Del Pesebre a la Cruz

Thomas Lieth

En el tiempo de Herodes, tras el anuncio del profeta Malaquías, nació Juan el Bautista y Aquel de quien habla todo el Antiguo Testamento, nuestro Salvador Jesucristo. Satanás, al igual que había intentado, por medio del faraón, impedir el nacimiento de Israel, dando el monarca la orden de matar a los niños varones del pueblo hebreo, así también instigó a Herodes a asesinar a los niños de Belén con el fin de impedir la llegada del Mesías y su Reino. Sin embargo, como en aquel entonces, su plan fracasó.

Existe otra analogía interesante entre Israel y el Señor Jesús: María y José tuvieron que huir con el niño Jesús a Egipto, así que ambos, tanto el pueblo de Israel como el Mesías prometido, vinieron a Israel desde esta nación (Oseas 11:1; Mateo 2:13-15).

El silencio de Dios había cesado. El ángel Gabriel fue enviado a anunciar el nacimiento de Juan y, un poco más tarde, el de Jesús.

¡Qué gran acontecimiento! Dios había hablado luego de 400 años de silencio, un largo período donde los hebreos fueron expatriados y sufrieron la esclavitud durante cientos de años, donde Jerusalén fue destruida y quemada por los pueblos paganos, donde el Templo –el lugar donde Dios moraba entre Su pueblo– fue profanado, saqueado y menospreciado, un tiempo de guerras civiles e idolatría, entre muchas otras cosas. Ciertamente, fue un tiempo muy celebrado por el diablo. Y permítanme decir lo siguiente: deben haber corrido lágrimas por el rostro de Dios al ver cómo el pueblo elegido transitaba por estos caminos.

Dios había hablado, ¿qué sucedió entonces? ¡Hubo júbilo en el Cielo y satanás se horrorizó! Primero nació Juan, el mensajero de Dios. Luego, Dios mismo vino al mundo en la persona de su Hijo para dar luz y revelación a los gentiles y gloria a su pueblo Israel (Lucas 2:25-32). ¡Había llegado por fin la simiente de Abraham, por la cual todas las naciones serían salvas! Dios cumplía, luego de 2,000 años, la promesa dada al patriarca. Él llega a su meta y no hay resistencia o contratiempo que lo impida (Gálatas 4:4; Isaías 7:14; Hechos 10:38).

Jesús, el Ungido de Dios, el Mesías de su pueblo Israel, el Salvador y Redentor de todo el mundo, llegó en una época donde el pueblo judío se encontraba subyugado por Roma. En aquel tiempo había una gran expectativa mesiánica entre los judíos. Esperaban a su Mesías, su Rey, quien los libraría del poder romano. Este vendría para ser glorificado en Israel y librarlos de sus pecados (Mateo 1:21; Lucas 1:31-33).

Intentemos ponernos en el lugar de los judíos de aquella época.

¿Por qué rechazaron a Jesús como su Mesías? Por supuesto, una de las razones es espiritual: este hecho debía darse como parte de la historia de Dios con la humanidad. Gracias a este rechazo, los gentiles recibimos el Evangelio. Sin embargo, también es cierto que Dios hizo al hombre con libre albedrío. Cada judío, aun Judas Iscariote, tuvo y tiene la libertad de aceptar a Jesús como su Mesías. ¿Por qué tan solo lo hizo una pequeña parte del pueblo judío?

Imaginemos la situación de los líderes religiosos perteneciente a los fariseos, sacerdotes y escribas. Eran hombres que no solo creían en Dios, sino que además conocían muy bien las Escrituras. Estaban familiarizados con la enseñanza concerniente a la venida del Mesías, pues todo el Antiguo Testamento, en especial los profetas, estaba lleno de afirmaciones al respecto. Por lo tanto, lo esperaban, por lo menos en teoría. Y justo en ese detalle se encuentra el punto crítico, el cual afecta también a los teólogos y líderes religiosos de nuestros días–pues si le preguntáramos a un teólogo moderno si cree posible que Jesús volviese ese mismo día, no me asombraría que la respuesta fuese: “En teoría sí, pero no creo que esto acontezca realmente”. El actual cristianismo liberal ha cambiado la pregunta ¿cuándo volverá? por otra interrogante, ¿volverá?; muchos atribuyen un aspecto simbólico al retorno de Jesús, abandonando la idea de que se trate de un acontecimiento verídico en el futuro.

