¿El Señor crucificado realmente es Dios?

Thomas Lieth

En Getsemaní Jesús les dijo a los que lo querían arrestar: «Yo soy». Estas palabras y muchos otros pasajes en las Sagradas Escrituras responden claramente a la pregunta por Su divinidad. 

Como es sabido, no hay nada nuevo bajo el sol, y por eso tampoco es de sorprenderse que la divinidad del Señor Jesús sea fuertemente cuestionada. El islam la niega, y así lo hace el judaísmo. Otras comunidades religiosas y sectas la desmienten; evidentemente que los ateos lo hacen de todas formas y –por increíble que parezca– incluso dentro de la religiosidad ecléctica del cristianismo nominal, la discuten. Esas discusiones han existido en todos los tiempos. Ya en la época de las primera iglesia había una corriente que cuestionaba la deidad de Jesucristo. Ellos no negaban la persona histórica de Jesús mismo, porque los testigos contemporáneos eran demasiado confiables como para poder negar la vida y la obra de Cristo como tal, pero sobre Su posición, Su rango y Su importancia hubo fuertes controversias. Y eso no ha cambiado en el correr de la historia eclesiástica hasta el día de hoy. Estudiemos algunas declaraciones de las Sagradas Escrituras que documentan la divinidad del hombre Jesús de Nazaret, el Señor crucificado por nosotros. 

«Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad» (Mt. 13,41). –A primera vista no parece decir nada sobre la deidad de Jesús. Pero notemos esto: aquel que habla aquí es Jesús mismo. Les interpreta a Sus discípulos la parábola de la cizaña en el campo arable. Jesús habla de Sí mismo (el Hijo del Hombre) y de que Él enviará a Sus ángeles. ¿Qué ser humano, pregunto, tiene ángeles que pudiera enviar? Más allá de esto, las Sagradas Escrituras nos dicen que los ángeles son seres de Dios (Hebreos 1:6,14). Por lo tanto, Jesús tiene que ser Dios–de otro modo Él no podría dar órdenes a los ángeles, hablar de ellos y enviarlos. 

Miremos otra prueba: «En el principio Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1:1). En este punto todas las religiones piensan igual. Cada judío, cada musulmán y también cada cristiano creyente confirman esta declaración: el Dios Todopoderoso es el Creador del cielo y de la Tierra. En el Salmo 33:6 dice: «Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca.» Recordemos esta declaración: los cielos fueron hechos «por la palabra de Jehová». El Nuevo Testamento –y esto nos separa de todas las demás religiones– nos da diversos indicios de que Jesús colaboró en la creación. 

«Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo» (Hebreos 1:1-2). «Ciertamente de los ángeles dice: ‹El que hace a sus ángeles espíritus, y a sus ministros llama de fuego›. Mas del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; cetro de equidad es el cetro de tu reino. Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros.› Y: ‹Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos›» (Hebreos 1:7-10). 

Recordemos Juan 1:1: «En el principio era el Verbo» – hasta aquí esta aseveración todavía es congruente con la narración de la creación de Génesis y del Salmo 33. Pero Juan continúa con las palabras: «y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.» En el versículo 14 finalmente, Juan relaciona todo esto con Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad». El Nuevo Testamento no se contradice de manera alguna con el Antiguo Testamento; es más bien la explicación y el cumplimiento del mismo. En principio se considera que nunca se puede comprender el Antiguo Testamento sin el Nuevo Testamento. Quien se queda con el Antiguo Testamento, le falta lo esencial–es decir, la solución, el cumplimiento.

«Él (Jesucristo) es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten» (Col. 1:15-17). 

Jesús como ser humano nunca podría haber colaborado en la creación. No obstante, el Nuevo Testamento enseña claramente que Jesús es el Creador, por lo tanto, Él tiene que ser Dios. Y justamente eso lo habrían entendido así también los sacerdotes y escribas de Su tiempo, por lo cual se indignaron fuertemente cuando Cristo les dijo: «¡Antes que Abraham fuese, yo soy!» ¿Cómo sería posible eso, si Jesús hubiera sido solo un ser humano? Después de todo, Abraham vivió unos 2,000 años antes de Jesucristo. Por consiguiente, se nos dice luego: «Tomaron entonces piedras para arrojárselas» (Jn. 8:58-59). ¿Por qué? ¿Porque este hijo del carpintero posiblemente estaba loco? No, sino porque ellos comprendieron lo que este Jesús les daba a entender. ¡Yo soy Dios! Y esto, en los ojos de la clase alta religiosa era blasfemia pura. 

