El misterio del progreso en la fe

Wim Malgo (1922–1992)

En su mensaje a la iglesia de Pérgamo, el Señor la alaba por retener Su Nombre: «pero retienes mi nombre» (v. 13). ¿Qué nombre? El nombre maravilloso que Dios nos ha dado para nuestra salvación: ¡el precioso nombre de Jesús! Esta iglesia, que se encontraba en el centro estratégico de satanás, no permitió que su mirada se oscureciera por la pompa pagana, por los deseos de la carne o los deseos de los ojos, aunque esto hubiera sido fácilmente posible, ya que las prácticas paganas como el culto a las serpientes y el culto al emperador eran sumamente populares entre toda la población de la ciudad.

La palabra española «retener» es, en realidad, una traducción débil y pálida. Podríamos decir más bien que se trata de un aferrarse fuertemente al nombre de Jesús, o incluso un agarrarse de Él con toda la fuerza. En Pérgamo había una lucha de vida o muerte, pues se les quería quitar a la fuerza a los creyentes lo que tenían. Siempre es esta la meta del enemigo: arrebatarnos lo que tenemos. Por eso leemos reiteradas veces en las cartas la advertencia: «pero lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga» (Ap. 2:25). O también: «He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona» (Ap. 3:11).

Se trata de retener lo que es de valor eterno. En Pérgamo, se les exigía a los creyentes que soltaran el nombre de Jesús, porque satanás habitaba allí; el enemigo no soporta la confrontación con este Nombre, y esto nos coloca en una tremenda lucha.

«Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo», dice la Escritura en Hechos 2:21. Tan pronto como se pronuncia el nombre de Jesús con fe, la oscuridad diabólica es quebrada. Al que se aferra a este Nombre, que se agarra fuertemente de Él, nada le puede dañar. Será vencedor y podrá decir: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13). –¡Oh, que usáramos mucho más el nombre de Jesús!

A Antipas, la lucha le costó la vida. El mismo Señor Jesucristo lo dice: «…en los días en que Antipas mi testigo fiel fue muerto entre vosotros» (v. 13). Nosotros todavía no experimentamos ataques satánicos tan masivos. El enemigo actúa todavía de manera más civilizada y sus métodos son sutiles, pero su objetivo es siempre el mismo. Quiere que neguemos el nombre de Jesús en nuestra vida diaria, imponiéndonos a nosotros mismos, siendo egoístas, envidiosos y calumniadores. Quiere que guardemos silencio cuando deberíamos hablar, que sigamos el ejemplo de Pedro cuando dijo: «No conozco a este hombre de quien habláis» (Mr. 14:71).

A continuación, el Señor sigue elogiando a su iglesia en Pérgamo. Él nunca se olvida de nada. Le dice: «…no has negado mi fe» (Ap. 2:13). Esto es muy importante. Existen dos tipos de fe. Jesús dice: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3:36). Este es el primer paso: la fe en Jesucristo como Salvador personal. Pero no deberíamos detenernos allí. Quien lo hace, permanece espiritualmente en su primera infancia. Tal persona, si bien tiene fe en Jesús, no tiene la fe de Jesús. Y este es el secreto. Pablo lo entendió; él dice: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2:20).

En otras palabras, Pablo dice aquí: «Vivo y creo de la misma manera que Jesús vivió y creyó. Digo continuamente no a las pretensiones de la carne, a su obstinación, su impureza y todas sus manifestaciones pecaminosas, porque sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien. Me entrego completamente al Señor, como lo hizo mi Salvador. Tomo exactamente el mismo camino que tomó mi Señor. Permanezco en la cruz, así como mi Salvador permaneció en ella». 

Vivir en la fe del Hijo de Dios significa pues, mucho más que simplemente creer en Jesús.

Los creyentes de Pérgamo lo habían entendido, y no negaron la fe del Señor Jesús. Esta fe permanece intacta, aunque todo alrededor se derrumbe, aunque desfallezcan nuestra carne y corazón y todo el mundo parezca haber conspirado en contra nuestra. Pero, como Pedro, podemos también negar a Cristo cuando se nos pide confesarlo. Negar la fe de Jesús significa preservar nuestro propio ego– a costa de la confesión del Señor Jesús y de la identificación con Él.

¿Puede decir el Señor de ti: «no has negado mi fe»? ¿O ya lo has hecho? 

El testimonio que el Señor le puede dar a la iglesia de Pérgamo es maravilloso, más aún cuando leemos lo que agrega: «…no has negado mi fe, ni aun en los días en que Antipas mi testigo fiel fue muerto entre vosotros, donde mora Satanás» (Ap. 2:13).

El nombre Antipas tiene varios significados. Uno de ellos es: «similar a su padre». Este creyente, como fiel testigo, dejó su vida por Jesús. Nosotros en el Occidente, todavía no debemos pagar con nuestras vidas, como mártires, por nuestro testimonio. Pero sí existe un martirio espiritual, que consiste en no ceder a la carne por amor al testimonio de Jesús, sino hacer morir el propio yo día a día. Pablo testifica: «Os aseguro, hermanos, (…) que cada día muero» (1 Co. 15:31).

Quizás tu martirio consista en tener que convivir, en tu matrimonio, familia o lugar de trabajo, con alguien en cuyo corazón esté todavía el trono de satanás. ¡Que todos tengamos el sentir de Antipas y no neguemos su fe, la fe de Jesús! Muchos creyentes se desalientan en nuestros días; resignan y renuncian a la buena batalla de la fe. Pero los cobardes estarán afuera, los que ceden a las exigencias de una persona o de la carne en sus diferentes formas. Pedro quiso influenciar al Señor Jesús a negar la cruz. Pero el Señor le respondió: «¡Quítate de delante de mí, Satanás!» (Mr. 8:33).

¿No es conmovedor que el Señor glorificado le dé a Antipas el mismo título que le pertenece a Él? Lo llama «Antipas mi testigo fiel». Y así es llamado el mismo Señor Jesús en Apocalipsis 1:5: «Jesucristo el testigo fiel». Los testigos fieles son los que se mantienen firmes hasta la muerte.

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