¿Progreso o apocalipsis infinito?

Prof. Dr. Werner Thiede

Cómo hoy en día hay dos conceptos ideológicos básicos que se contradicen.

El siglo XX a nivel mundial ha impulsado el reconocimiento que la idea del progreso en sí misma es altamente ambivalente. Dos guerras mundiales técnicamente equipadas, incluyendo primeros lanzamientos de bombas nucleares, lo han demostrado al igual que, por ejemplo, el descenso ecológico sostenido en nuestro planeta. Pero el siglo XXI amenaza con perder este reconocimiento. Por todas partes se recae en la creencia del progreso bastante ingenua del siglo XIX. Eso tiene que ver con el avance de la revolución digital, que el sociólogo Ulrich Beck denomina de “metamorfosis digital”. El hecho es, que esta apunta a un “adelante” radical en el interés de la tecnología más moderna, y de industria y economía que de manera capitalista van de la mano de la misma. En su libro Das Zeitalter des Überwachungskapitalismus (La era del capitalismo de vigilancia, 2018), Shoshana Zuboff describe detalladamente el desarrollo actual.

Si hasta hace poco las desventajas de la revolución digital en relación con sus ventajas se han mantenido en sus límites, eso se
derrumba en el curso de la “digitalización 2.0”. El experto en temas de internet, Jaron Lanier, en una entrevista para un periódico, observa con toda claridad que la red “produce más daño que bien”. Con eso, por un lado, nuevamente entra en el campo visual la ambivalencia del progreso técnico. Por el otro lado, a través de los éxitos de la digitalización, ya está tan entenebrecida la visión que la misma ya no puede ser frenada en su ímpetu. De este modo, Lanier continúa propagando la digitalización a pesar de su reconocimiento citado.

Esto, sin embargo, significa que el cambio radical de nuestra cultura a través de la digitalización seguirá aumentando grandemente su impulso. Denomino esto como la “trampa del progreso digital”. Desde ahora en adelante, se trata de más que solo de la ambivalencia del progreso –se trata de una gigante trampa catastrófica, es más, de hacerse visible la agudización apocalíptica. Se están anunciando proporciones totalitarias: lo que actualmente ya se está creando en la China en cuanto a la digitalización, según evaluaciones de expertos puede tomar forma, quizás de manera similar y con cierta demora, también entre nosotros. La “demencia digital” (Manfred Spitzer) avanza de la misma manera que la carga de radiación a través de la telefonía móvil 5G – acerca de eso ya expresé mi opinión en Llamada de Medianoche 4/2019 [la edición alemana].

Pero con esto, para el contemporáneo moderno surgen dos perspectivas ideológicas contrarias. Una es la perspectiva de la percepción apocalíptica, según la cual nuestro mundo y nuestra historia de la humanidad, gracias a alta tecnología que sigue progresando a gran velocidad –sobre todo en el área militar– inevitablemente va hacia una catástrofe, tal como en definitiva responde a la perspectiva bíblica. El otro enfoque sigue convencido de que el progreso conseguirá controlar los problemas y que siempre continuará. Vale la pena analizar este paradigma difundido, ya que de su lado actualmente se encuentra un poder de coerción de manera reconocible.  

Aquí se revela la esencia del carácter ideológico de la digitalización. No se pregunta realmente de manera integral por el sentido común, sino que se asegura con argumentos sucintos que un concepto, que en varios sentidos es dudoso, sea impulsado –cueste lo que cueste. Los tecnócratas del Silicon Valley, con una imagen ­humana conductista allí prevaleciente orientada solo a la ciencia del comportamiento, la conducen acorde a eso. Con el poder seductor de sus tecnologías sofisticadas logran mantener de perfil bajo a los argumentos críticos, y a revivir exitosamente el modelo anticuado de la creencia en el progreso infinito. El catastrofismo apocalíptico es reemplazado por ideas positivas, ya que ciertamente no cabe en el paradigma digital.

Al fin y al cabo, la lógica de esta ideología puede fundamentarse en la creencia moderna del progreso infinito, habiéndose originado en la era de la Ilustración, en la se comenzó a “desmitificar” y a deshacerse de la religión cristiana, como si fuera cáscaras de huevo de la inmadurez. Progresivamente, se suprimía sobre todo la perspectiva cristiana del fin del tiempo –eso literalmente se convirtió en una característica del protestantismo cultural moderno, que en su esencia se remite a la redefinición del reino de Dios apocalíptico a un término de teoría cultural por el filósofo de la Ilustración, Immanuel Kant. Proviniendo de la moderna filosofía de la Ilustración, pensadores racionalistas seguían representando el concepto de un progressus in infinitum, de un progreso infinito. Ya Thomas Hobbes, Christian Wolff y Gottfried Wilhelm Leibniz habían equiparado el bien supremo con progresión humana a objetivos cada vez más lejanos, y Gotthold Ephraim Lessing apoyó este pensamiento incluso con la incorporación de la idea de la reencarnación no-bíblica. Sobre todo a los teóricos del romanticismo y del idealismo alemán, como Friedrich Schlegel y Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, les gustaba hablar de un “progreso infinito” o “inacabable”.

Pero en el siglo XX, el filósofo y científico Carl Friedrich von Weizsäcker, en su libro Zum Weltbild der Physik (1976 – Acerca de la concepción mundial de la Física), señaló un problema decisivo de la idea del progreso infinito: la ciencia y la técnica modernas con esto aplican “al mundo una cualidad de Dios…”. En el año 2019, el profesor de medicina, Karl Hecht de la Charité berlinesa, ve como la auto-deificación del ser humano moderno avanza hacia una catástrofe: “La digitalización de carácter tecnológico es el hecho que lleva al vaso a desbordarse, y pone en peligro la salud y la vida de la humanidad”. De hecho, la digitalización 2.0 se comporta como si de forma totalmente autónoma quisiera transformar en efectivo algunos atributos de Dios. Por esta razón, inevitablemente toma rasgos de sustitución religiosa –sin olvidar también que promete la inmortalidad como algo tecnológicamente posible. Ya Kant, con base en el postulado de que el bien supremo solo sería alcanzable en el progreso infinito, consideraba la inmortalidad como una consigna de la razón práctica. En consecuencia, parte de la creencia en un progreso infinito, lógicamente en el curso de la digitalización, es la idea de salvación de que la alta tecnología podrá vencer la muerte. Lanier informa al respecto, diciendo: “La locura normal del mundo decisivamente es demasiado normal para el Silicon Valley. Cuando hago mi trabajo diario no es nada extraño encontrarme en el café con un amigo que, como científico sobrio y serio,  se esfuerza en lograr que el ser humano llegue a ser inmortal.”

El pensamiento del progreso infinito permite objetivos utópicos: “La meta es liberar de las barreras de la naturaleza y de todo radio de acción histórico ‘extraño’, que no esté a nuestro alcance”, explica Friedrich Rapp en su libro Fortschritt (1992, ‘Progreso’). De este modo, sin embargo, sin querer se trabaja más bien en establecer el infierno que el reino de los cielos en la tierra –olvidando que toda la técnica definitivamente sigue estando atada al “mundo del carbono”, y que realmente no puede dejar atrás las constantes básicas naturales. Se cree allí en una ilusión autoconstruida, y la elevan a una ideología a ser implementada. Lo que esta deja de considerar, es la realidad de la muerte —¡un fenómeno observado desde la industrialización! El ser humano como “hacedor”, como el técnicamente cada vez más dominante, no puede soportar seguir estando a merced de la muerte. El hombre que, según Sigmund Freud, casi se ha convertido en Dios y que en lo más profundo de su ser cree en su inmortalidad, no puede aceptar la idea de que todavía sea mortal. Por eso, tan consecuentemente como le es posible, convierte la muerte en un tabú –y aún más con la cultura de la alta tecnología que tiene que sentir el aguijón de la muerte como un desafío de manera muy especial. Titánica es ahora la idea del progreso infinito: como quieren liberarse de las barreras de la naturaleza, se trata de desplazar la naturaleza de la muerte no solamente a nivel del alma, sino también técnicamente. Se aspira a la victoria digital sobre la muerte –y esto para en breve: ¡ya en un cuarto de siglo se quiere llegar a eso!

