Buenos y malos ejemplos (Filipenses 3:17-19)

Thomas Lieth

Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros. Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que solo piensan en lo terrenal.” Filipenses 3:17-19.

En Filipenses 3:17, el apóstol Pablo se pone a sí mismo de ejemplo: “Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros”. Algo parecido podemos leer también en Filipenses 4:9. La invitación a imitarlo no tiene que ver con soberbia, sino que se fundamenta en la vida del apóstol, en su ministerio, en su entrega y celo por Cristo y por la Iglesia.

“Imitar a Pablo” significa…

– Confiar solo en Cristo y tener todo lo demás por basura, tal como él lo hacía:

“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil. 3:7-8).

– Entregarse por completo a Cristo y desechar todo temor a los hombres.

– Ser una persona de oración y escuchar siempre las necesidades de los hermanos.

– Sufrir y someterse de manera absoluta a Dios.

– Tener como modelo de conducta a Pablo, en su manera de pensar y vivir (Filipenses 2:17-18).

Sin embargo, el apóstol no se considera a sí mismo un modelo exclusivo, sino que habla también de “[…] los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros” (v. 17). Pensemos en el excelente testimonio que da sobre Timoteo –quien escribió junto a Pablo la Carta a los filipenses– (Filipenses 1:1; 2:19-22). Tampoco olvidemos a Epafrodito, el cual también es alabado y destacado por Pablo (Filipenses 2:25-30): “porque por la obra de Cristo estuvo próximo a la muerte, exponiendo su vida para suplir lo que faltaba en vuestro servicio por mí” (v. 30).

Sin embargo, el máximo ejemplo es el Señor Jesucristo:

“Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:2-5).

Pablo subraya, una y otra vez, que toda su vida, a partir de su conversión, se orienta según el ejemplo de Jesucristo, tal como dice en 1 Corintios 11:1: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”.

Por lo tanto, cuando hablamos de seguir modelos, el motivo nunca debe ser la exaltación a los hombres; pues tampoco la vivían o buscaban aquellos a quienes Pablo había puesto como ejemplo. El apóstol, contrario a esto, expresó un fuerte rechazo por los que decían: “yo soy de Pablo”, “yo soy de Apolos” o “yo soy de Cefas”. Es en este contexto que
1 Corintios 1:17 expresa: “[…] para que no se haga vana la cruz de Cristo”. Se trata de Cristo, del mensaje de la cruz, no de la glorificación a los hombres.

Esta declaración tiene la misma validez hoy en día. Es legítimo y útil dejarse orientar por los padres de la fe e imitarlos, siguiendo así sus ejemplos. Hebreos 13:7 dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe”. Pero esto nunca debe llevarnos a poner tales modelos en el centro de nuestra vida espiritual. Lo importante es que imitemos su fe, donde Jesucristo siempre ha sido el foco central.

En Filipenses 3:18-19, Pablo nos advierte acerca de los engañadores. Ellos, por supuesto, no son ningún ejemplo para nosotros. El apóstol los llama incluso enemigos de la cruz: “Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que solo piensan en lo terrenal”. Han sido muchas sus advertencias a las iglesias sobre las falsas doctrinas y los falsos modelos. Por ejemplo, escribe a los romanos en Romanos 16:17-18: “Mas os ruego, hermanos, que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que vosotros habéis aprendido […]. Porque tales personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus propios vientres, y con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos”; a los gálatas, en Gálatas 1:7: “[…] hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo”; y a la iglesia de Éfeso en Efesios 4:14: “[…] para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error”.

Las primeras iglesias estuvieron compuestas por gentiles y judíos de las más distintas corrientes y pensamientos religiosos. Allí estaban, entre otros, los judaizantes. Estos eran judíos que se basaban en la ley y en los sacrificios. Aunque tenían apertura al mensaje del evangelio, luego se apartaban de él, entre otras razones, para evitar ser perseguidos como cristianos.

Cuando Pablo dice en Filipenses 3 que “su dios es su vientre”, es posible que esté aludiendo a la ley judía como una forma de justicia propia, con todas sus leyes dietéticas. Atenerse a ellas significaba, en definitiva, rechazar la gracia, queriendo ganarse de manera errónea la benevolencia de Dios. Y en cuanto a la palabra gloria: “cuya gloria es su vergüenza”, podría estar haciendo mención a la circuncisión, lo que implicaba también un acto externo que tenía como fin hacer méritos ante Dios. Los judíos estaban orgullosos de sus sacrificios, de sus leyes alimenticias y, sobre todo, de la circuncisión, marca que los distinguían de los gentiles. Leemos en Gálatas 6:12-13: “Todos los que quieren agradar en la carne, estos os obligan a que os circuncidéis, solamente para no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo. Porque ni aun los mismos que se circuncidan guardan la ley; pero quieren que vosotros os circuncidéis, para gloriarse en vuestra carne”.