Prosigamos todavía un poco más con la descripción de Jesús como la Palabra de Dios hecha carne. Cuando dice: «En el principio era el Verbo», testifica de la eternidad del Hijo. El Hijo estuvo ahí desde el principio, eterno, y con eso, era Dios mismo. «El Verbo era con Dios». Aquí a su vez vemos una separación. Por un lado, el Verbo es Dios mismo, y sin embargo, es diferenciado del Padre. Aquí entra el misterio de la Trinidad en toda su plenitud. Un Dios, pero aún así, tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y este misterio de la Trinidad, que nosotros, en nuestra limitación humana nunca podremos comprender realmente, lo debemos mantener en mente cuando se trata de la divinidad de Jesús. «Y el Verbo era Dios». 

Observemos un aspecto adicional. Dios habla a través de Isaías, diciendo: «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados» (Is. 43:25). «Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; ¡vuélvete a mí, porque yo te redimí!» (Is. 44:22). Estos textos tratan de la salvación futura de Israel; sin embargo, vemos en ellos el principio del perdón de pecados y notamos, que solamente Dios mismo puede perdonarlos. Y eso era justamente lo que los eruditos y sacerdotes judíos le reprochaban a Jesús, cuando Él concedió el perdón de pecados a un paralítico (Mr. 2:5-12). Para ellos, esta presunción del hijo del carpintero de Nazaret era un hecho abominable–una blasfemia, como no podía ser superada. En otras palabras: ¡un escándalo! Con esta acción fue que Jesús subrayó claramente Su unicidad y divinidad. Veamos otra prueba. 

«Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda» (Mt. 25:31-33). Jesús aclara que en el fin de los tiempos Él juzgará las naciones paganas. También eso habla una vez más a favor de la divinidad de Cristo, ya que el Antiguo Testamento explica que Dios mismo es el juez. «¡Porque Jehová es nuestro juez, Jehová es nuestro legislador, Jehová es nuestro Rey; él mismo nos salvará!» (Is. 33:22). Repasemos estas declaraciones una por una. 

«Porque Jehová es nuestro juez»: Jesús se autodenomina juez, y de lo mismo habla Hechos de los Apóstoles: «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén; a quien mataron colgándole en un madero. A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos. Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos» (Hechos 10:39-42).

«Jehová es nuestro legislador»: al pueblo de Israel le fue dada la ley por el Señor (Yahvé) en el Monte del Sinaí. El Nuevo Testamento confirma que Jesús es el cumplimiento de la ley (Romanos 8; Gálatas 5:18; Juan 1:17). La carta a los Romanos habla también de una ley nueva (Ro. 3:27-28), que es la ley de la fe, y fe en Jesucristo. De modo que Jesús –como persona de la Trinidad– estuvo presente durante la entrega de la legislación para el pueblo de Israel en el desierto, como también es Aquel que le ha dado una ley nueva a Su iglesia. 

«Jehová es nuestro Rey» –Apocalipsis muestra que Jesús, el Cordero de Dios que carga con el pecado del mundo, no solamente es Señor, sino el Señor de todos los señores (Ap. 17:14). Y este Jesús no solamente es Rey, sino el Rey de todos los reyes (Ap. 19:16). 

«¡Él mismo nos salvará!» –¿Quién salvará? Jesús es el salvador. Cristo es el Redentor prometido en el Antiguo Testamento. ¡No hay ningún camino que pase de largo al Señor crucificado! «Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch. 2:36; cp. Ro. 10:9; Fil. 3:20). 

Hablemos del significado del nombre «Yahvé», que en el Antiguo Testamento a menudo es reproducido con «Señor» (como en Is. 33:22). Con ese nombre se dio a conocer el Padre celestial a Moisés, cuando este preguntó por el nombre de Dios. «Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros. Además dijo Dios a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre, con él se me recordará por todos los siglos» (Éx. 3:13-15). 

