Cuando la apariencia engaña

Arno Froese

El Profeta Oseas en su tiempo revelaba implacablemente los pecados de Israel. Sus palabras también son relevantes para nosotros en el día de hoy.

“Pon a tu boca trompeta. Como águila viene contra la casa de Jehová, porque traspasaron mi pacto, y se rebelaron contra mi ley. A mí clamará Israel: Dios mío, te hemos conocido” (Os. 8:1-2; cp. Sal. 78:34; Jer. 4:13; Hab. 1:8; Mt. 7:21).

Al leer las palabras: “¡Dios mío, te hemos conocido!”, nos hace recordar un grupo de gente que viene al Señor y habla orgullosamente de sus obras que realizaron en Su nombre. Pero eso se volverá problemático, porque el Señor les responderá: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt. 7:23).

Eso nos enseña que obviamente no alcanza con decir: “conocemos al Señor”, porque el Señor también nos tiene que conocer.

Puedo aprender la Biblia de memoria, formarme en los mejores institutos bíblicos, escribir libros maravillosos sobre Jesús, dar prédicas impresionantes delante de mucha gente, pero todo eso sirve de poco si el Señor Jesús no me conoce.

¿Cómo puedo estar seguro de que Jesús me conozca? Solo hay una respuesta a esto: sometimiento total, absoluto e incondicional. Sometimiento también significa: “ser perdedor”. Si admito ser una persona caída y orgullosa, eso me lleva al área de la gracia. Esa es la obra del Espíritu Santo; Él nos hace reconocer la perdición de nuestro ser.

Cuando voy a Jesús, sucede algo sorprendente: Él me acepta. “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). Cree en Jesús significa, nacer de nuevo de Su Espíritu y ser una creación nueva, pertenecer a Su cuerpo. A partir de ese momento, recibo una identidad eterna. El Señor me conoce totalmente, y yo también puedo conocerlo cada vez más.

El Apóstol Pablo comprendía muy bien esta relación profunda. Él escribe en Filipenses 3:10: “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte”. Pablo conocía muy bien a Jesús. Él escribió la mayoría de las cartas de enseñanza del Nuevo Testamento; en este versículo, no obstante, aclara que él desea conocer aún más al Señor Jesucristo.

Contrario al concepto general que, después de la conversión, todo andaría color de rosas en la vida del creyente, la vida de Pablo muestra algo diferente. Él era un erudito bíblico estimado, un ciudadano bueno e íntegro. Después de su nuevo nacimiento sin embargo fue perseguido, rechazado, golpeado y echado en la cárcel. Eso no es muy consolador. Pablo incluso oró: “llegando a ser semejante a su muerte” (Fil. 3:10).

Cuando leemos las palabras: “¡Pon a tu boca trompeta!”, debemos entender que esto no se refiere a una trompeta física real, sino a la voz del profeta. El hecho es, que en Isaías 58:1, leemos: “Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión, y a la casa de Jacob su pecado.”

La lectura de los próximos dos versículos muestra, que Israel obtuvo prosperidad: “Israel desechó el bien; enemigo lo perseguirá. Ellos establecieron reyes, pero no escogidos por mí; constituyeron príncipes, mas yo no lo supe; de su plata y de su oro hicieron ídolos para sí, para ser ellos mismos destruidos” (Os. 8:3-4; cp. 1 R. 12:16-20; 2 R. 15:13,17,25).

Ellos rechazaron a Dios y eligieron sus propios reyes que no servían a Dios. Buscaron líderes sin consultar al Señor. Y aún peor, usaron su plata y oro para fabricar ídolos y adorarlos. Ellos se entregaron totalmente a la idolatría.

“Tu becerro, oh Samaria, te hizo alejarte; se encendió mi enojo contra ellos, hasta que no pudieron alcanzar purificación” (Os. 8:5; cp. Jer. 13:27). Esta afirmación del profeta se dirige principalmente a Samaria, que representa a las diez tribus de Israel.

En aquel tiempo, Israel-Judá seguía teniendo un templo intacto. Algunos reyes servían al Señor. Pero ninguno de los reyes insistía que los judíos viajaran a Jerusalén para adorar a Dios.

“Porque de Israel es también este, y artífice lo hizo; no es Dios; por lo que será deshecho en pedazos el becerro de Samaria. Porque sembraron viento, y torbellino segarán; no tendrán mies, ni su espiga hará harina; y si la hiciere, extraños la comerán” (Os. 8:6-7).

Ya vimos, que a Israel le iba bien. Pero eso cambiaría: ellos sembrarían mucho, pero cosecharían poco, y de haber rendimiento, extraños se lo llevarían.

El versículo 8 da una profecía aún más drástica: “Devorado será Israel; pronto será entre las naciones como vasija que no se estima” (Os. 8:8).

Cuando esta profecía fue proclamada todavía le iba bien a Israel (vs. 3-4). Israel todavía no había sido “devorado”. Desde la perspectiva profética, sin embargo, eso ya había sucedido. Espiritualmente Israel “ya estaba entre los gentiles”. Documentos históricos muestran, que Israel no era aceptado entre los pueblos paganos; realmente se habían convertido en una “vasija que no se estima”.

Los próximos tres versículos documentan nuevamente, que el mensaje principal era dirigido a las diez tribus rebeldes de Israel: “Porque ellos subieron a Asiria, como asno montés para sí solo; Efraín con salario alquiló amantes. Aunque alquilen entre las naciones, ahora las juntaré, y serán afligidos un poco de tiempo por la carga del rey y de los príncipes. Porque multiplicó Efraín altares para pecar, tuvo altares para pecar” (Os. 8:9-11; cp. 2 R. 15:19; Is. 10:8; Jer. 2:24; Ez. 16:33-34, 37).

Israel-Efraín hizo exactamente lo contrario de lo que el Señor le mandó: apartarse, aislarse de las demás naciones. Aquí, sin embargo, leemos de su intento de unirse con las demás naciones, en este caso, con Asiria.

Amistad con el mundo significa enemistad contra Dios. ¿No es eso lo que leemos en Santiago 4:4? “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios.”

La segunda mitad del versículo 10 lo dice todo: “Serán afligidos un poco de tiempo por la carga del rey y de los príncipes”. Otra versión lo traduce así: “…ya se han vuelto inferiores bajo la carga del rey, de los príncipes”. Eso es significativo, porque cuando hablamos de las diez tribus de Israel sabemos que ellos dejaron de existir como identidad independiente. Ellos se volvieron inferiores cuando fueron dispersados entre las naciones del mundo.

Judá también fue hecho inferior. Historiadores nos dicen, que desde la destrucción del templo en Jerusalén en el 70 d.C., más de 14 millones de judíos fueron asesinados por los gentiles. Ya tan solo el régimen nazi de Hitler aniquiló a más de 6 millones de judíos.

Todo eso es parte del juicio anunciado por Dios sobre Israel y Judá.

“¡Le escribí las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosa extraña!” (Os. 8:12; cp. Dt. 4:6; Ne. 9:13-14; Job. 21:14; Prov. 22:20; Ro. 3:1-2).

Justamente las palabras que Dios le dio a Su pueblo, llegaron a ser “cosa extraña” para Israel. Los israelitas ya no eran sensatos; actuaban como animales, como personas sin un espíritu. Eso nos recuerda al anticristo que en el Apocalipsis es denominado de bestia.

“En los sacrificios de mis ofrendas sacrificaron carne, y comieron; no los quiso Jehová; ahora se acordará de su iniquidad, y castigará su pecado; ellos volverán a Egipto” (Os. 8:13).

Los sacrificios no eran otra cosa sino acciones y actividades religiosas. Por eso Dios abandona a los judíos: “¡Ellos volverán a Egipto!”. Ellos, a menudo, expresaron el deseo de regresar a Egipto, incluso poco después de su liberación de la esclavitud en ese país. Esa tendencia y actitud les siguió hasta que ellos fueron desterrados de la Tierra Prometida. Un ejemplo impactante de eso leemos en Números: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Nm. 11:5).

Como creyentes, hacemos bien en recordar de dónde venimos. “Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef. 2:11-12).

Nosotros éramos “ajenos… sin esperanza y sin Dios en el mundo”. Lo que importa no es la nacionalidad que tengamos; sin Jesucristo sencillamente no tenemos esperanza. Ningún eslogan, ningún lema, ninguna bandera, ningún himno, absolutamente nada ayuda. De lo contrario, si nos enorgullecemos de esas cosas, nos avergonzaremos cuando Lo veamos a Él.

Oseas 8 termina diciendo: “Olvidó, pues, Israel a su Hacedor, y edificó templos, y Judá multiplicó ciudades fortificadas; mas yo meteré fuego en sus ciudades, el cual consumirá sus palacios” (Os. 8:14; cp. 1 R. 12:31).

En aquel tiempo, Israel construía “templos”, instituciones religiosas y edificios enormes. También la economía de Judá iba bien; ellos “fortificaban ciudades”. El “sueño de Israel” se cumplía. Ellos eran activos en lo religioso y autocomplacientes, pero sin el Dios de Israel. Ellos habían olvidado a su Creador. Por eso es irrelevante lo exitosos que podamos ser, lo bendecidos que creemos ser, al final, todo se revelará como un gran engaño.

Sin el Dios santo, no hay esperanza para el planeta Tierra, ni para Israel. Es tan solo la gracia y misericordia de nuestro Señor.

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