
Sin Navidad, estaríamos perdidos
Todos los años vuelve la época en que en nuestras latitudes los días se acortan y las noches se hacen más largas. Son días con ocasos tempranos y amaneceres tardíos; un tiempo en el cual la neblina se expande sobre el suelo, la lluvia azota las ventanas, el viento juega con las hojas, las tormentas de agua comienzan a transformarse poco a poco en nevadas y heladas, para que, por último, todo quede envuelto en un manto de quietud. Para muchos, estos días también se caracterizan por el nerviosismo y el estrés. Lidian con largos y agitados recorridos por los centros comerciales repletos de gente. Es una jornada de regalos y de mesas llenas de ricas comidas. Son momentos de expectativas, curiosidad y alegría anticipada, aunque, de forma lamentable, muchas veces también de gran soledad y tristeza. Es el tiempo en donde uno anhela, más que en cualquier otro momento del año, calor y contención. ¡Es Navidad!
Los días del Adviento hasta la Noche Buena son en realidad un período de gozo. Allí recordamos el nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo: “[…] he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lc. 2:10-11). Aquel que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12).
Cuando estamos en oscuridad, estimamos la luz de manera especial. Cuando sufrimos por el frío, anhelamos calor y cuando nos sentimos en soledad, la comunión. ¿Dónde estaríamos sin la luz del sol? ¿Cómo nos sentiríamos, en la calle por la noche, sin alumbrado público? ¿Qué sería del navegante sin la luz del faro? ¿Cómo sería cruzar un semáforo sin luz roja?
Estaríamos confundidos y desorientados. Correríamos el riesgo de congelarnos en el frío de la noche o de accidentarnos.
De igual modo es la vida sin Navidad, sin el nacimiento de Jesucristo, sin la luz divina hecha hombre. Si nuestro Señor no hubiera venido, tendríamos en la tierra una noche oscura, solitaria e interminable. La niebla de la desesperanza la envolvería y la llenaría. El crepúsculo del horror lo cubriría todo y todo se congelaría por la frialdad de la perdición. Pero ¡gracias a la Navidad, la noche ha sido vencida, la niebla del horror se ha disipado y la frialdad de la perdición se ha alejado por la presencia de Dios!: “La luz en las tinieblas resplandece […]” (Jn. 1:5).
Por esta razón encendemos luces en Navidad. Nos recuerdan a la Luz del mundo, la esperanza que el Señor Jesucristo nos trajo y el futuro que nos depara. “[…] las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Jn. 2:8). Leemos el relato de Su nacimiento con gozo en nuestros corazones. Pues Dios no ha sido indiferente con el mundo, sino que nos mandó su regalo más grande, a su Hijo unigénito; como dice la Biblia en un conocido versículo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). Por eso nos alegramos juntos, teniendo comunión con aquellos que también han recibido su regalo. Este es el motivo por el cual cantamos canciones de agradecimiento en su honor.
De esta manera, se templa nuestro corazón a pesar de la estación fría. Nuestra mirada se hace más amplia y se dirige hacia arriba, hacia el cielo, hacia el hogar, como dice Hebreos 12:2: “[…] puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe”. Pues la Navidad solo es el principio; nuestra meta es estar con él en la gloria: “de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Fil. 3:20). Esta es una gran razón para estar agradecidos, gozarnos y alegrarnos: “Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor” (Jn. 20:20).