal, al estar en Cristo están capacitados para sentir lo mismo y tener el mismo amor. Pero esto va en contra de nuestros principios, tenemos nuestras convicciones teológicas, creemos haber entendido cuál es la correcta manera de vivir en Cristo… Y en esta no encajan, por ejemplo, aquellas películas que mira cierto hermano; tampoco encaja la música que escuchan ciertos cristianos. Y ¿cómo podemos ser uno con cristianos que no están en la misma sintonía en algunas cuestiones dogmáticas?

Pablo y la Palabra de Dios son claros: “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Fil. 2:2).

El sentir lo mismo y el tener el mismo amor no están sometidos a nuestras condiciones, sino a las condiciones de Dios. Él no nos rechaza cuando cometemos un error teológico o todavía no estamos en el nivel espiritual en el cual nos deberíamos encontrar. Él nos ­demuestra Su afecto y Sus misericordias también cuando erramos, incumplimos o fracasamos. Él tiene comunión con nosotros a través del Espíritu Santo, aunque tengamos, por ejemplo, un concepto equivocado de la relación entre Su soberana elección y nuestra responsabilidad. Y en cada momento encontramos consolación, ayuda y exhortación en Cristo, especialmente cuando nosotros mismos fallamos. Dios no tiene ninguna lista de control como nosotros la tenemos a veces, para poder tener comunión con Sus hijos redimidos y darles Su consuelo de amor. Él no pregunta cuál es tu posición en cuanto al tema Israel y la Iglesia, cuál es tu actitud frente al tema elección versus libre voluntad, o cuál es tu opinión sobre el tema de la música, los dones del Espíritu, las películas, o el uso del dinero. A Dios le interesa una sola cosa: “¿Estás en mi Hijo, en Cristo?”.

¿Entiendes esto? El tener un mismo sentir y un mismo amor en el trato mutuo es posible porque como pecadores perdonados estamos en Cristo; y no estamos en Cristo porque somos personas fenomenales, sino porque Cristo logró una redención completa para no­sotros. Por eso podemos y debemos aceptar a otros cristianos aunque no sean tan perfectos como lo deberían ser según nuestro ideal.

Esta no es ninguna carta blanca para la anarquía doctrinal o la superficialidad dogmática. Pero estamos hablando aquí de la necesidad de ser sobrios: ¿estamos conscientes de que nosotros y otros cristianos estamos en Cristo no porque nuestra teología y nuestras obras sean perfectas, sino porque Cristo nos ha redimido por Su amor ilimitado?

Y no nos engañemos a no-sotros mismos: el tener un mismo sentir con otros cristianos y el amar por igual a todos los hermanos es una lucha espiritual. No es algo que nos sale naturalmente; preferimos tener la razón, preferimos recibir amor, en lugar de dar nuestro amor a los que, según nuestro punto de vista, no están en lo correcto. Por eso es absolutamente necesaria la humildad, como lo dice Pablo: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por los suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Fil. 2:3-4). La palabra griega utilizada para “contienda” también se puede traducir como “egoísmo”; así lo vemos en la Nueva Versión Internacional: “No hagan nada por egoísmo o vanidad…”. El egoísmo lleva a la contienda, y es lo contrario a la humildad.

A veces decimos en broma: “Todos piensan solo en sí mismos, únicamente yo pienso en mí”. Esta es nuestra actitud natural, pero Dios espera lo contrario de nosotros. En los siguientes versículos Pablo nos muestra el ejemplo de Jesucristo, quien dejó atrás todos los privilegios de la gloria para venir a servirnos a nosotros, los humanos. Este sentir de nuestro Señor debería ser el nuestro. Sin humildad no hay unidad.

Suena lindo y verdadero y muy cristiano cuando decimos que el sentir de Jesús debe habitar en nosotros, que debemos estimar más al otro que a nosotros mismos, que debemos ser unánimes y humildes y amar a todos por igual. Pero ¿cómo es posible en la práctica? Si digo: “A partir de ahora, siempre consideraré a todos los que están en mi alrededor como más importantes que a mí mismo”, sin duda alguna pocos minutos más tarde ya habré fracasado. No tengo ningún botón para encender y apagar la humildad.

