Cuando el círculo se cierra - Parte 1

Norbert Lieth

Desde el huerto, y a través de la tumba, a la ciudad eterna. Lo que revela la Palabra de Dios sobre el fin de todas las cosas.

Un antiguo cuento norafricano relata acerca de un beduino que solía tirarse cuan largo era sobre el suelo, apretando su oído contra la arena del desierto. Durante horas, parecía escuchar algo dentro de la tierra. Un día, un espectador le preguntó con asombro: “¿Qué está haciendo, tirado sobre la arena?”. El beduino se levantó y respondió: “Amigo, escucho cómo llora el desierto, a causa de que quisiera tanto ser un jardín…”.

El desierto del mundo llora porque desea ser un jardín de la vida. El desierto de la guerra gime, pues anhela ser un jardín de la paz. El desierto del hambre se aflige, le gustaría ser un jardín lleno de alimentos. El desierto de la pobreza se lamenta, ansía ser un jardín en el cual todos tengan su sustento. El desierto de la soledad llora, ¡cuánto le gustaría ser un jardín de los encuentros! El desierto de la desesperación se lamenta, porque anhela ser un jardín de esperanza. El desierto de la culpa solloza, ansía mucho ser un jardín de perdón. El desierto de la muerte se lamenta, quisiera ser un jardín de vida nueva. Toda la creación llora, gime, anhela y espera la salvación y liberación (Romanos 8:19 y ss.). La transformación comenzó con Jesucristo, el resucitado y el primero de una nueva creación. Al principio, de manera pequeña y oculta, tranquila y parcial, en los corazones de Sus redimidos; pero un día, se manifestará con poder y gloria, cuando Él venga a traer el paraíso a la Tierra: “Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa […]. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo; porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad […]. Y los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sion con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido” (Is. 35:1, 6, 10).

En los capítulos 21 y 22 del libro de Apocalipsis vemos que Dios hará un nuevo cielo y una nueva tierra. Volverá a florecer el desierto. Los juicios del Señor se habrán acabado (Apocalipsis 15:8). Dios llevará todas las cosas a su fin y se cumplirá el propósito que tuvo desde el principio para Su creación. Los designios de Dios, revelados en su Palabra, se habrán cumplido. El círculo se cerrará. ¿Qué círculo?

Los dos primeros y los dos últimos capítulos de la Biblia forman el marco de todo el plan de salvación. Entre estas dos partes, encontramos el desarrollo de la amorosa obra de redención que Dios tuvo para con los hombres. Dios no rechaza a Su creación por haber caído en pecado, sino que la lleva de nuevo hacia el paraíso. Para esto, Él mismo se hizo siervo de Su creación. Toda la Biblia –sus revelaciones pasadas, presentes y futuras– narra la historia de la entrega divina a nuestro favor.

Al principio de la historia, sucede algo muy conmovedor, que nos permite echar una ojeada al corazón amoroso de Dios: “Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado” (Gn. 2:8). Dios no creó al hombre para dejarlo luego en cualquier lugar, sino que hizo un paraíso para él, un hogar maravilloso y sin igual. Allí, el Dios todopoderoso deseaba una comunión con el hombre, comunicarse con él, estar unido a este a través de una relación muy cercana. Quería que fuera su colaborador, para así entregarle responsabilidades.

Edén significa ‘tierra de felicidad’, una tierra preparada para el hombre con el propósito de que sea partícipe del bienestar del “Dios de la felicidad”, como es llamado en 1 Timoteo 1:11 (blp). Cuando el Señor Jesucristo retorne, llevará a cabo Su propósito: que toda la creación regrese a este “Edén”, un lugar de felicidad. “Porque el anhelo ardiente de la creación es el guardar la manifestación de los hijos de Dios […] [;] aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Ro. 8:19; Tit. 2:13).

En aquel entonces, se interpuso el pecado. El hombre perdió el paraíso y un ángel, un querubín, le cerró el camino de vuelta (Génesis 3:24). Es probable que aquel paraíso haya desaparecido con el Gran Diluvio. Sin embargo, Dios no dio por perdida a Su creación. Con el nacimiento de Jesús, el mundo recibió el regalo de un nuevo comienzo.

Mientras el Señor sufría en la cruz, cargando y quitando el pecado del mundo, uno de los malhechores que habían sido crucificados con él, dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lc. 23:42), y el Señor Jesús le respondió: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43).

Es muy significativo que Jesús dijera estas palabras en la cruz. Pues se trataba de un madero, un “árbol”. El pecado vino al mundo a través de un árbol hacia el cual el hombre había extendió su mano. Y el pecado fue quitado también a través de un “árbol” en donde Jesús extendió ambas manos. Por el primer árbol, el paraíso fue cerrado, por el segundo “árbol”, fue abierto otra vez para nosotros.

Jesús es el último Adán, el segundo hombre, quien nos trae de vuelta la vida y el paraíso que habíamos perdido por el primer Adán (1 Corintios 15). En el huerto de Edén, el primer Adán fue desobediente, en el huerto de Getsemaní, el segundo Adán fue sumiso. El primer Adán nos trajo la maldición: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: no comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida” (Gn. 3:17), el segundo Adán la quitó: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gál. 3:13).

