Cuando el círculo se cierra - Parte 2

Norbert Lieth

Desde el huerto, y a través de la tumba, a la ciudad eterna. Lo que revela la Palabra de Dios sobre el fin de todas las cosas.

Algunos cristianos se desesperan también por sus problemas de salud. Culpan a Dios, no logran entenderlo, se amargan y sufren aún más por ello. Pero las enfermedades son parte de la vida, y los cristianos no están exentos de sufrir la muerte. Al respecto, leí una oración que testifica de una madurez espiritual. Decía: “Señor, guárdame de la idea ingenua de que todo en la vida debe ir sobre ruedas. Dame la sobriedad para entender que las dificultades, las derrotas, los fracasos y los reveses son ingredientes comunes de la vida, por los cuales crecemos y maduramos. Sostenme con Tu fuerza cuando corra el peligro de amargarme”.

La ciencia no sabe aún por qué es que se pone en marcha la programación de la muerte celular. Pero la Biblia sí nos da la respuesta: “[…] el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gn. 2:17); “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).

¡Cristo venció al pecado y a la muerte! Por eso, 1 Corintios 15:55-57 dice: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”.

En el nuevo mundo de Dios, donde tendrá comunión con los hombres, ya no habrá muerte. Por este motivo, en lugar de buscar distintos medios para alargar nuestra vida terrenal, deberíamos hallar a Dios para vivir por toda la eternidad.

Tampoco habrá más duelo, dice Apocalipsis 21:4 (lbla). Todos conocemos algunos tiempos de duelo, con todo lo que conllevan: anuncios de luto, vestimenta de luto, cortejos fúnebres, entierros, expresiones de condolencia, el acompañamiento a otros que sufren o los sentimientos propios de tristeza.

Se pueden distinguir cuatro etapas de duelo por la muerte de un ser querido: en primer lugar, un estado de conmoción, de aturdimiento; en segundo lugar, una etapa de emociones fuertes, con sentimientos de miedo y desesperación; luego, un estado de nostalgia, que puede durar mucho tiempo; y por último, un etapa de liberación, en donde se descubren cosas nuevas y se retoma la vida –hasta el próximo duelo–. En general, la vida terrenal se caracteriza por tener numerosos períodos de tristeza.

Pero en el nuevo mundo de Dios, donde no habrá muerte ni lágrimas, tampoco habrá duelo. Cuando estemos con Él, viviremos en un estado de felicidad eterna.

Luego leemos en Apocalipsis que ya no habrá clamor. El clamor es muchas veces una consecuencia de la muerte, del duelo y del dolor: se llora, se grita. Conocemos gritos de horror, de decepción y de pérdida, de ira y de celo, de pelea, de súplica y de lástima. Existe el griterío de los niños y el vocerío de la gente en las estaciones ferroviarias y en los supermercados. Las personas también se insultan a los gritos. Pero en el mundo de Dios, no habrá más bullicio, solo un bienestar supremo.

Tampoco habrá más dolor. Sufrimos de dolores físicos y psíquicos, muchas veces a causa de separaciones. Todo esto habrá acabado. Ya no tendremos la necesidad de utilizar lentes, caminadores, sillas de rueda, o prótesis, no existirán las farmacias, las ambulancias, los botiquines de primeros auxilios, las inyecciones, los ataúdes, los hospitales ni sus camas, no habrá médicos ni enfermeros, tampoco hogares para la tercera edad, no existirán las armas: “[…] porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: he aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21:4-5).

Leemos además en Apocalipsis 21:22 que no habrá más templo: “Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero”.

No será necesario un ministerio sacerdotal que medie entre los hombres y Dios. Dios mismo, junto al Cordero, estará tan cerca de la humanidad que vivirá entre ellos. Isaías alude a esta situación cuando escribe: “En aquel día mirará el hombre a su Hacedor, y sus ojos contemplarán al Santo de Israel. Y no mirará a los altares que hicieron sus manos, ni mirará a lo que hicieron sus dedos, ni a los símbolos de Asera, ni a las imágenes del sol” (Is. 17:7-8).

Tampoco habrá sol ni luna ni noche: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella” (Ap. 21:23-24; compárese con 22:5 e Isaías 60:19-20).

Incluso la comunidad científica afirma que, si bien el sol da luz, no es la fuente de la luz. Nosotros sabemos que la verdadera fuente de la luz es Dios, “el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén” (1 Ti. 6:16). Al igual que la shejiná, la nube que escondía la presencia y gloria de Dios, alumbraba la noche para Israel y protegía al pueblo en su peregrinaje, la presencia del Señor inundará de luz la nueva Jerusalén.

Donde no se necesita más sol ni luna ni lámpara, es siempre de día y no se marcarán las horas. “No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap. 22:5; compárese con 21:25).

La mayoría de los niños quieren tener una pequeña lamparita encendida durante la noche, porque la oscuridad les da miedo. Dios y el Cordero son la luz y con ellos no habrá noche. No tendremos que dormir, no necesitaremos descansar, porque Dios mismo será la fuente de todo descanso y de toda luz. Por lo tanto, ya no habrá miedo a la noche o a la oscuridad, todo será puro e iluminado. El hombre redimido descansará en el Dios eterno.

