Cansarse durante la batalla (Filipenses 4:2-3)

Samuel Rindlisbacher

Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor. Asimismo te ruego también a ti, compañero fiel, que ayudes a éstas que combatieron juntamente conmigo en el evangelio, con Clemente también y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida” Filipenses 4:2-3.

Pablo dice en la Epístola a los efesios: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef. 6:12).

Aquel que lucha debe ser consciente de que se exigirá de él mucha fuerza, tiempo y energía. Luchar significa recibir ataques y arriesgar tu cuerpo a sufrir heridas. Pablo escribe acerca de Evodia y Síntique, dos mujeres miembros de la iglesia de Filipos: “[…] que combatieron juntamente conmigo en el evangelio […]” (v. 3). Estas dos mujeres no se habían instalado en el banco de los espectadores, sino que habían luchado por el evangelio. Asumieron compromisos y sufrieron por la causa de Cristo. Pablo podía decir de ellas: “[…] cuyos [sus] nombres están en el libro de la vida” (v. 3). Ambas mujeres habían trabajado de manera exitosa y sus vidas testificaban de su fe.

Sin embargo, el que lucha en el frente de batalla está en el punto de mira del enemigo, quien apunta sus flechas contra él. Esto puede resultar desmoralizante y agotador, robándole tiempo y energía, además de dejarlo pronto sin fuerzas. Además, el que lucha corre el riesgo de sufrir la derrota. Esto es precisamente lo que pasó con Evodia y Síntique. Estas luchadoras por el evangelio tuvieron una diferencia y se pelearon, ¡y el triunfo de la fe quedó anulado!

Su contienda fue tan intensa que afectó a toda la Iglesia. Esta es la razón por la que Pablo tuvo que exhortarlas en público: “Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor” (v. 2). Esta amonestación pública era una clara señal de que su conflicto había afectado también a otros creyentes.

Recordemos que también no­so­tros nos encontramos en una lucha, corriendo así el riesgo de caer. ¡Cuán cerca se encuentra a menudo la victoria de la derrota! Con razón la Biblia nos exhorta: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 P. 5:8).

El diablo había logrado dividir a estas dos mujeres. La Palabra de Dios no nos cuenta cuál era la razón de su pelea, quién la había comenzado o quién de ellas tenía mayor responsabilidad en la contienda. Estas preguntas no eran relevantes. Lo importante para Pablo era el daño que esta disputa había ocasionado. Los conflictos entre cristianos, las divisiones entre los que sirven a Dios en el ministerio, ya resultan lo suficientemente trágicas.

Consideremos lo siguiente: cuando los cristianos se pelean es porque han dejado de luchar por el evangelio, ya no defienden la causa de Jesús, sino que en su gran mayoría lo hacen a favor de sus propios asuntos e intereses. Cuando los cristianos se pelean unos con otros, el mensaje del evangelio pierde toda su fuerza, deshonrando así a la persona de Jesucristo. El que se lleva la tajada es el adversario de Dios. Eso es lo que había sucedido. Las mujeres se habían convertido, sin quererlo, de embajadoras de Jesús a “portadoras de la antorcha del diablo”.

Pablo no podía tolerar esta trágica situación. Hizo todos los esfuerzos posibles para solucionar el conflicto y alcanzar una reconciliación. Entonces decidió encargar a un colaborador: “[…] te ruego […] que ayudes a estas […]” (v. 3). El apóstol luchaba por restablecer el orden y apaciguar la contienda, pues sabía bien que la paz de Dios no llegaría sin perdón ni aceptación mutua. Sin reconciliación no había comunión posible. Pues solo a través de esta, el Espíritu de Dios podía obrar de nuevo con libertad. Entonces el nombre de Jesús volvería a estar en el centro y sería glorificado.  

¡Que sea así también para cada uno de nosotros en lo personal y también en nuestras iglesias!

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