Tal vez algo similar les ocurría a los fariseos. En teoría, y de acuerdo con sus Escrituras, esperaban al Mesías, aunque, en sus vidas prácticas, no estaban preparados para recibirlo.

¿Por qué no estaban listos para su venida? Es que, a pesar de todo, les iba bien. Quizá nos asombra escuchar esto de un país ocupado y subyugado por Roma. Sin embargo, no tenían motivos para quejarse. Poseían libertad religiosa e incluso contaban con su propia jurisdicción para los ámbitos religiosos. Juan 11:48 nos muestra claramente cómo los sacerdotes tenían el control sobre el Templo y el pueblo: “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”. Los romanos acostumbraban dejar las decisiones en manos de sus vasallos, de manera que los sacerdotes contaban con una autoridad considerable sobre el pueblo.

Hoy, luego de 2,000 años, vemos en el cristianismo institucional de Occidente un claro paralelismo con los fariseos de aquel entonces. A los cristianos de estas latitudes nos va bien, tenemos muchas comodidades, gozamos de libertad religiosa, no siendo este un tema de preocupación. Eso sí, si alguien debe temer a que coarten su libertad de expresión es precisamente aquel que anuncia con claridad las enseñanzas bíblicas acerca del Cielo, el infierno y el juicio divino, que predica un único camino de salvación por la fe en Cristo, que anuncia su pronto retorno y alerta sobre el juicio a las naciones. Empero, el sistema eclesiástico oficial no tiene nada qué temer.

En la época de Jesús, los sacerdotes eran quienes interpretaban las Escrituras, daban moralidad a las cosas y determinaban qué era conforme a la ley de Dios. La presencia de un Mesías era motivo de molestia y una amenaza a su poder: ya no podrían juzgar al pueblo, sino que, por el contrario, ellos mismos debían someterse a juicio, permitiendo que otro tuviese autoridad sobre ellos y les enseñara las Escrituras, tal como Jesús lo hacía. Esta era la razón por la cual Jesús de Nazaret incomodaba tanto a los sacerdotes, fariseos y escribas de aquel entonces. De igual manera, estoy seguro que muchos de nuestros teólogos y líderes religiosos quedarían horrorizados si Jesús apareciera de repente a la puerta de sus iglesias.

Europa occidental sufre una decadencia espiritual, mientras los cristianos vivimos en la abundancia material. ¿Por qué anhelaríamos entonces el regreso de Jesús? También hoy hay líderes religiosos que buscan poder y beneficio propio. Participan en los debates políticos o en los proyectos sociales, pero olvidan lo esencial: anunciar el Evangelio y predicar con claridad la Biblia, sin acomodarse al mundo. Dejan de lado las palabras de Jesús: “Nadie viene al Padre, sino por mí” y las reemplazan por tolerancia, liberalismo y humanismo, para no importunar a nadie.

Sin embargo, si el Señor Jesús viniese ahora, importunaría, sin duda, a nuestros líderes religiosos–ya no serían ellos los que decidirían qué debe hacerse, sino que les tocaría sentarse en el banco de los acusados. Seamos sinceros: son pocos los que realmente desean el retorno de Jesús, siendo este el motivo por el que se enseña que no hay tal cosa. El deseo es el padre del pensamiento.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿en verdad los fariseos, los sacerdotes y los escribas no reconocieron al Mesías o, a sabiendas, lo llevaron hasta la cruz para que no los importunara, de la misma manera que importunaría a muchos en la actualidad? No creo que haya sido así, sin embargo, me resulta demasiado sencillo afirmar que no se dieron cuenta de que Jesús, quien hizo exactamente todo lo que las Escrituras decían acerca del Mesías, era el Hijo de Dios.

Hubo muchos judíos que depositaron su fe en Jesús, pero ¿por qué no lo hicieron aquellos que escudriñaban a diario las Escrituras? A pesar de algunas excepciones, la mayoría de ellos lo rechazaron. Pienso que, por un lado, los religiosos se dieron cuenta de que se trataba del Mesías, aunque ellos mismos cerraron sus ojos ante esta verdad. Se aferraban a su propia justicia y estaban enceguecidos por un legalismo extremo. Atendían a sus propios deseos egoístas, queriendo mantener su poder y el control sobre los demás a través de sus propios preceptos. Fue así que negaron lo esencial: la presencia del Mesías. Tenían velados los ojos, por lo que no eran capaces de recibirlo. También el actual cristianismo institucionalizado ha perdido en Europa el enfoque hacia lo esencial: el mensaje de la cruz, las buenas nuevas del Evangelio y la esperanza en el retorno de Jesucristo–por el contrario, se ocupa más bien de cuestiones de ganancia, poder e influencia política y social.

A pesar de que, en aquel entonces, los religiosos habían visto al Mesías, lo rechazaron, pues esperaban a un Mesías diferente, a un libertador y héroe político. Jesús de Nazaret no correspondía con esta imagen. El mesías que ellos mismos se habían ideado no coincidía con este hombre.

¿No es igual en la actualidad? Mucha gente se ha construido a su propio Dios. Hablan acerca de un “buen Dios” que todo lo perdona, que a nadie castiga y a todos salva. Un Dios permisivo que actúa tan solo para cumplir nuestros deseos. Es como si fuese un dispensador de golosinas, sin vida, que nos ofrece algo rico por una moneda. Así, pues, cada uno idealiza a su Dios, pero casi siempre está lejos de parecerse al Dios de las Santas Escrituras. Muchos se han asustado al darse cuenta de que Dios no es como lo imaginaban o deseaban que fuera. La gente tenía, en la época de Jesús, una idea equivocada del Mesías, al igual que hoy las personas tienen una idea equivocada de Dios. Las consecuencias de aquel entonces deberían servirnos de advertencia. Jesús dijo en la cruz del Gólgota: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Estas palabras dan en el clavo. No sabían lo que hacían. Estaban confundidos y ambivalentes: por un lado, veían a Jesús actuando con la autoridad espiritual del Mesías prometido, pero por otro lado se habían construido una imagen muy diferente del Mesías: uno que les traería la paz eterna, los libraría de la servidumbre de Roma y juzgaría a sus opresores (Isaías 9:7; Jeremías 30:20).

Sin embargo, Jesús no hizo estas cosas, por lo menos no de la manera en que ellos esperaban que las hiciera. ¿Cuál era el error en su manera de pensar?, ¿por qué no se terminaban de convencer ante el Mesías verdadero?

En Hechos 13:27 (lbla) leemos: “Pues los que habitan en Jerusalén y sus gobernantes, sin reconocerle a Él ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, cumplieron estas escrituras condenándole”.

El reino eterno y la paz eterna, profetizados en Isaías 9, y el castigo de los opresores de Jeremías 30:20, son eventos del futuro (Apocalipsis 19:15-16). Sin embargo, los judíos esperaban que estas cosas sucedieran en su época. No entendían los procesos de la historia de la salvación, a pesar de que sus Escrituras hablaban de ello. Solo se quedaron con aquello que les era de su agrado y servía a su situación: un Mesías que llevaría la paz a su pueblo, que los liberaría y castigaría a sus enemigos para, finalmente, establecer un reino de paz entre ellos.

Empero, no atendieron al Mesías sufriente: el simple hecho de oír acerca del Cordero llevado al matadero les resultaba desagradable–preferían omitir Isaías 53.

