El ecologismo contra el conocimiento de Dios: ¿podemos salvar el medioambiente? - Parte 2

Johannes Pflaum

“No tuvisteis respeto al que lo hizo” (Is. 22:11). Una mirada crítica al ecologismo.

Vivimos hoy en el período posterior al segundo gran cambio climático en la Tierra, provocado por el pecado de los hombres, aunque la Biblia predice un tercer gran cambio climático positivo. Este fenómeno no se alcanzará por la implementación de la política verde, ni por una convención sobre el cambio climático, sino por el regreso de Jesucristo. Vendrá acompañado de poderosas transformaciones cósmicas y topográficas (compárese con Zacarías 14:4-5; Mateo 24:29; Lucas 21:25-27; Apocalipsis 6; 7; 8; 16).

Después de ese tercer gran cambio climático, todavía existirán el verano y el invierno (Zacarías 14:8), pero no con las grandes diferencias de temperatura con que se los conocen hoy. Isaías 30:26 dice que el sol y la luna brillarán siete veces más que en la actualidad –algunos lo interpretan como una metáfora, haciendo referencia a Isaías 60:19-20, pero no hemos encontrado nada que lo indique–.

Es interesante cómo esta intensificación de la luz no provocará ninguna sequía ni otra circunstancia hostil. Por el contrario, el mar Muerto sanará por completo y será rico en peces. En el valle del Jordán habrá árboles que llevarán fruto doce veces por año (Ezequiel 47:7-12). El desierto florecerá y gozará de una fertilidad como nunca la tuvo (Isaías 35:1-2; 51:3; 55:12-13). Todos los problemas climáticos habrán sido solucionados. A pesar de la intensidad de la radiación solar, los hombres volverán a alcanzar la esperanza de vida antediluviana (Isaías 65:20-22).

Este gran cambio climático del reino milenario será precedido por el juicio sobre las naciones (Joel 3:11-13; Mateo 25:31-46; Apocalipsis 20:4) y la reclusión de Satanás en el abismo (Apocalipsis 20:3, 7).

Después del tercer gran cambio climático, junto al relacionado establecimiento del reino mesiánico, vendrá el juicio final (Apocalipsis 20:11-15), y luego la creación de un nuevo cielo y una nueva tierra, unidos entre sí (Apocalipsis 21-22). En esta nueva creación, otra vez todas las cosas cambiarán por completo.

Con esto, vemos cómo la Sagrada Escritura nos habla de tres cambios climáticos incisivos en nuestro planeta. Los dos primeros (pecado original y gran diluvio) pertenecen al pasado, pero el tercero (regreso de Jesús y reino milenario) están por delante. Estos tres eventos trascendentales se relacionan con el pecado del hombre y con los planes de juicio y de salvación por parte de Dios.

Vivimos después del gran diluvio y antes del regreso de Jesús. La promesa de Génesis 8:22 es de total validez para nuestro tiempo, dándonos paz en medio de los escenarios catastróficos de la actualidad. Esto no significa que no puedan haber variaciones o cambios climáticos en el transcurso del tiempo, pero todos ellos permanecerán bajo el control de Dios y dentro de los límites de “la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, y el día y la noche” (Gn. 8:22).

Antes del retorno de Jesucristo y en el tiempo de este, los elementos de la naturaleza serán sacudidos. Habrán terremotos en el aire, la tierra y el mar (compárese con Sofonías 1:14-17; Mateo 24:7; Apocalipsis 6:14; 16:18), catástrofes naturales (Apocalipsis 8:6-13), fenómenos cósmicos donde colapsarán las estrellas, se oscurecerá el sol y el aumento de la radiación solar traerá sus consecuencias (Joel 2:2; Sofonías 1:15; Zacarías 14:6-7; Mateo 24:29; Apocalipsis 6:12-14; 16:8-9).