«Yo soy» es el nombre hebreo de Dios «Yahvé». La traducción: «Yo soy el que soy», sin embargo, solo se aproxima a lo que Yahvé realmente significa. Abraham Meister escribe en su libro Nombres del Eterno: «Yahvé es el absoluto ‹yo› en su plenitud divina más sublime.» No solamente «Yo soy el que soy», sino también: «Yo soy el que era», y «Yo soy, el que seré». Dios es el Yo sin tiempo y sin espacio. ¡Impresionante, y para nosotros los humanos es imposible de captar en nuestros pensamientos!

Esto aclara por qué el sumo sacerdote literalmente rasgó sus vestiduras cuando le responde a la pregunta si Él era el Hijo de Dios, y le dice: «Yo soy» (Mr. 14:62). Con las mismas palabras fue que Jesús respondió durante Su arresto en el Getsemaní. Y en el momento que dijo «Yo soy», con el poder de Su divinidad, todos retrocedieron y cayeron al suelo (Jn. 18:2ss). Con estas respuestas Jesucristo, el hijo del carpintero de Nazaret, utilizó exactamente esas palabras de Dios «Yahvé» – «Yo soy». La autoconfesión de Jesús verdaderamente los derribó. 

El Evangelio de Juan nos transmite los siete «Yo soy» de Jesús: 1. «Yo soy el pan de vida», 2. «Yo soy la luz del mundo», 3. «Yo soy la puerta de las ovejas», 4. «Yo soy el buen pastor», 5. «Yo soy la resurrección y la vida», 6. «Yo soy el camino, la verdad y la vida» y 7. «Yo soy la vid verdadera». Con estos Yo soy, Jesucristo también se da a conocer como Dios; adicionalmente podemos agregar sus aseveraciones: «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30), y «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9). 

Si bien a nosotros hoy nos hace falta el contexto lingüístico de estos «Yo soy» para realmente comprender el significado y la trascendencia de los mismos, a los judíos de aquel tiempo estas palabras les eran muy claras. Por ejemplo, en cuanto a «Yo soy el pan de vida», todo judío tenía en mente la mesa de los panes de la proposición en el santuario y el recuerdo de los 40 años de peregrinación por el desierto, cuando Dios el Señor proveía a Israel con el maná celestial. Y en cuanto a «Yo soy la luz del mundo», todo judío pensaba en el candelabro de oro de siete brazos, que también se encontraba en el santuario. Ningún judío, a excepción de los sacerdotes, debía entrar allí–y mucho menos los gentiles. Con estas palabras Jesús se daba a conocer como el cumplimiento del Templo, y del servicio de los sacerdotes y los sacrificios. Eso también fue, en definitiva, lo que escandalizó el sistema religioso. 

Los sacerdotes y escribas se sentían amenazados en su derecho de existencia–después de todo, hacía mucho que ellos ya no habían servido a Dios, sino tan solo a un sistema religioso. Con Jesús, como el verdadero Sumo Sacerdote y como el Cordero perfecto del sacrificio, ya no se necesitarían más sacerdotes y escribas. Todo el rito del Templo, incluyendo el materialismo vinculado a ello (recordemos la purificación del Templo por Cristo), habría caducado. Y eso exactamente no debía suceder, tal como en la actualidad todo sistema religioso, incluyendo la religión cristiana, se escandalizan con respecto a la divinidad de Jesucristo y el absolutismo que va unido a la misma. Eso no tiene cabida en el sistema. 

Le guste o no a la humanidad –a los ateos al igual que a los religiosos– una cosa, sin embargo, es segura: Jesús no era cualquier ser humano, y mucho menos el fundador de una religión; no, sino que ¡Jesús es Dios! En Jesucristo, Dios se hizo hombre (2 Co. 5:19). En Jesús tenemos el perdón de nuestros pecados (1 Jn. 1:7-9). Y en Cristo tenemos la vida eterna (1 Jn. 4:9). Sin Jesucristo, el juez, el legislador y el Rey, no habrá salvación (Jn. 14:6; Hch. 4:12). ¿Quién es Dios? 

La Palabra de Dios hecha carne, Jesús de Nazaret, el Señor crucificado, el que podía decir lleno de poder: «¡Yo soy!»

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