Esto debería servirnos de advertencia. Debemos tener cuidado en no sacar de contexto los pasajes bíblicos ni elegirlos según nuestro propio gusto, agrado o aceptación en nuestro tiempo, pues es fácil que este tipo de conductas nos lleven a cometer graves equivocaciones. La mayoría de las sectas y falsas doctrinas en las iglesias caen precisamente en este error: sacan la Biblia de su contexto, ponen el énfasis en cualquier afirmación bíblica y omiten el resto. De esta manera, construyen su propio evangelio y se apoyan tan solo en medias verdades. Una verdad a medias es siempre una mentira completa, pues ese “evangelio” no coincide con la verdad.

Gracias a Dios, a pesar de que la mayoría de los judíos religiosos no aceptaron al Señor de gloria, muchos de este pueblo recibieron a Jesús como su Mesías, pues no se acercaron a Él a través de su teología dogmática, sino que se dejaron convencer por sus palabras y hechos. También algunos líderes religiosos creyeron en Jesús, reconociendo que era el Mesías anunciado por los profetas (Hechos 15:5). Empero, el pueblo de Israel volvió a negar a Dios, rechazando a su Hijo e instigando a que fuera burlado y crucificado.

La crucifixión debe haber sido un momento fantástico para satanás. Parecía encontrarse muy cerca de la victoria. No había podido impedir que Abraham y Sara tuvieran un hijo, tampoco que desde allí se formara el pueblo de Dios, los judíos. No pudo prevenir que el Mesías, descendiente de la bendita línea de Abraham, Isaac, Jacob, Judá y David fuera concebido por el Espíritu Santo y naciera en la Tierra Prometida a través de una virgen. Satanás no pudo hacer que Jesús cayera en la tentación ni evitar que hiciera milagros conforme a la voluntad de su Padre, tampoco que haya hombres y mujeres que depositaran su fe en Él y en el Padre. Pero ahora creyó posible ganar el juego–un juego que en realidad ya había perdido–. Jesús, el Hijo de Dios, fue insultado y rechazado por su pueblo, y ridiculizado y crucificado por los gentiles.

El diablo no sabía que este último golpe en contra de Dios no significaría su victoria, sino que, por lo contario, le traería una devastadora derrota. Fue la hora en que la simiente de la mujer hirió mortalmente la cabeza de la serpiente. Satanás celebraba, sin percibir que la crucifixión anunciaba su propia destrucción. Aunque aún sigue luchando con desesperación, está vencido.

El velo del Templo se rasgó desde arriba hacia abajo, es decir, desde Dios hacia el hombre, dejando libre el acceso al Lugar Santísimo, a la presencia de Dios; ya no hay necesidad de un sumo sacerdote ni de la sangre de los animales. A partir de ese momento, se abrió un camino directo a Dios, a través de la sangre que Jesucristo, a nuestro favor, derramó en la cruz del Gólgota (Hebreos 9:11-28).

Al tercer día, Jesús resucitó de los muertos y pasó 40 días con los suyos en Israel, antes de ascender al cielo. ¡Cómo se debe haber sentido satanás! Ni la crucifixión, ni la tumba, ni la piedra con el sello, ni los soldados pudieron impedir que Jesús resucitara de los muertos. ¡Las potestades celestiales y las huestes infernales estaban fuera de sí, los primeros por gozo y los últimos por espanto!

Se formaron las primeras iglesias locales. Los primeros gentiles se convirtieron al Señor Jesús. Sin embargo, ¿cómo siguió la historia de Israel después de la ascensión de Cristo? La gloria de Dios, que por la idolatría de Su pueblo, había abandonado siglos atrás el Templo (Ezequiel 9-11), volvía en la persona de Jesucristo. Empero, ellos no lo recibieron (Juan 1:10-11). Israel mismo había rechazado a su Mesías. Habían gritado: “¡Sea crucificado!”–y hasta llegaron a decir: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mt. 26:25).

Este último “deseo” se habría de cumplir. Dios volvió a alejarse de Su pueblo, pues Él no obliga a nadie a recibir de Su amor. Hasta hoy, la sangre de Cristo, liberación y salvación para los gentiles, ha traído guerra, terrorismo, persecución, sufrimiento y muerte para el pueblo de Israel.

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