El gran Desconocido

Wim Malgo (1922–1992)

Aun en el mundo cristiano, nuestro Señor Jesucristo sigue siendo el gran Desconocido. Un llamado.

Los discípulos, a menudo, reaccionaban con incomprensión al Señor, a Sus propósitos y a Sus caminos. Fue así que el Señor un día preguntó: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?” (Jn. 14:9). Esta incomprensión la vemos también entre los discípulos actuales de Jesús.

Tampoco Israel comprendía al Señor cuando Él caminaba por la tierra. “Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas. Él les dijo: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16:13-17).

Eso lo dijo el mismo Pedro que luego, algún tiempo después, en aquella noche fatal, difícil, respondiera con maldiciones y juramentos a la pregunta si él también era del grupo de Jesús, y dijo: “No conozco a este hombre de quien habláis” (Mr. 14:71). Pedro conocía al Señor, pero en su interior aún no lo conocía de verdad, si no, nunca lo habría negado.

También nosotros, en nuestra postura frente al Señor, podemos negar a Su persona al mostrar incomprensión acerca de Sus caminos. Pero como Jesucristo es el amado Hijo de Dios, Él también es la revelación del mismo amor de Dios; porque Dios es amor. Por esta razón, el reconocimiento de Jesucristo, o sea el conocer el amor de Cristo, es una de las cosas más importantes en la vida del creyente, ya que la eternidad no alcanzará para crecer exhaustivamente en este conocimiento. Pablo oraba con respecto a esto, que fuéramos capaces “de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:18-19).

Pero son tan pocos son los creyentes que están llenos de toda la plenitud de Dios, porque ellos no crecen en el conocimiento del amor de Cristo. El verdadero discipulado consiste en crecer en el conocimiento de Su amor. El discipulado es abnegación.

Cuanto más me niego a mí mismo y digo sí a la persona de Jesucristo, tanto más conozco con asombro creciente, quién, qué y cómo es Él. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt. 16:24). Nuestro Señor dijo, en ese sentido: “Si tú quieres ser mi discípulo, debes entregarme tu derecho a ti mismo”. Cuando realizamos esta entrega, ya no necesitamos albergar ningún tipo de vanidad personal o preocuparnos por las circunstancias de nuestra vida, porque entonces Jesús es totalmente suficiente para nosotros. ¡Él es cada vez más suficiente para nosotros!

Quien lo conoce a Él más profundamente, de hecho está dispuesto a negarse a sí mismo. Quien no lo llega a conocer, no piensa en negarse a sí mismo.

Muchos creyentes se preguntan: “¿cómo puedo creer en el Señor Jesucristo y al mismo tiempo todavía quedarme en el mundo?”. Pero aquel que realmente conoce y reconoce a Jesús, más bien pregunta: “¿cuánto puedo alejarme del mundo para poder servirle mejor a Él?”. Este es un tema de reconocimiento. Aquellos que lo conocen, se desviven por Él. Ellos están dominados por una pasión: “¿Cómo puedo servir mejor a mi Salvador?”. ¡Ellos Le siguen a Jesús!

Nadie debe creerse que pueda seguir a Jesús con condiciones y restricciones. A aquellos que estaban encantados con Él, nuestro Señor les dijo muy sobriamente: “Él que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:27). Él requería que la gente considerara los costos. Para eso utilizó la imagen de alguien que construía: “Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?” (Lc. 14:28). Él hizo referencia a la imagen de la guerra: “O supongamos que un rey está a punto de ir a la guerra contra otro rey. ¿Acaso no se sienta primero a calcular si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?” (Lc. 14:31).

¿Será que nuestro Señor Jesús quiera desanimarnos con esto? No. ¡Y esto es animador! Demuestra que Jesucristo tiene algo para dar que se encuentra en un nivel totalmente diferente de aquel, en el cual se enreda nuestro pensar. Es glorioso andar con Él, tanto más cuando consideramos el precio completo del discipulado. Nuestro Señor Jesús es tan diferente a nosotros. Él es incomparable. Él rompe las normas humanas. Bajo el título Jesús, tú eres diferente, alguien escribió:

“Tú te pusiste del lado de la adúltera –cuando todos los demás se distanciaron de ella.
Tú entraste a la casa del cobrador de impuestos –cuando todos se indignaban con él.
Tú llamaste a los niños que fueran hacia Ti –cuando todos querían enviarlos lejos.
Tú perdonaste a Pedro –cuando él se condenaba a sí mismo.
Tú elogiaste a la viuda que daba su ofrenda –cuando ella era ignorada por todos.
Tú expulsabas al diablo –cuando todos los demás se habían dejado engañar por él.
Tú le prometiste el reino de los cielos al criminal en la cruz –cuando todos le deseaban el infierno.
Tú llamaste a Pablo a seguirte –cuando todos lo temían como perseguidor.
Tú huiste de la fama –cuando todos quisieron hacerte rey.
Tú amaste a los pobres –cuando todos se esforzaban por riquezas.
Tú, por un lado, sanaste enfermos –cuando, por otro, eran dados por muertos.
Tú, por otro lado, llevas enfermos para estar contigo –de los que todos esperaban que fueran sanados.
Tú callabas –cuando todos Te acusaban y burlaban y flagelaban.
Tú moriste en la cruz –cuando todos muy piadosamente celebraban su pascua.
Tú cargaste con la culpa –cuando todos lavaban sus manos en inocencia.
Tú resucitaste de la muerte –cuando todos pensaban que ahora todo había llegado a su fin.
¡Señor Jesús, te doy las gracias porque Tú eres así!”

Oh, si llegáramos a reconocer más la Verdad. ¡La Verdad es una persona, Jesucristo! Y la verdad es tan diferente de lo que nosotros creemos. Porque, amados, aún nos espera todo tipo de tribulación. Nosotros debemos “pasar por muchas dificultades para entrar en el reino de Dios” (Hch. 14:22). De ahí que nuestra actitud hacia las tribulaciones es decisiva. Aquí tenemos que aprender de Jesús.

Pensemos en los discípulos de Emaús. Ellos estaban llenos de dolor y destrozados por la terrible aflicción que había sobrevenido a su Señor. Él había muerto. Pero entonces, el Señor Jesús resucitado se acercó a estos discípulos tristes y explicó su aflicción con las palabras: “¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de entrar en Su gloria?" (Lc. 24:26).

Nosotros no tenemos la capacidad para ver y comprender estos vínculos entre aflicción y gloria. ¡Pero Jesús los veía! Él sabía que sería crucificado y que reconciliaría al mundo con Dios. Él sabía de Su terrible sufrimiento. Pero Él veía más allá de eso. “Por el gozo que Le esperaba” no se preocupó por la vergüenza y soportó la cruz (He. 12:2).

¡Oh, Jesús es tan diferente a nosotros! Él se comportó de manera tan distinta en sufrimiento y aflicción. Justo cuando Él más sufría, era que Él estaba más cercano a la gloria de Su resurrección victoriosa. Quien comprende esto, confiesa con Pablo: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia? […] Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Ro. 8:35,37). En las aflicciones somos unidos con Cristo (Ro. 8:17).

Dios nos guía a través del calor de las dificultades para que nuestra fe sea fortalecida y demuestre su eficacia –tal como el oro puro en el fuego. Porque nuestro Señor es “un refugio para el necesitado” (Is. 25:4). Él se revela a nosotros en la aflicción, y precisamente con eso, Él crea un impulso santo en nuestro corazón, que de otro modo no tenemos. “Señor, en la angustia te buscaron” (Is. 26:16). En el horno de fuego del sufrimiento, se quema todo letargo espiritual. Entonces ya no somos tan diferentes a Jesús, así llegamos a ser más como Él.

Justamente estas cosas –aflicción, miedo, aparente falta de respuesta a nuestras oraciones, que luego sí son respondidas– producen en nosotros un gozo superior. Estas no son cosas contra las que tenemos que luchar, sino que a través de Él somos más que vencedores en todas estas cosas. No a pesar de ellas, sino en medio de ellas. Pablo formuló esta verdad de manera tan maravillosa, tan gloriosa, cuando dijo: “Sobreabundo en gozo en todas nuestras tribulaciones” (2 Co. 7:4).

Nuestro gozo inquebrantable no se basa en algo pasajero, sino en el amor inalterable, imperecedero de Dios. Nuestras experiencias de vida, sean terribles o quizás monótonas, no tienen ningún poder para atacar el amor de Dios en Jesucristo. Al contrario: las mismas hacen que este amor maravilloso derramado en nosotros al mismo tiempo también siembre en nosotros Su gloria; porque después de todo, el amor de Dios es la naturaleza de Dios.

¡Oh, si comprendiéramos hoy el misterio de nuestra aflicción! Porque según Romanos 5:2-5, las dificultades abren nuestros ojos para un ciclo maravilloso: “Por quien [Cristo] también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.”

Justamente en nuestra aflicción, avanzamos paso a paso, en medio de la miseria y mezquindad de la existencia, “en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias” (2 Co. 6:4), y también en desilusiones y cuando ya no entendemos a nuestro Señor.

A fin de cuentas, cada creyente debe participar en lo que Jesús llegó a ser. Él, Dios mismo, se hizo ser humano. Y lo esencial de esta encarnación fue Su humillación, el vaciarse de Sí mismo, de Su gloria. Y eso también tiene que ser introducido en nuestra carne y sangre como realidad. Cristo debe tomar forma en nosotros.

Lo que más pesa en la balanza, en nuestro largo camino para el Señor, es la fidelidad, es decir, la entrega fiel y perseverante en lo invisible. Solamente podemos mantener íntegra nuestra vida espiritual, si miramos hacia Jesús. Los creyentes están destinados para algo muy grande, pero el camino hacia allí pasa por la aflicción, a menudo pasa “por abajo”, y eso significa lucha. En realidad, la lucha de la fe es la consolidación de la victoria de Jesús en medio de la aflicción. Por eso el Señor dijo: “Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas” (Lc. 21:19).

Que nos pueda quedar claro que Jesucristo para nosotros quizás haya sido el gran Desconocido, y que Él es tan diferente a nosotros. Pero para que podamos llegar a ser como Él, nos lleva a través de tribulación, a través de sufrimiento a la gloria, como lo dijo el apóstol Pablo: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co. 4:17-18).

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