Entre la caída, la pérdida del paraíso y el mundo nuevo, están la resurrección y la ascensión de nuestro Señor. En las últimas páginas de la Biblia, vemos cómo Dios conduce todo hacia su propósito final. El paraíso se hace otra vez presente.

Jesús es el hombre de Dios, es la garantía de que el paraíso volverá, el fundamento de este nuevo mundo, la llave y la puerta que conduce a este. Nadie puede colocar otro fundamento. Jesús es la demostración del amor de Dios, la prueba de Su fidelidad, donde queda manifiesto que Dios no ha desechado a la humanidad. “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: he aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: he aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida” (Ap. 21:1-6; compárese con Isaías 65:17-18).

El primer cielo y la primera tierra no existirán más. Todo será nuevo y diferente, habrá nacido una nueva tierra y un nuevo universo.

La humanidad sueña con ir a Marte –ya se busca gente interesada en vivir allí–. Por otra parte, quieren establecer campamentos en la Luna y ofrecer vuelos turísticos hacia ese destino. Los hombres buscan planetas donde sea posible vivir. Pero es un salto a lo incierto y, al fin y al cabo, una búsqueda en vano. La buena noticia es que el Creador tiene preparado un nuevo cielo y una nueva tierra, donde podremos vivir por la eternidad.

No habrá más mar, dice Apocalipsis 21:1. De seguro, seguirá existiendo el agua, los lagos, los ríos y las fuentes, pero ya no habrá océanos que separen los continentes –una consecuencia del Gran Diluvio–. Es posible, entonces, que en el futuro, muchas más personas puedan vivir en esta nueva tierra, ya que no tendrá un setenta por ciento de su superficie cubierta por agua.

Tampoco habrá más lágrimas (v. 4). Cuando Dios enjuga las lágrimas, es para siempre. ¿Cuántas lágrimas ha derramado nuestro mundo durante su historia?: lágrimas de tristeza, de horror, de sufrimiento, de dolor, por injusticias, por guerras, por enfermedades, por celos, por enojo e ira; niños con los ojos llenos de lágrimas, lágrimas en los rostros de mujeres desesperadas y de hombres horrorizados.

Se dice que un hombre llora en promedio entre 60 y 80 litros de lágrimas durante su vida, es decir, ocho baldes de diez litros o unos dos millones de lágrimas. El salmista ora: “Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?” (Sal. 56:8).

También Jesús lloró (Juan 11:35). Las lágrimas son un símbolo de dolor. El autor y científico cristiano, Werner Gitt, explica que, al evaporarse una lágrima, permanecen los cristales. Y en cada cristal de una lágrima puede verse, en un tamaño microscópico, la imagen de una cruz.

¿Dónde se sufrió el dolor más grande? Sin duda alguna, en la cruz, donde Jesús cargó el pecado de una humanidad perdida. En Isaías 53:4 leemos acerca del siervo sufriente: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores”. Sin embargo, Jesús resucitó, venciendo con esto todo lo relacionado al dolor: “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (Sal. 126:5-6). Esto fue lo que hizo Jesús, y es también lo que experimentará todo el que crea en él.

Ya no habrá muerte (v. 4). Cada recién nacido viene al mundo con las manitas cerradas, como queriendo aferrarse a la vida, pero cuando muere, lo habitual es que sus manos estén abiertas, como no pudiendo retenerla.

Todos tenemos miedo a la muerte. Según 1 Corintios 15:26, ella es el postrer enemigo. Desde la resurrección de Jesús, sin embargo, su poder está quebrantado. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn. 11:25).

A partir de cierta edad, las células dejan de regenerarse. Incluso los hombres más ancianos en la Tierra tuvieron que morir. Matusalén llegó a los 969. Adán vivió 930 años. Abraham alcanzó los 175 años. Moisés cumplió 120. En cierto momento, Dios limitó la edad a un máximo de 120 años (Génesis 6:3). Según Salmos 90:10, la esperanza de vida es de 70 a 80 años. También los científicos afirman que debido a su condición genética, el hombre no puede alcanzar mucho más de 120 años de edad. Cada persona tiene un cronómetro interno, que deja de funcionar después de este tiempo. Los que dicen ser más ancianos, tienen, a veces, fechas de nacimiento inciertas.

Un “programa suicida” molecular, instalado en el cuerpo, hace que las células mueran. Existe, por lo tanto, una muerte celular programada, llamada por la Biblia el aguijón de la muerte (1 Corintios 15:56). En un cuerpo adulto, varios millones de células se destruyen cada segundo, siendo reemplazadas por nuevas. Pero en cierto momento de la vida, el cuerpo recibe la señal de cesar el proceso de renovación. Se acelera entonces el envejecimiento: el hombre se enferma y muere.

El morir ya está determinado para nosotros. Este hecho no depende de si llevamos o no una vida sana, pues por más saludable que sea nuestro estilo de vida, nos vemos sometidos a la corrupción.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad