El poder profético elemental de la sangre
“Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22). – Una breve consideración de la sangre en la Biblia.
La palabra anterior nos revela una irrevocable ley divina del destino. Ya en el Paraíso, inmediatamente después de la Caída, el poder profético de la sangre expiatoria irrumpe por primera vez, y sin que sea visible, por la acción directa y personal de Dios. Esto ocurre en dos sentidos: Primero, por Su palabra cuando declaró: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gn. 3:15). Era una promesa al hombre y al mismo tiempo una palabra de juicio a satanás, que sería derrotado por la descendencia de la mujer. E inmediatamente después por su obra: “Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió” (Gn. 3:21). Con su palabra lo anunció, y con su obra derramó sangre por los pecados de la humanidad por primera vez.
El profeta Isaías canta el maravilloso resultado de la palabra y la acción de Dios milenios después en una reseña profética con las palabras: “En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia adornada con sus joyas” (Is. 61:10). Así vestidos, envueltos en Jesucristo mismo, somos felices y gozamos por sobre medida, independientemente de que seamos jóvenes o mayores, enfermos o sanos: ¡somos justos delante de Dios! Cantamos este precioso hecho con las palabras del himno de Nikolaus Ludwig Graf von Zinzendorf (1739):
“La sangre y la justicia de Cristo,
“Este es mi ornamento y mi vestidura de honor,
cuando entre en el cielo”.
El cumplimiento del poder de la sangre ya profetizado en el paraíso ocurrió en la cruz del Gólgota, cuando el Cordero de Dios derramó su preciosa sangre por nosotros.
La propia Biblia da la explicación más profunda del poder profético de la sangre: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona” (Lv. 17:11). ¡Qué poderosa palabra! Aquí el Espíritu de Dios explica de qué manera Él nos ha reconciliado y nos reconcilia consigo mismo, y cómo, a pesar de nuestros pecados, podemos afirmar que estamos reconciliados con Él ante Su santa faz: mediante la sangre derramada de Jesús.
Si una persona atropellada por un automóvil resulta gravemente herida y no recibe los primeros auxilios, puede ocurrir que muera desangrada —su vida se funde con la tierra. La sangre es una fuerza poderosa y uno se estremece cuando ve a una persona sangrando profusamente. Esto no puede ocurrir. Hay que intervenir inmediatamente, porque sabes que la sangre que late incesantemente a través de un ser humano, que ahora se está derramando y escurriendo, es vida líquida que podría durar de 80 a 90 años.
Tratemos de imaginar en nuestras mentes qué poder eterno hay y hubo en la sangre de Jesús. Cuando el Hijo de Dios derramó su vida eterna, la tierra tembló, las rocas se partieron y el sol perdió su luz. En Mateo 27:50-53 se describe así este sobrecogedor acontecimiento: “Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos” (cf. también Lc. 23:44-45). Lo que allí sucedió bajo la impresión del derramamiento de sangre del Hijo eterno de Dios es, en definitiva, ¡inimaginable!
Volvamos a Adán y Eva. Del mismo modo que ellos ya no estaban desnudos, sino vestidos ante Dios —en virtud del sacrificio que Él mismo había inmolado, cuya sangre había derramado por el hombre—, así también nosotros. La Carta a los Romanos describe así esta maravilla: “a quien (Jesús) Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Ro. 3:25). Dios hace lo más grande por nosotros cuando creemos en la sangre de Jesús: perdona, borra el pecado; ¡reconoce la sangre expiatoria de su Hijo!
Pablo se refiere aquí, en Romanos 3, al acontecimiento profético del Yom Kippur en Israel, que se ha repetido anualmente durante milenios. El verdadero centro de este gran día de expiación, en el que a nadie del pueblo se le permitió trabajar bajo pena de muerte, fue el acontecimiento en el Lugar Santísimo. Allí solo trabajaba una persona: el máximo representante del pueblo ante Dios, el sumo sacerdote. El sacrificaba toros, terneros y corderos. Pero el centro de este gran día se describe así en Levítico 16:14: “Tomará luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre”. Esto tenía lugar, como se ha dicho, en el Lugar Santísimo, mientras el pueblo esperaba fuera. Allí, donde estaba el arca de la alianza, donde estaba la santa presencia de Dios, la Shejiná, la nube de gloria, el sumo sacerdote venía solo una vez al año, lleno de reverencia con un cuenco de sangre, que había recogido inmediatamente después de haber sacrificado el animal, y la rociaba siete veces delante y sobre el propiciatorio. Hebreos 9:6-7 dice al respecto: “Y así dispuestas estas cosas, en la primera parte del tabernáculo entran los sacerdotes continuamente para cumplir los oficios del culto; pero en la segunda parte, (el Lugar Santísimo) sólo el sumo sacerdote una vez al año, no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia del pueblo…”
Mientras tanto, cientos de miles de hijos de Israel permanecían fuera del Tabernáculo, esperando ansiosamente el regreso del sumo sacerdote del Lugar Santísimo, adonde había ido con la sangre expiatoria para hacer expiación por los pecados del pueblo. Esperaban ansiosamente para ver si el Señor Dios aceptaría la sangre expiatoria por sus pecados. Y ahí tenemos de nuevo ante nuestros ojos la palabra que leímos en la introducción: “Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22).
La multitud que esperaba, permaneció en gran silencio. Escuchaban para ver si el sumo sacerdote estaba ya en camino. Porque la Escritura dice de las vestiduras del sumo sacerdote: “Y en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor. Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor. Y estará sobre Aarón cuando ministre; y se oirá su sonido cuando él entre en el santuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera” (Ex. 28:33-35).
El Israel que espera en Yom Kippur, nos muestra el Israel de hoy, que desde 1948 se reúne entorno a Jerusalén y, por tanto, entorno al Templo aún invisible, que sigue estando en el Cielo. Espera consciente o inconscientemente el regreso del Sumo Sacerdote celestial, su Mesías.
En una dimensión profética más amplia, lo que sucede en el Lugar Santísimo significa: el Yom Kippur se cumple a través del Sumo Sacerdote celestial Jesucristo en la cruz de Gólgota, porque: “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (He. 9:11-12). Aquí vemos con nuestros propios ojos el poder profético elemental de la sangre y el cumplimiento abrumador en la cruz por el Cordero de Dios para nosotros y pronto para todo Israel.