Este es con exactitud el mismo tema al que Pablo hace mención al comienzo de Filipenses 3: “Guardaos de los perros, guardaos de los malos obreros, guardaos de los mutiladores del cuerpo. Porque no-sotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (vv. 2-3).

Podemos pensar, según estos versículos, que Pablo hacía referencia a los judaizantes al advertir acerca de los enemigos de la cruz, pero además de estos, la observación del apóstol se dirige también hacia los llamados libertinistas –lo que designaríamos hoy como liberales–; creyentes gentiles influenciados por la cultura grecorromana.

La situación no ha cambiado. También hoy nos enfrentamos por momentos a ambos extremos. Existen quienes están atrapados por el legalismo: menosprecian la gracia, buscando siempre la justicia propia. Por el otro lado, están quienes la tergiversan, usándola para fines egoístas. Para ellos, la expresión “su dios es su vientre” significa: “Todo nos está permitido. Comamos y bebamos, porque mañana moriremos”. No se evidencia ninguna transformación en sus vidas. Estos “cristianos” en nada se distinguen de los impíos. Por esta razón, Pablo advierte con seriedad y derramando lágrimas: “[…] el fin de los cuales será perdición”.

Un ejemplo clásico puede encontrarse en la iglesia de Corinto: “De cierto se oye que hay entre vosotros fornicación, y tal fornicación cual ni aun se nombra entre los gentiles; tanto que alguno tiene la mujer de su padre. Y vosotros estáis envanecidos. ¿No debierais más bien haberos lamentado, para que fuese quitado de en medio de vosotros el que cometió tal ­acción?” (1 Co. 5:1-2). Los corintios estaban orgullosos y envanecidos, en lugar de avergonzarse y humillarse por lo sucedido: “[…] cuya gloria es su vergüenza”.

Es evidente que las palabras de exhortación del apóstol Pablo son aplicables a ambos grupos. Ya sean judíos o gentiles, legalistas o liberales, en el fondo, siempre erran en lo esencial: “Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Fil. 2:21).

Pero lo más estremecedor de todo es el hecho de que los enemigos de la Iglesia no están fuera, sino que llevan a cabo su obra destructiva dentro de ella (Hechos 20:28-30). Sus mayores adversarios no acechan desde la puerta, sino que se sientan en los bancos. Son como una metástasis, que de manera lenta, pero segura, va carcomiendo todo desde dentro. Por eso, Pablo insiste en exhortar hasta las lágrimas a los creyentes: “[…] de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando”. El apóstol sufre por el menosprecio dado a la gracia de Dios. No llora por él mismo ni porque le hayan quitado los frutos de su trabajo, sino porque siente un profundo dolor al ver cómo pisotean la sangre a los pies de la cruz.

El mismo Pablo ponía siempre la cruz en el centro, pero tuvo que presenciar cómo, en muchos lugares, se rechazaba con dureza y frialdad la gracia de Dios, desechando por el barro la preciosa sangre de Jesús. ¡Eso duele! En especial cuando viene de parte de los que escucharon el evangelio y quienes, en un principio, lo recibieron incluso con corazones dispuestos.

Quizá Pablo llore también por el amor que siente por los perdidos, “el fin de los cuales será perdición”, pero más aún por su amor hacia Dios y hacia su obra de salvación. Además, lo conmueve el amor por la Iglesia y su preocupación por los efectos destructivos de la metástasis del mal que padece.

Por último, el deseo y la oración de Pablo es que la Iglesia crezca en conocimiento y amor: “Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aún más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo para gloria y alabanza de Dios” (Fil. 1:9-11).

Cuanto más tengamos a Cristo como el centro de nuestra vidas y a la Palabra de Dios como nuestro fundamento, tendremos más claridad en nuestros criterios y en nuestro discernimiento espiritual para protegernos de las falsas doctrinas y de los falsos maestros.

Debemos tomar como ejemplo a quienes tienen un sentir celestial, a los que ponen a Cristo en el centro y predican el mensaje de la cruz.

Los enemigos de la cruz –y me refiero a aquellos que se encuentran dentro de la Iglesia–, contrario a estos, poseen un sentir terrenal: sus vidas no se caracterizan por la entrega a Cristo y el servicio a la iglesia, sino que son movidos por el egoísmo y la justicia propia. “[…] el fin de los cuales será perdición […] Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Fil. 3:19-20).

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