En primer lugar, se trata de los “dolores de parto” que la naturaleza sufre antes de la revolucionaria transformación que obrará el Señor Jesucristo en su venida (Mateo 24:8). Y tal como sucede con las contracciones uterinas, la intensidad va en aumento. En segundo lugar, todo está relacionado con el gemir de la creación, la que espera su redención, como lo describe Romanos 8:22-24. En tercer lugar, estas conmociones están vinculadas con el pecado del hombre –el libro de Apocalipsis lo muestra de manera clara–. Y en cuarto lugar, refieren al juicio de Dios sobre la humanidad. En Apocalipsis, podemos ver que todos estos acontecimientos tienen su origen en el trono de Dios.

Cuando la Sagrada Escritura habla del sacudimiento de las fuerzas naturales antes del retorno de Jesús, también describe el pavor que la humanidad sentirá ante estos hechos: “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas” (Lc. 21:25-26).

Ocurrirán fenómenos y conmociones que estarán más allá de la agenda climática: “Y se airaron las naciones, y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra” (Ap. 11:18). Esta última expresión nos hace pensar justamente en la contaminación del medioambiente. El hombre sin Dios tiraniza por un lado la creación y, por otro, la idolatra. Sin embargo, como seguidores de Jesús, debemos demostrar un trato cuidadoso con la creación caída y con todo lo que Dios nos ha encomendado. La creación nos fue dada para un uso responsable, a pesar de conocer su carácter transitorio.

Pero cuando la Escritura habla de destruir la tierra, se refiere a otro asunto. Primera Timoteo 6:5 usa el mismo término para describir a los hombres que tendrán el entendimiento corrompido o destruido, una mente corrupta que está privada de la verdad. Este también es el contexto del libro de Apocalipsis: los hombres no se arrepienten de sus pecados, su idolatría, su inmoralidad, sus hechicerías, asesinatos y hurtos (Apocalipsis 9:21), destruyendo la tierra a causa de esto. El pastor y autor cristiano F. Grünzweig observó al respecto: “El Antiguo Testamento en su conjunto sostiene que destruir la tierra significa deshonrarla por la idolatría, por no considerar al Dios vivo. Con su rebelión e independencia y con su autodestrucción, el hombre contaminó la tierra y la cargó de maldición (compárese con Génesis 6:11, 13; Ezequiel 7:23; 12:19)”.

El profeta Oseas muestra en el capítulo 4:1-3 de su libro una relación directa entre el pecado, la creación y las bestias: “[…] no hay verdad, ni misericordia, ni conocimiento de Dios en la tierra. Perjurar, mentir, matar, hurtar y adulterar prevalecen, y homicidio tras homicidio se suceden. Por lo cual se enlutará la tierra, y se extenuará todo morador de ella, con las bestias del campo y las aves del cielo; y aun los peces del mar morirán”. El responsable aquí es el ser humano, la corona de la creación, en su relación con su Creador. Por ejemplo, para el Israel del Antiguo Testamento, las sequías y las plagas estaban relacionadas con el pecado y el juicio de Dios. Pensemos tan solo en el agostamiento que hubo en la época de Elías y del rey Acab (1 Reyes 17), como también en la invasión de langostas descrita en el libro de Joel.

Una vez más quisiera subrayar que el verdadero conocimiento de Dios lleva también a un comportamiento responsable con su creación, pero este trato nunca se convertirá en un endiosamiento de la obra de Dios, de manera que el animal y la naturaleza compartan un mismo nivel con el hombre o que incluso esté encima de él. Pensamos, por ejemplo, en la escandalosa contradicción que existe entre la protección de animales y la legalización del aborto en nuestras sociedades. En Levítico 18:27-28, Dios, el Creador y Sustentador, dice algo notable: “[…] (porque todas estas abominaciones hicieron los hombres de aquella tierra que fueron antes de vosotros, y la tierra fue contaminada); no sea que la tierra os vomite por haberla contaminado, como vomitó a la nación que la habitó antes de vosotros”.