No obstante, en esta escalada de la creencia en el progreso se pasa por alto dos cosas. Por un lado, se tiene que aceptar como seguro con el neurólogo Todd E. Feinberg, que la humanidad “ni a la más avanzada de las computadoras jamás adjudicará conciencia”. Del mismo modo Reinhold Popp, director del Centro para Estudios Futurísticos de la Universidad Salzburgo, refuta que la complejidad de la conciencia humana pueda ser transmitida a maquinarias. Por el otro lado, es necesario considerar muy sobriamente: aun cuando una transmisión de ese tipo algún día sea logrado técnicamente y la muerte de este modo en un futuro digital fuera burlada, de modo alguno se habría alcanzado una inmortalidad o resurrección comprendida desde el punto de vista religioso. Ya que el pseudo-alma generada o el avatar diseñado después de todo no sería otra cosa sino una simulación, una “réplica” del individuo correspondiente. Ahí es necesario hacer recuerdo de la Palabra de Jesús: “¿De qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su ­alma?” (Mt. 16:26). Y del mismo modo a un hecho básico: nuestro planeta pasará –también toda nuestra galaxia, es más, bien al final probablemente nuestro universo. Por la ciencia de la naturaleza, está garantizado que la tecnología digital en el mejor de los casos tiene un futuro con plazo limitado.

El pensamiento moderno de progreso, por lo tanto, lleva en sí un error de cálculo lógico. Se basa en el axioma de una línea de de-sarrollo infinitamente ascendiente de la progresión técnica – sin tener en cuenta en su cálculo el simple hecho de que todo en el mundo, es más, el mundo como un todo, es finito. Por eso, al observarlas más detenidamente, las promesas de salvación titánicas de la revolución digital deben ser desenmascaradas como vacías y no dignas de confianza, y deben ser rechazadas.

Pero donde predomina una creencia de este tipo en el progreso infinito, en el fondo no existe ningún potencial de percepción con respecto a situaciones amenazantes de apariencia apocalíptica. Algo que aparece al respecto no es considerado como catastrófico, sino que es aceptado como una consecuencia a ser trabajada de la remodelación cibernética de la realidad. Advertencias de peligros crecientes por causa de la digitalización progresiva ya no son comprendidas, es más, son tomadas como obsoletas, como profecías no deseadas de tragedias. Los criterios del pensamiento ya hoy están desplazados. Los órganos de percepción para peligros elementales y globales ya se han atrofiado bastante, de modo que ya solo funcionan de forma reprimida.

Parte del pensar en lo apocalíptico, desde la perspectiva bíblica, positivamente es también el contar con el poder de Dios. ¡Si hay un cielo nuevo y una tierra nueva, si hay inmortalidad para los humanos y una victoria efectiva sobre la muerte, entonces solamente a partir de Dios! “¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, sepulcro, tu victoria?” (1 Co 15:55) –una exclamación tan triunfante solo existe allí, donde la resurrección de la muerte es creída y esperada como regalo de Dios. Esta esperanza básica insuperable, sin embargo, debería proteger de la creencia en las promesas de salvación de la digitalización, con los que se desea legitimar la toma de riesgos tecnológicos indiscutibles. ¡Después de todo, con la idea apocalíptica de la venida de Dios se relaciona la del juicio final! ¿No será que la creencia moderna en el progreso se haya equivocado justamente en eso también: en que no cuenta con el juicio de Dios, y que por eso considera poder desplazar con impunidad los principios éticos, como ser dignidad humana, previsión y caridad considerada para el prójimo, subordinándolos a su propio principio de la realización ilimitada de lo realizable?

Teológicamente, se puede diferenciar entre la creencia en el progreso infinito al que se acerca la así llamada teología liberal, y la fe orientada apocalípticamente en que si bien Dios permite que la historia de la humanidad vaya al declive que ella misma eligió, Él finalmente completará Su creación en Su tiempo. Quien tiene esperanza cristiana, le sigue a una lógica profunda que no está de modo alguno más allá de la razón humana. Al observarlo más detenidamente, es más bien la creencia en el progreso el que demuestra ser un constructo verdaderamente absurdo con implicaciones nihilistas. Frente a esto, la esperanza fundamentada en la Biblia es más sensata en todo sentido –y en definitiva también en el sentido ético. Que la ideología de la digitalización que actualmente se encuentra al mando del poder, busque caracterizar nuestra cultura debería por lo menos inquietar a los cristianos. Si en la actualidad muchos órganos directivos eclesiásticos quieren llevar más digitalización a las iglesias, están en el camino equivocado. Porque ellos desconocen los trasfondos ideológicos del proyecto tecnocrático creciente –y el horizonte apocalíptico del mismo.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad