El altar del holocausto y la cruz de Cristo

Samuel Rindlisbacher

El altar del holocausto es una imagen profética de la obra de salvación de Jesucristo. ¿Por qué razón y qué significado tiene esto para nuestras vidas?

Los hombres de nuestros días se afligen con una plétora de problemas. El miedo domina los pensamientos de muchos. Sin embargo, ¿qué sucede con el verdadero problema, el pecado? ¿Hasta dónde puedo llegar con una conciencia perturbada, desgarrada y agobiada? ¿O será que estamos equivocados? ¿Existirá el pecado tan solo en el imaginario de algunos fanáticos religiosos? ¿Acaso es un concepto anticuado de una Iglesia en vías de extinción? ¿Nos habremos dejado engañar sobre su existencia? ¿No sería mejor hablar de una conducta errónea y contraria a las normas sociales?

El problema del pecado
Hoy día ya no se habla del pecado. Hacerlo implica recurrir a una temática del todo anticuada y caer en un acto de ingenuidad ante una sociedad intelectual. Incluso la palabra pecado está desapareciendo del léxico de los círculos cristianos. Sin embargo, nos guste o no, Dios no ha cambiado–para Él este concepto no ha mudado. El profeta Daniel confiesa: «Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas» (Dn. 9:5).

El pecado es el verdadero problema de la humanidad, pues nos separa de Dios. Empero, el Señor nos muestra una salida: la cruz del Gólgota. El altar del holocausto que se encontraba en el Tabernáculo era una prefiguración de la cruz. A través de este, Dios mostró cómo resolvería nuestro problema: por medio del sacrificio y la sangre derramada–pues, como dice Hebreos 9:22: «casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión».

Durante el tiempo en que Israel peregrinó por el desierto, todo aquel que cometiera pecado debía ir al Tabernáculo y sacrificar a la mejor oveja de su redil, con el fin de que su sangre fuera derramada; de esa manera se obtenía la reconciliación. No importaba cuál era su condición: empleado, jefe, intelectual o ignorante, cada uno, sin excepción, debía ir al Tabernáculo con su mejor oveja. No podía llevar a un animal perniquebrado, lisiado o con el más mínimo defecto. Después de lavar al animal, se le colocaba una cuerda alrededor del cuello y se lo paseaba por todo el campamento de Israel, pasando, hasta llegar al Tabernáculo, delante de los familiares, amigos, compañeros y “queridos” vecinos de su dueño. Todos podían ver que aquel que caminaba junto a la oveja había pecado.

Tal exposición era humillante, todos clavaban sus miradas en el pecador. Sin embargo, era sanador, pues se trataba del camino que todos debían recorrer si pretendían recibir el perdón. Nadie podía señalar con el dedo, pues tal vez le tocase al siguiente día. De igual manera ocurre hoy, hay una sola salida: el Gólgota. Tan solo por la muerte de Jesucristo en la cruz es posible hallar el perdón.

El pecador que mencionábamos sigue el camino por las angostas sendas del campamento profundamente avergonzado. Mira hacia abajo con la esperanza de ser visto por unos pocos. Quiere regresar a su hogar, pero sus pecados no lo sueltan, sino que lo oprimen demasiado, le roban la calma, hurgan en su interior y le niegan la paz. Piensa una y otra vez en darse la vuelta. No le gusta ser infamado, menos por las miradas de sus vecinos. A pesar de ello, si quiere recuperar la paz en su corazón, debe ir al Tabernáculo.

¿No será este nuestro problema? El ser humano quiere hallar la paz, el perdón y la calma para su conciencia, pero evita la cruz del Gólgota. Algunos se encierran en su trabajo, otros buscan relajarse a través de la música o el yoga. Sin embargo, por la noche recurren a las pastillas para dormir, pues no son capaces de conciliar el sueño, y durante el fin de semana buscan ocupar sus mentes con varios eventos consecutivos. Incluso los deportes y pasatiempos se vuelven más extremos y demenciales, y por si no fuese suficiente, las drogas siempre están al alcance de la mano. En síntesis, la posibilidad de obtener la paz verdadera no es tomada en serio: Cristo es la única respuesta a nuestra perdición.

Un juicio justo
El altar del holocausto era el lugar donde todo israelita podía acudir con su pecado. Aun el mayor delincuente encontraría allí un juicio justo. Es así que la Biblia nos cuenta acerca de un revolucionario que tuvo el afán de destituir al Gobierno. Sin embargo, al conocerse sus planes, tuvo que huir.

Mas Adonías, temiendo de la presencia de Salomón, se levantó y se fue, y se asió de los cuernos del altar. Y se lo hicieron saber a Salomón, diciendo: He aquí que Adonías tiene miedo del rey Salomón, pues se ha asido de los cuernos del altar, diciendo: Júreme hoy el rey Salomón que no matará a espada a su siervo. Y Salomón dijo: Si él fuere hombre de bien, ni uno de sus cabellos caerá en tierra; mas si se hallare mal en él, morirá. (1 Reyes 1:50-52).

Adonías sabía que en el altar tendría la garantía de un juicio justo. De igual manera sucede hoy: el remedio para nuestra conciencia atribulada, la culpa y el pecado está en la cruz del Gólgota. ¡Aquí Dios perdona los pecados!

Esta era la motivación de aquel que, camino al Tabernáculo, llevaba a su animal para el sacrificio; quería estar bien con Dios. Cuando llegaba, colocaba sus manos en la cabeza del animal, como símbolo de que esa oveja cargaría sobre ella todos sus pecados. Luego tomaba el cuchillo y le abría la arteria carótida–el animal moría en lugar del pecador arrepentido.

Éxodo 12 describe un acto similar. También aquí tuvo que morir un cordero para salvar vidas humanas: Hablad a toda la congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las familias de los padres, un cordero por familia […]. El animal será sin defecto, macho de un año; lo tomaréis de las ovejas o de las cabras. Y lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes. Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer […]. Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis 
juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto. (Éx. 12:3, 5-7, 12-13).

En toda casa donde la sangre de un cordero sacrificado pintaba el dintel de su puerta, las vidas humanas fueron salvadas. Empero, aquellos que optaron por desatender la orden de Dios, lamentaron, a la mañana siguiente, la pérdida de un ser querido.

El pecador sabía que el cordero tenía que morir para recibir el perdón de sus pecados. De esta manera, este animal señala proféticamente a Jesucristo, de quien Juan el Bautista dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29).

Los judíos de aquel tiempo comprendían muy bien esta imagen, pues en el Templo de Jerusalén se inmolaban corderos a diario. Cuando Juan el Bautista denominó a Jesucristo como el «Cordero de Dios», quedó claro que Él era el sacrificio definitivo, el cumplimiento de las promesas y profecías del Antiguo Testamento. Él era el holocausto que Dios aceptaría, el que haría innecesario cualquier otro sacrificio. La carta a los Hebreos lo dice de esta manera: […] no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? (He. 9:12-14).

El bronce del juicio
Volvamos al hombre en el Tabernáculo. Una vez puesta sus manos sobre la cabeza del animal, despierta en la realidad de que es él quien merece la muerte por sus pecados. Con la voz entrecortada comienza a hablar de sus desaciertos: las mentiras, los pensamientos impuros, el odio en su corazón, el robo, la infidelidad y el rencor. Todo es transferido simbólicamente al ino­cente animal, quien al morir se convierte en una imagen profética de Jesucristo. Así, pues, mis pecados son la causa de la muerte de Cristo.

Existen dos hechos que revelan de manera terrible y profunda el sufrimiento que Cristo tuvo que pasar al morir en la cruz: la manera en que se hizo el altar del holocausto y la forma en que se quemaba el sacrificio. El altar estaba hecho de madera de acacia y cubierto por chapas de bronce. Su forma era cuadrada, cinco codos de ancho y cinco codos de largo, con tres codos de altura (un codo común medía unos 50 cm). Dentro del altar, a media altura, había una parrilla de bronce donde se colocaba al animal del sacrificio para ser quemado. Para producir una mayor temperatura, el altar se encontraba elevado, con el fin de facilitar una mejor circulación de aire.

Todo esto hace referencia a la dureza y brutalidad de la muerte en la cruz, donde Jesucristo quitó el pecado del mundo. No hay nada romántico en ello, sino tan solo el duro bronce ardiendo al rojo vivo entre las llamas (imagen de juicio), las cuales queman todo lo que tocan. Es en el altar del holocausto donde es revelada la ira santa y justa de Dios por el pecado. Sin embargo, no podemos olvidar que somos nosotros quienes merecíamos recibir esta ira divina.

La madera de la humanidad
La madera representa a la humanidad de Jesucristo. Él fue completamente hombre, sabía bien lo que significaba el cansancio, el hambre, la sed, la alegría y el dolor. Aunque, como dice la Biblia, fue sin pecado (Hebreos 4:15). Como la madera del altar estaba cubierta con bronce, no se quemaba, sino que tan solo ardía la leña colocada sobre la parrilla para quemar el holocausto, de la cual quedaba tan solo un montón de cenizas. Esto nos muestra la situación del Señor Jesucristo en la cruz.

[…] no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. (Is. 53:2-3).

El diablo jugaba su juego infernal y el pecado se desataba con poder:

Me han rodeado muchos toros; fuertes toros de Basán me han cercado. Abrieron sobre mí su boca como león rapaz y rugiente. He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron. Mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. (Sal. 22:12-14).

Incluso el sol, junto a toda la creación, no pudo presenciar cómo Jesucristo, el Hijo de Dios, era de tal manera deformado y expuesto públicamente, haciéndose pecado. Leemos en Lucas 23:44-45: “Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena, y el sol se oscureció […]”. Con todo, nunca podremos comprender con profundidad el alcance de este acontecimiento. Esto también podemos verlo en el altar del holocausto. La parrilla en la que se quemaba el animal del sacrificio se encontraba exactamente en medio del altar, quedando fuera de las miradas curiosas de aquellos que se encontraban alrededor. El cordero estaba solo, expuesto al ardiente fuego de la ira de Dios.

Con el acontecimiento en el Gólgota, Dios resuelve a Su manera el problema de nuestro pecado. Su propio Hijo toma sobre Él el pecado y paga, como Cordero de Dios, por los pecados de este mundo, haciendo posible la paz entre Dios y los hombres.

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