El hombre que se encuentra separado de Dios no podrá resolver los problemas ecológicos, a pesar de sus sinceros esfuerzos e intenciones. Existe una relación inquebrantable entre el vínculo que tiene el hombre con su Creador y el pecado que comete. Por eso, en lugar de disminuir, aumentarán las catástrofes ambientales. Sabemos, por ejemplo, de los poderosos terremotos que ocurrirán antes del regreso de Jesús.

En cuanto a un estilo de vida ecológico, es absolutamente bíblico propagar y defender una vida sana y una alimentación equilibrada. Además, no hay duda de que es de mucha ayuda seguir el consejo médico, si la enfermedad lo demanda, pero los cristianos no deberían juzgarse mutuamente por la manera en que abordan sus problemas de salud. A esto se aplica lo que Pablo escribió a los romanos, corintios y colosenses acerca de los alimentos.

Pero hay un fenómeno que observamos con preocupación: también entre los cristianos fundamentalistas está ganando terreno una ideología seudorreligiosa de alimentación ecológica. Se invierte muchísimo tiempo y energía en ello, mientras que otras cuestiones de gran importancia para la vida personal y el servicio a Cristo pasan a segundo plano.

El Antiguo Testamento posee leyes dietéticas que, por ejemplo, declaran impura la ingesta de carne porcina. Sin duda alguna, podemos reconocer la sabiduría del Creador detrás de esta y muchas otras normas higiénicas que no solo conciernen a la alimentación. Esta sabiduría es hoy confirmada por la investigación científica.

Tiene mucho sentido hacer caso al médico cuando desaconseja comer ciertos tipos de carne u otros alimentos, en especial cuando se tratan de enfermedades graves como la diabetes, el cáncer u otras patologías. Pero en general debemos subrayar que el Señor Jesús –por quien todo fue hecho y quien es conocedor de los contextos y las causas de las cosas– permitió de manera explícita en el Nuevo Testamento la ingesta de alimentos impuros.

En Marcos 7:18-23 dice:
¿También vosotros estáis así sin entendimiento? ¿No entendéis que todo lo de fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina? Esto decía, haciendo limpios todos los alimentos. Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre.

Este pasaje bíblico marca el camino que debemos transitar frente a las tribus gastronómicas actuales, entre otras, el veganismo. Mientras que el hombre moderno prioriza en su agenda la alimentación saludable, las conductas graves ante los ojos de Dios se consideran normales y tolerables.

Una vez más, quiero reafirmar que una alimentación sana es algo bueno. La Palabra de Dios también lo ve así y considera pecado la glotonería y el abuso de alcohol, pero cuando escucho a algunos cristianos enfatizar la importancia de los mandamientos dietéticos del Antiguo Testamento, les digo que Jesús, como Creador, nos dio libertad de comer todos los alimentos. Cristo demostró tener prioridades distintas a las actuales. Por supuesto que una alimentación sana contribuye a una buena salud, pero a pesar de esto es importante estar conscientes de que, desde que el hombre cayó en pecado, todas las cosas están bajo la sombra de la muerte y la transitoriedad. En ningún lugar en la Escritura se promete a los cristianos una vida sin enfermedades. Cuando entendemos esto, todas las cosas se colocan en su justo lugar. Lo dicho por Pablo acerca del deporte es aplicable también a la alimentación: “[…] el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesas de esta vida presente, y de la venidera” (1 Ti. 4:8).

Lo que podemos leer en el Nuevo Testamento acerca de las normas dietéticas y otras cuestiones relacionadas, hace referencia en primer lugar al judaísmo, al gnosticismo y a otras doctrinas de aquel entonces. Pero cuando observamos el actual culto a la alimentación y sus filosofías intrínsecas, constatamos lo actual y atemporal que resulta la Palabra de Dios. Pues 1 Timoteo 4:1-5 contiene una clara advertencia para nosotros hoy:

Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia, prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participasen de ellos los creyentes y los que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias; porque por la palabra de Dios y por la oración es santificado.