Las puertas estarán siempre abiertas: “Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella” (Ap. 21:25-26; compárese con Isaías 60:11).

Habrá en la nueva tierra naciones y pueblos (Apocalipsis 21:3; Mateo 25:31 y ss.) provenientes del anterior Reino milenario, quizá con autoridad terrenal, pero bajo el gobierno de Dios y del Cordero. Estas naciones llevarán sus glorias y honras desde la Tierra a la Jerusalén celestial. No morarán allí, pues la nueva Jerusalén será la morada de Dios Padre, de Dios Hijo, de innumerables ángeles, de los israelitas redimidos y de la Iglesia de Cristo. Pero ella descenderá del cielo y estará conectada a la tierra, flotará sobre ella (Apocalipsis 21:2-3.10).

Apocalipsis 7:15 dice: “Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo, y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos”. El templo ya no será un edificio, sino que Dios mismo será el templo. En Hebreos 12:22-24 leemos: “Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel”.

Sion o Jerusalén celestial es un sinónimo de cielo. Es la ciudad de Dios, la esposa del Cordero. Es habitada por muchos millares de ángeles y por la congregación de los primogénitos, es decir, todos los creyentes renacidos en Cristo desde el Pentecostés hasta el arrebatamiento. Es la residencia de Dios y de los espíritus de los justos hechos perfectos –los creyentes del Antiguo Pacto–. Allí está Jesús. Las demás naciones –los redimidos en el Milenio– vivirán en la tierra y participarán de los beneficios de la Jerusalén celestial de manera indirecta. Ella estará abierta para ellos y les brindará un libre acceso.

La Jerusalén celestial también es descrita como una esposa ataviada para su marido (Apocalipsis 21:2 y ss.), lo que nos recuerda las palabras dichas en Jeremías 31:22: “Jehová creará una cosa nueva sobre la tierra: la mujer rodeará al varón”.

Ya no habrá maldición. Leemos en Apocalipsis 22:3: “Y no habrá maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán”.

El mundo sería tan lindo si no estuviera bajo maldición. Copacabana, Cataratas de Iguazú, la Selva Negra, los Alpes, la fauna, los lagos, los parques naturales, el propio hombre…, ¡todo sería tan hermoso y perfecto! Pero la maldición es la consecuencia del pecado. Todo el mundo está bajo maldición, y esta condición destruye lo hermoso. Sin embargo, Jesús quitó la maldición, haciéndose a sí mismo maldición en la cruz (Gálatas 3:13). En el nuevo mundo de Dios, no habrá más pecado ni maldición.

No habrá nada impuro: “El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Ap. 21:7-8; compárese con Efesios 5:5 y ss.). Los cobardes son aquellos que no vencen el pecado y permanecen en su condición de incrédulos. Siguen enredados en los pecados aquí listados. Pero Apocalipsis 21:27 dice: “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero”. El libro del Cordero tiene registrado a todos aquellos que recibieron a Jesús por la fe: “Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira” (Ap. 22:15).

En estos versículos, se hace un nuevo resumen sobre el hecho de que nadie que no tenga el perdón de Dios recibirá entrada a su mundo glorioso –ni en la nueva tierra y, ciertamente, no en el nuevo cielo–. Para los pecadores que no se han convertido al Señor, solo queda el lago de fuego.

Dios volverá a habitar entre los hombres, como al principio de la creación, y tendrá la más estrecha comunión con ellos. El cielo y la tierra volverán a estar entrelazados de forma visible (Apocalipsis 21:3). Así como el árbol de la vida fue negado al hombre como resultado de su caída, ahora se le da el acceso a él (Apocalipsis 22:2, 14). Y así como un querubín, parado delante del paraíso, bloqueaba la entrada a la humanidad caída, ahora se la invita a pasar: “Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa dicen: ven. Y el que oye, diga: ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Ap. 22:16-17).

Y la Biblia concluye con la perspectiva de un nuevo encuentro: “El que da testimonio de estas cosas dice: ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén” (Ap. 22:20-21).

Jesús mismo nos garantiza que vendrá de nuevo (v. 20). Es un tremendo consuelo que debería acompañarnos a lo largo de nuestras vidas. Es la última palabra directa de nuestro Señor. El versículo 21 es una bendición de Juan, inspirada por el Espíritu Santo. A todo esto, solo podemos responder: “Amén; sí, ven, Señor Jesús”.

Al mismo tiempo, estas últimas palabras de la Biblia expresan la expectativa con la que deberíamos vivir: ocuparnos del regreso del Señor Jesucristo, de la profecía bíblica, estudiarla, ajustar nuestras vidas a ella, amarla y vivir en obediencia a ella. El Señor dice en Apocalipsis 22:7: “¡He aquí, vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro”.

No se trata de comprenderlo todo (también a mí me falta comprender muchas cosas), sino de guardar las palabras en el corazón, de meditarlas y de aferrarnos a ellas. Sabemos que hasta que lleguemos a ver a nuestro Señor, su gracia estará con nosotros.

¡Hasta pronto!

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