La solución es: estar en Cristo.

“¡Ay, René!”, me dirás posiblemente, “suena muy piadoso todo lo que dices, pero por más que me lo repitas no me sirve en la vida diaria”. Esa una objeción absolutamente legítima. Es verdad que son pensamientos que suenan algo místicos e insuficientes, sobre todo a los oídos de una persona práctica. Preferiríamos tener un conjunto de reglas a seguir y una lista de control con la cual pudiéramos juzgarnos a nosotros mismos y a otros. Sin embargo, Dios quiere darnos otro valor: Él busca la comunión con no­sotros. El estar en Cristo no es un ejercicio dentro de un conjunto de reglas; es una relación viva. Por eso la unidad entre los hombres que están en Cristo puede funcionar no porque tienen un mismo reglamento, sino porque tienen un mismo Señor y Salvador.

Para decirlo más concretamente, la unidad está allí donde los cristianos realmente están en Cristo. Esto no tiene nada que ver con vaciarse de sí mismo con pasividad o esoterismo. Estos cristianos no están sentados alrededor de un fogón tomados de la mano, cantando himnos meditativos; por el contrario, buscan activamente a su Señor en la oración, en la Palabra, a través de su obediencia, en su meditación acerca de Él y de Su Palabra, y buscando a Cristo en otros cristianos. Por naturaleza tendemos a fijar la atención en los errores y fracasos de los demás, porque esto nos hace pensar que nosotros, que somos criaturas orgullosas, estamos mejor. Pero el que realmente está en Cristo, busca a Cristo en el otro cristiano, y esto es la humildad. Imagínate que cada redimido vea a su Señor y Salvador en cada hermano. Imagínate que estás en tu iglesia y notas la presencia de un hermano con el cual tienes un problema y hace mucho que no se hablan. Y de repente ya no lo ves a él y a sus enervantes fallas, sino que ves en él al Rey de reyes, quien derramó Su sangre por él. ¿Cómo tratarás entonces a este hermano? Esta actitud es humildad, y ella lleva a la unidad.

Nota que Pablo dice que no hagamos nada “por contienda o por vanagloria”, porque él sabe cómo son nuestros corazones orgullosos. La exhortación sería innecesaria si ya estuvieran llenos de humildad. El cristiano que está en Cristo se somete a la poderosa mano de Dios, reconoce que es orgulloso, se derrumba delante de Dios y clama a Él: “Señor, no puedo hacer nada. Yo mismo soy la piedra de tropiezo para la unidad, yo mismo no tengo suficiente amor, actúo solamente por egoísmo, busco solamente mi propia gloria, pienso solamente en mi propia ventaja, me molesto cuando se elogia a otro. Señor, no puedo hacer nada sin ti. ¡Señor, ayúdame! ¡Te necesito!”.

Esto es humildad. No tiene nada que ver con proponerme firmemente considerar a los otros como mejores que yo mismo a partir de ahora. Pero sí tiene todo que ver con derrumbarme delante de Dios. Me aferro de Jesús y nunca más lo soltaré. El estar en Cristo tiene que ver con dependencia de Cristo. Pablo enfatiza el actuar “en Cristo” o “en el Señor” en la Carta a los Filipenses, y no lo hace porque suena piadoso y le sobra tinta, sino porque sabe que sin el Señor no podemos hacer nada.

Para terminar, leamos una vez más Filipenses 2:1-4, pero esta vez en la versión de La Biblia de las Américas:

“Por tanto, si hay algún estímulo en Cristo, si hay algún consuelo de amor, si hay alguna comunión del Espíritu, si algún afecto y compasión, haced completo mi gozo, siendo del mismo sentir, conservando el mismo amor, unidos en espíritu, dedicados a un mismo propósito. Nada hagáis por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de vosotros considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás”.

En Cristo esto es possible.

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