Apliquemos estos principios bíblicos fundamentales a nuestros días: no debería ser esencial para nosotros como cristianos la cuestión de si usamos harina orgánica o de otro tipo –cada cual elige el producto dentro de sus posibilidades–, pero lo que sí es importante es que actuemos por fe, creyendo que nuestro alimento está siendo santificado por la Palabra de Dios a través de la oración. ¿O nuestras oraciones en la mesa son simples palabrerías?

Por supuesto, no comeremos nada que produzca serios daños a la salud. Tampoco nos parece bien el uso de la carne cultivada, por motivos éticos. En cuanto a los alimentos transgénicos, no me asombraría que se constate en el futuro su efecto nocivo para la salud. Ni los logros científicos, ni tampoco una vida sana y natural podrán romper la maldición de la muerte y de la transitoriedad que el pecado ha traído sobre el hombre.

En Europa occidental, nunca han sido tan rígidos en controlar los alimentos como hoy, pero por encima de todo esto, está lo que realmente importa: nuestra fe en la soberanía y el poder absoluto de Dios, quien nos concede la bendición de orar por los alimentos. En este sentido, podemos tomar las palabras de Pablo acerca de las riquezas y aplicarlas a la alimentación, agradeciendo al “Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Ti. 6:17);“Por tanto, nadie os juzgue en comida o bebida, o en cuanto a día de fiesta, luna nueva o días de reposo” (Col. 2:16). Si alguien decide renunciar al consumo de carne, está en la libertad de hacerlo y de elegir una opción de manera personal, pero cuidémonos de no ser contaminados por el misticismo ecológico que se expande como niebla en nuestros días. Es muy trágico cuando le hacen sentir a uno culpable por comer agradecido un plato con carne, dándole más importancia a las emisiones digestivas del ganado que a la matanza de seres humanos no nacidos. Un pedagogo social, al observar el aumento del veganismo, señaló el pensamiento religioso y filosófico que está detrás: “Por la renuncia al consumo de carne, pescado y otros alimentos de fuente animal, el hombre quiere contribuir al mejoramiento del mundo y de la humanidad”. Se trata, en el fondo, de una tentativa de la humanidad caída por salvarse a sí misma.

Resulta normal que el justo trate mejor a su animal que el no creyente (Proverbios 12:10), pero a pesar de esto el orden de la creación permanece, según el cual los animales están sometidos al hombre, siendo liberados para el consumo luego del gran diluvio, como fue establecido por Dios: “Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: no manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (Col. 2:20-23).

Por encima de todas las libertades que la Palabra de Dios nos da con respecto a los alimentos, se encuentra este principio: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31).

El trato responsable de un discípulo de Jesús con la creación no nace del ecologismo, sino del temor de Dios y del agradecimiento que tenga frente a su Creador, sabiendo que esta Tierra será deshecha. Esto implica también la convicción de que el Dios vivo está actuando sobre la creación y el clima, según Sus propósitos. Todo existe en Él. Por lo tanto, la prioridad la tienen los asuntos espirituales y eternos. Es importante que tengamos un orden correcto de prioridades. Como nos muestra la Biblia, la causa de los crecientes problemas y catástrofes medioambientales es el pecado. Esta creación fue sometida a la muerte y a la transitoriedad. Nada ni nadie puede cambiar esto, tampoco el ecologismo. Por esta razón, una humanidad que excluye a Dios, negando que creó el universo y que participa activamente en los acontecimientos de la Tierra, no podrá resolver sus problemas. Pero los que creemos en Jesús, tenemos una gran esperanza para esta Tierra que está fundada en la Biblia. Esta esperanza no se basa en un acuerdo mundial para impedir el cambio climático, sino en el regreso de Jesús. Él abordará la raíz del problema –el pecado y Satanás– y resolverá todos los problemas ambientales que hayan caído sobre la humanidad caída como resultado de su enemistad con Dios.

Nunca olvidemos: lo más importante aún está por llegar (Apocalipsis 21:1-5). “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3:13).

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